Philpp Blom alude a la edad del hielo que hubo en Europa entre 1570 y 1700 como un escenario hostil y catastrófico que predispuso paradójicamente la entrada en la modernidad
Una 'frost fair' que tuvo lugar en un Támesis congelado durante el
invierno de 1683-84 durante la Pequeña Edad de Hielo (Abraham Hondius)
Los maestros luthiers de Cremona fabricaban pequeños milagros
mientras el frío angustiaba el norte de Italia. No era un problema
local, ni la coyuntura de unos inviernos adversos. Occidente padecía una severísima etapa glacial.
Las aguas del Ebro, como las del Támesis, se helaban y hasta podían
atravesarse a pie, aunque las nieves que colapsaron Europa y estuvieron a
punto de devastarla prodigaron al mismo tiempo el nacimiento de la Ilustración.
El stradivarius es un ejemplo elocuente porque no ha habido manera de construir instrumentos de cuerda parecidos a aquéllos. El misterio podría consistir en la alquimia los barnices, pero también en el impacto del frío en los bosques y en las maderas. La humanidad reaccionó al hielo horadando de los árboles el prodigio de un violín, de una viola, de un violonchelo.
No utiliza este caso Philipp Blom en el ensayo de 'El motín de la naturaleza' (Anagrama), pero sí recurre a otros demostraciones creativas que jalonan la reacción de la cultura europea a la ferocidad del cambio climático. Cayeron dos grados las temperaturas entre 1570 y 1700, se le heló la barba a Enrique IV -París bien vale una pulmonía- y se precipitaron las aves al suelo con las alas congeladas.
No están claras las razones de la edad de hielo. Conjetura con ellas Philipp Blom. Y tanto menciona una desviación en la rotación del eje terrestre como habla de la disminución de la actividad solar o alude a un recrudecimiento de los fenómenos sísmicos. El aumento de la actividad volcánica llenó la atmósfera de más polvo, más o menos como si una especie de película terminara filtrando o alterando el alcance de los rayos del sol.
Sobrevinieron las catástrofes de las cosechas, pero las hambrunas y las guerras que sacudieron el continente en la edad de hielo precipitaron al mismo tiempo la transición de la oscuridad hacia la luz, una especie de catarsis y de proceso selectivo que produjo grandes desplazamientos humanos del campo a la ciudad y que puso a cavilar a los pensadores, a los científicos y a los nuevos apóstoles de la modernidad.
Philipp
Blom hace una descripción exhaustiva de las sociedades occidentales que
evolucionaron -el verbo es el adecuado- de finales del siglo XVI a
principios del XVIII. Documenta los flujos migratorios, el auge de los
Países Bajos, la insólita bancarrota de España en una posición de
privilegio -el imperio colonial-, pero el atractivo ensayo se resiente
de un cierto oportunismo en las prospecciones más ambiciosas.
La primera consiste en concluir que el cambio climático, evidente, inequívoco, determinó la transformación de las sociedades, predispuso el camino de las luces y hasta del capitalismo. ¿No se hubieran producido las revoluciones sin la adversidad meteorológica?
La segunda es aprovechar el trauma de 1570 para extrapolar una analogía con la angustia contemporánea. El problema de nuestro tiempo no es que haya dos grados menos. Es que hay dos grados más, aunque las alteraciones climáticas del siglo XXI, a diferencia de las que se manifestaron hace tres siglos, provienen de la intervención perniciosa del hombre.
No es Blom un catastrofista. La propia relación entre frío y progreso que implica su ensayo establece un paralelismo optimista respecto a las lecciones que puede proporcionarnos el impacto del calentamiento, más allá del negacionismo y del oscurantismo.
Ya se están produciendo desplazamientos masivos de personas. Se están vaciando las zonas rurales y proliferan los desórdenes en las grandes ciudades derivados de la desigualdad. El planeta está adquiriendo un aspecto hostil y hasta feroz. Y el hielo que antaño congeló Europa se deshace en la Antártida como alegoría del Apocalipsis posmoderno.
Podríamos tomar como ejemplo la muerte de Venecia. Qué dirán los negacionistas del cambio climático cuando tengan que ir a visitarla con botellas de oxígeno y escafandra. El calentamiento global no ha provocado en sí mismo las inundaciones, pero el cambio climático sí las convierte en más probables y más habituales.
Venecia
corre el riesgo de la agonía. Por el turismo que la sepulta. Y porque
las aguas del Adriático se han propuesto engullirla. Es un final
poético, hermoso, para una ciudad concebida en el mar mismo. Venecia es
una ciudad funeraria. No digamos de noche, cuando la bruma y los fuegos
de San Telmo descubren su lado espectral. O cuando las góndolas ofrecen su aspecto de féretros navegantes.
