Desde el año 2018, los diferentes ejecutivos españoles han malvivido con la respiración asistida que les suministran los partidos nacionalistas, incluidos los anticonstitucionales
Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, tras la firma del preacuerdo de gobierno. (Reuters)
Desde que cambió en España el sistema de partidos, se han celebrado ya cuatro elecciones generales, suficientes para un primer balance del 'régimen de 2015'. Primero, algunos datos.
En estos cuatro años, la derecha de ámbito nacional se ha recompuesto internamente de forma drástica, pero su fuerza como bloque se mantiene estable, salvo el repunte de 2016. Comienza y termina el ciclo con una cifra próxima a 10,5 millones de votantes.
La izquierda de ámbito nacional (PSOE, Unidas Podemos y Más País) no ha cesado de descender. Arrancó en diciembre de 2015 con casi 12 millones de votos y cada resultado ha sido un poco peor que el anterior, hasta los 10,3 millones del 10-N. Cuatro puntos de bajada porcentual en cuatro años.
¿Quién ha ganado ese millón y medio largo de votantes que ha ido perdiendo la izquierda? A la vista está: el bloque de los llamados 'partidos territoriales', mayoritariamente nacionalistas. Comenzaron en el 7% y ya van por el 12% (una ganancia aún mayor si incluyéramos en ese bloque a Compromís y a los numerosos grupúsculos extraparlamentarios de 'viva mi pueblo'). Como se ve, la crecida de los partidos territoriales se intensifica en las dos elecciones celebradas con Pedro Sánchez en la Moncloa.
Considerando que una constante política del periodo ha sido la convergencia sistemática de la izquierda con los partidos nacionalistas (con preferencia por los más subversivos), la conclusión cae por su peso: con esa política de alianzas, la izquierda no resta un ápice de fuerza a la derecha, disminuye la suya y nutre de votos al espacio nacionalista. La estrategia consistente en crear una sociedad de socorros mutuos con los nacionalismos para deshacer el empate con la derecha proporciona a la izquierda gobiernos de ocasión, pero resulta electoralmente suicida.
Por esa vía se alimenta también la centrifugación del sistema político. En junio de 2016, había en el Congreso cuatro partidos nacionales y cinco territoriales. En la nueva Cámara, habrá seis partidos de ámbito nacional y 11 territoriales. Además, crecen más los más agresivos contra el orden constitucional: entre 2015 y 2019, las fuerzas abiertamente anticonstitucionales (ERC, JxCAT, CUP, Bildu) han ganado medio millón de votos y han saltado de 19 a 28 escaños en el Congreso.
Desde 2018, el Gobierno de España malvive con la respiración asistida que le suministran los partidos nacionalistas, incluidos los anticonstitucionales. Ellos dieron vida al primer Gobierno de Sánchez y se la quitaron al tumbarle los Presupuestos. Ellos habrían sido decisivos en la extinta legislatura del 28-A si el PSOE y Podemos hubieran llegado a un acuerdo. En este momento, la formación de un nuevo Gobierno de Sánchez y su supervivencia durante la legislatura están en las manos de Esquerra Republicana, del PNV y de una constelación de siglas territoriales (Compromís, CC, BNG, PRC, TE), cada una de las cuales presentará su propia hoja de reclamaciones a cambio de sus votos.
¿Alguien cree que se puede construir así una política coherente para el país, aunque se disfrace con esa palabra taumatúrgica, 'progresista', que funciona como curalotodo y salvoconducto universal de cualquier desafuero?
Es incomprensible que el partido que se dispone a pilotar en Cataluña las próximas etapas del proyecto secesionista reciba como recompensa la llave de la política española. Será imposible explicar a los gobiernos europeos que el de España, tras pedirles su respaldo para hacer frente a un desafío contra su unidad territorial, entrega su propia estabilidad a quienes inspiran y dirigen ese desafío.
Pero siendo grave y autolesivo el secuestro político de la izquierda por los nacionalismos, escandaliza aún más su secuestro ideológico, igualmente consentido. Los nacionalistas no solo ponen y quitan gobiernos en España; además, han adquirido la patente para otorgar y retirar etiquetas de progresismo. En nuestro contaminado debate político, la unidad de medida para situar a alguien más a la derecha o más a la izquierda no es su pensamiento económico, social o sobre derechos y libertades, sino su proximidad o lejanía al nacionalismo.
Los políticos más combativos frente a los nacionalismos —llámense Cayetana Álvarez de Toledo, en el PP, Albert Rivera, en Ciudadanos, o Alfonso Guerra, en el PSOE— reciben el estigma fulminante de la derechización, sin atender a otro criterio que ese. Por el contrario, aquellos otros que incorporan los códigos y el vocabulario del nacionalismo y confraternizan con él tienen licencia para lucir palmito como campeones de la izquierda progresista. A la cabeza de ellos, el presidente del Gobierno y su próximo vicepresidente.
La izquierda española no solo ha entregado su cuerpo político al nacionalismo; le he entregado también su alma. Que el jurado que reparte credenciales ideológicas lo formen los Urkullu (demócrata cristiano), Torra (carlista cerril), Junqueras (meapilas insolidario) y Otegi (terrorista en paro) es algo peor que un insulto a la razón. Sostener, como ha sostenido la izquierda consecuente de toda la vida, que el nacionalismo en cualquiera de sus versiones es intrínsecamente reaccionario y peligroso, convierte automáticamente a quien lo haga en bulto sospechoso de connivencia con la derecha centralista.
A esta izquierda delicuescente le han robado la lucha de clases y se la han cambiado por la lucha de las naciones. Y se ha comido el cambiazo sin pestañear. La han puesto bajo vigilancia precisamente aquellos a quienes más hay que vigilar. Se está dejando desarmar el Estado a pedazos, olvidando aquello en lo que antaño creyó, que el Estado democrático es el único refugio de los débiles. Y está alimentando irresponsablemente al otro monstruo nacionalista, el que representan individuos como Santiago Abascal.
El producto estremecedor de tanta droga ideológica es esa joven energúmena, portavoz de Arran (sucursal de la CUP), asegurando: “No creemos en absoluto en los derechos individuales, solo son legítimos los derechos colectivos”. Avergüenza tener que recordar a quienes hoy agachan la cabeza ante el chantaje que muchos de ellos se hicieron de izquierdas justamente para combatir ese tipo de ideas totalitarias.
Mientras las fuerzas auténticamente progresistas del mundo entero libran una batalla feroz para frenar el resurgimiento de los nacionalismos destructores, en España, la sedicente izquierda de Iglesias y Sánchez se entrega, esposada, a nuestros nacionalismos domésticos. Este drama español se llama 'La Gran Estafa'.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
En estos cuatro años, la derecha de ámbito nacional se ha recompuesto internamente de forma drástica, pero su fuerza como bloque se mantiene estable, salvo el repunte de 2016. Comienza y termina el ciclo con una cifra próxima a 10,5 millones de votantes.
La izquierda de ámbito nacional (PSOE, Unidas Podemos y Más País) no ha cesado de descender. Arrancó en diciembre de 2015 con casi 12 millones de votos y cada resultado ha sido un poco peor que el anterior, hasta los 10,3 millones del 10-N. Cuatro puntos de bajada porcentual en cuatro años.
¿Quién ha ganado ese millón y medio largo de votantes que ha ido perdiendo la izquierda? A la vista está: el bloque de los llamados 'partidos territoriales', mayoritariamente nacionalistas. Comenzaron en el 7% y ya van por el 12% (una ganancia aún mayor si incluyéramos en ese bloque a Compromís y a los numerosos grupúsculos extraparlamentarios de 'viva mi pueblo'). Como se ve, la crecida de los partidos territoriales se intensifica en las dos elecciones celebradas con Pedro Sánchez en la Moncloa.
Considerando que una constante política del periodo ha sido la convergencia sistemática de la izquierda con los partidos nacionalistas (con preferencia por los más subversivos), la conclusión cae por su peso: con esa política de alianzas, la izquierda no resta un ápice de fuerza a la derecha, disminuye la suya y nutre de votos al espacio nacionalista. La estrategia consistente en crear una sociedad de socorros mutuos con los nacionalismos para deshacer el empate con la derecha proporciona a la izquierda gobiernos de ocasión, pero resulta electoralmente suicida.
Por esa vía se alimenta también la centrifugación del sistema político. En junio de 2016, había en el Congreso cuatro partidos nacionales y cinco territoriales. En la nueva Cámara, habrá seis partidos de ámbito nacional y 11 territoriales. Además, crecen más los más agresivos contra el orden constitucional: entre 2015 y 2019, las fuerzas abiertamente anticonstitucionales (ERC, JxCAT, CUP, Bildu) han ganado medio millón de votos y han saltado de 19 a 28 escaños en el Congreso.