Es la ciudad a la que fueron a morirse Wagner, Diaghilev y hasta Helenio Herrera. Y el lugar que mejor puede representar el mito de la laguna Estigia. Una ciudad de ultratumba desfigurada por los trasatlánticos y condenada a morir por la misma mano que le dio la vida: el hombre.
RUBÉN AMÓN Vía EL CONFIDENCIAL
El stradivarius es un ejemplo elocuente porque no ha habido manera de construir instrumentos de cuerda parecidos a aquéllos. El misterio podría consistir en la alquimia los barnices, pero también en el impacto del frío en los bosques y en las maderas. La humanidad reaccionó al hielo horadando de los árboles el prodigio de un violín, de una viola, de un violonchelo.
No utiliza este caso Philipp Blom en el ensayo de 'El motín de la naturaleza' (Anagrama), pero sí recurre a otros demostraciones creativas que jalonan la reacción de la cultura europea a la ferocidad del cambio climático. Cayeron dos grados las temperaturas entre 1570 y 1700, se le heló la barba a Enrique IV -París bien vale una pulmonía- y se precipitaron las aves al suelo con las alas congeladas.
La escena apocalíptica predisponía la convocatoria del oscurantismo
tardomedieval. La escena apocalíptica predisponía la convocatoria del oscurantismo tardomedieval. Se quemaron más brujas que nunca en nombre de las
supersticiones milenaristas, nos cuenta Blom, y proliferaron los jinetes funerarios que presagiaban el fin del mundo.
Dios castigaba a los hombres como si no hubiera sido suficiente
escarmiento la peste, aunque semejante iracundia y hasta manía
persecutoria suscitaron los recelos de las elites ilustradas.
No están claras las razones de la edad de hielo. Conjetura con ellas Philipp Blom. Y tanto menciona una desviación en la rotación del eje terrestre como habla de la disminución de la actividad solar o alude a un recrudecimiento de los fenómenos sísmicos. El aumento de la actividad volcánica llenó la atmósfera de más polvo, más o menos como si una especie de película terminara filtrando o alterando el alcance de los rayos del sol.
Sobrevinieron las catástrofes de las cosechas, pero las hambrunas y las guerras que sacudieron el continente en la edad de hielo precipitaron al mismo tiempo la transición de la oscuridad hacia la luz, una especie de catarsis y de proceso selectivo que produjo grandes desplazamientos humanos del campo a la ciudad y que puso a cavilar a los pensadores, a los científicos y a los nuevos apóstoles de la modernidad.
Las
hambrunas y guerras que sacudieron el continente en la edad de hielo
precipitaron también la transición de la oscuridad hacia la luz
La primera consiste en concluir que el cambio climático, evidente, inequívoco, determinó la transformación de las sociedades, predispuso el camino de las luces y hasta del capitalismo. ¿No se hubieran producido las revoluciones sin la adversidad meteorológica?
La segunda es aprovechar el trauma de 1570 para extrapolar una analogía con la angustia contemporánea. El problema de nuestro tiempo no es que haya dos grados menos. Es que hay dos grados más, aunque las alteraciones climáticas del siglo XXI, a diferencia de las que se manifestaron hace tres siglos, provienen de la intervención perniciosa del hombre.
No es Blom un catastrofista. La propia relación entre frío y progreso que implica su ensayo establece un paralelismo optimista respecto a las lecciones que puede proporcionarnos el impacto del calentamiento, más allá del negacionismo y del oscurantismo.
Ya se están produciendo desplazamientos masivos de personas. Se están vaciando las zonas rurales y proliferan los desórdenes en las grandes ciudades derivados de la desigualdad. El planeta está adquiriendo un aspecto hostil y hasta feroz. Y el hielo que antaño congeló Europa se deshace en la Antártida como alegoría del Apocalipsis posmoderno.
Podríamos tomar como ejemplo la muerte de Venecia. Qué dirán los negacionistas del cambio climático cuando tengan que ir a visitarla con botellas de oxígeno y escafandra. El calentamiento global no ha provocado en sí mismo las inundaciones, pero el cambio climático sí las convierte en más probables y más habituales.
El hielo que antaño congeló Europa se deshace en la Antártida como alegoría del Apocalipsis posmoderno
Es la ciudad a la que fueron a morirse Wagner, Diaghilev y hasta Helenio Herrera. Y el lugar que mejor puede representar el mito de la laguna Estigia. Una ciudad de ultratumba desfigurada por los trasatlánticos y condenada a morir por la misma mano que le dio la vida: el hombre.
RUBÉN AMÓN Vía EL CONFIDENCIAL
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