Desde 2018, el Gobierno de España malvive con la respiración asistida que le suministran los partidos nacionalistas, incluidos los anticonstitucionales. Ellos dieron vida al primer Gobierno de Sánchez y se la quitaron al tumbarle los Presupuestos. Ellos habrían sido decisivos en la extinta legislatura del 28-A si el PSOE y Podemos hubieran llegado a un acuerdo. En este momento, la formación de un nuevo Gobierno de Sánchez y su supervivencia durante la legislatura están en las manos de Esquerra Republicana, del PNV y de una constelación de siglas territoriales (Compromís, CC, BNG, PRC, TE), cada una de las cuales presentará su propia hoja de reclamaciones a cambio de sus votos.
¿Alguien cree que se puede construir así una política coherente para el país, aunque se disfrace con esa palabra taumatúrgica, 'progresista', que funciona como curalotodo y salvoconducto universal de cualquier desafuero?
Es incomprensible que el partido que se dispone a pilotar en Cataluña las próximas etapas del proyecto secesionista reciba como recompensa la llave de la política española. Será imposible explicar a los gobiernos europeos que el de España, tras pedirles su respaldo para hacer frente a un desafío contra su unidad territorial, entrega su propia estabilidad a quienes inspiran y dirigen ese desafío.
Pero siendo grave y autolesivo el secuestro político de la izquierda por los nacionalismos, escandaliza aún más su secuestro ideológico, igualmente consentido. Los nacionalistas no solo ponen y quitan gobiernos en España; además, han adquirido la patente para otorgar y retirar etiquetas de progresismo. En nuestro contaminado debate político, la unidad de medida para situar a alguien más a la derecha o más a la izquierda no es su pensamiento económico, social o sobre derechos y libertades, sino su proximidad o lejanía al nacionalismo.
Los políticos más combativos frente a los nacionalismos —llámense Cayetana Álvarez de Toledo, en el PP, Albert Rivera, en Ciudadanos, o Alfonso Guerra, en el PSOE— reciben el estigma fulminante de la derechización, sin atender a otro criterio que ese. Por el contrario, aquellos otros que incorporan los códigos y el vocabulario del nacionalismo y confraternizan con él tienen licencia para lucir palmito como campeones de la izquierda progresista. A la cabeza de ellos, el presidente del Gobierno y su próximo vicepresidente.
La izquierda española no solo ha entregado su cuerpo político al nacionalismo; le he entregado también su alma. Que el jurado que reparte credenciales ideológicas lo formen los Urkullu (demócrata cristiano), Torra (carlista cerril), Junqueras (meapilas insolidario) y Otegi (terrorista en paro) es algo peor que un insulto a la razón. Sostener, como ha sostenido la izquierda consecuente de toda la vida, que el nacionalismo en cualquiera de sus versiones es intrínsecamente reaccionario y peligroso, convierte automáticamente a quien lo haga en bulto sospechoso de connivencia con la derecha centralista.
ERC y la pregunta a las bases: posible alfombra roja para la investidura de Sánchez
A esta izquierda delicuescente le han robado la lucha de clases y se la han cambiado por la lucha de las naciones. Y se ha comido el cambiazo sin pestañear. La han puesto bajo vigilancia precisamente aquellos a quienes más hay que vigilar. Se está dejando desarmar el Estado a pedazos, olvidando aquello en lo que antaño creyó, que el Estado democrático es el único refugio de los débiles. Y está alimentando irresponsablemente al otro monstruo nacionalista, el que representan individuos como Santiago Abascal.
El producto estremecedor de tanta droga ideológica es esa joven energúmena, portavoz de Arran (sucursal de la CUP), asegurando: “No creemos en absoluto en los derechos individuales, solo son legítimos los derechos colectivos”. Avergüenza tener que recordar a quienes hoy agachan la cabeza ante el chantaje que muchos de ellos se hicieron de izquierdas justamente para combatir ese tipo de ideas totalitarias.
Mientras las fuerzas auténticamente progresistas del mundo entero libran una batalla feroz para frenar el resurgimiento de los nacionalismos destructores, en España, la sedicente izquierda de Iglesias y Sánchez se entrega, esposada, a nuestros nacionalismos domésticos. Este drama español se llama 'La Gran Estafa'.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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