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El lehendakari Iñigo Urkullu envió hace algunas semanas al presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, el plan del PNV para acabar con el malestar europeo, en el que volvió a incidir el domingo durante la celebración del Aberri Eguna. Resumiéndolo, viene a proponer que las regiones que lo deseen puedan aprobar leyes de desconexión para desgajarse de sus Estados y convertirse ellas mismas en otros Estados. De modo que podríamos acabar viendo una Europa de 70 países, por decir una cifra, todos con sus correspondientes minorías nacionales y fronteras al albur de futuras elecciones. Juncker calla. Supongo que el pasmo le tiene todavía afásico. Pero lo que sí ha dicho es que no quiere unos Estados Unidos de Europa. La verdad, es contradictorio.
A estas alturas, sería exigible que el PNV conozca el papel que juega lo étnico en Europa. Todo en juegos florales, nada en lo referente a fundación de Estados. Los Estados liberales definen la ciudadanía como una condición legal, al margen de idiomas, razas o apellidos. Lo contrario es Apartheid. Ante la imposibilidad de obtener sus fines racial/independentistas, Sabino Arana pensó en que Inglaterra les resolvería la cuadratura del círculo. José Antonio Aguirre confió en EEUU, y Urkullu se ha ido a Europa, cuyo proyecto político es lo opuesto de lo que él se ha atrevido a enunciar.
Dejando aparte la propia vesania peneuvista, España tiene mucha culpa de lo que está pasando. En 1812, los Padres Fundadores decidieron que ciudadanos españoles eran todos los habitantes de la Monarquía Universal. Entonces, esa polis comprendía unos 12.550 kilómetros de costa desde Vancouver hasta Patagonia y tres mil islas en el Pacífico. A nadie se le pidió que hablase ni siquiera español. Doscientos años después se consiente que se mantenga y sostenga con el dinero de sus herederos al menos dos regiones donde para ser vasco o catalán hay que hablar ese idioma. Y de manera coactiva. Con ello no sólo se infringe la tradición liberal de España sino un principio capital de los Estados liberales, la libertad negativa tal y como la definió Isaiah Berlin, la libertad de no hacer lo que no quieras hacer. Ese horror se ha contagiado a Baleares y a Valencia.
Es inconcebible que la izquierda aplauda con las orejas todo este despropósito. Aunque la derecha tampoco es inocente, todo hay que decirlo. Y ahora ya no hay excusas ni miradas a otro lado. Se está legitimando y subvencionando algo cuyo único futuro es terminar mal. Eso al menos se lo debemos al procès. Pero esa imposibilidad le ha costado a Cataluña 34 millardos, 35.000 parados y la fuga de mas de 3.000 empresas. Claro que a otros les ha venido muy bien. El déficit catalán de 70 millardos se debe en gran medida a prácticas clientelares.
Queda Europa. Ahora resulta que no queremos ser los Estados Unidos de Europa. Las razones parecen ser tres. Identidad, soberanía y libertad. Identidad. ¿Qué otra manera hay de enterrar para siempre la enfermedad infantil de las regiones, la emulación estatal, salvo la Federación Europea? Piensen en EEUU. Sólo se pide prestar juramento de fidelidad a la Constitución. La identidad queda de inmediato garantizada, por no ser normativa.
El problema viene cuando se mezclan identidad y política: el llamado Estado/Nación. Las entidades inferiores quieren copiar la normatividad identitaria del Estado y piden crear el suyo propio. Por otra parte, la unanimidad étnica dentro del Estado es relativa. En España hay Rioja y Ribera y en Francia Burdeos y Borgoña. Además, el que se alteren las competencias de los Estados tiene poco que ver con la identidad. La pesca pasó a depender de Bruselas y los españoles seguimos comiendo el mismo pescado que antes.
Pasemos a la soberanía. Incluso los gallitos del corral, pienso en Francia, tienen poco en lo que sustentar el argumento. Consejo de Seguridad, por ejemplo. ¿Vale para algo estratégico? Cuando la guerra de Irak ya vimos a Villepin en la ONU. Tuvo que tragar con una contienda que le parecía contraria a sus intereses y aberrante. ¿Y la fuerza nuclear? Una reivindicación permanente de la diplomacia gala es solicitar mayores y mejores transferencias de tecnología nuclear norteamericana para sus submarinos. Por otra parte, baratos. El costo de renovar los Trident del Reino Unido ha sido 30 millardos de libras en 10 años. Más o menos lo que el rescate de Bankia. La libra, por cierto, estandarte de la soberanía nacional, fue capaz de hundirla una sola persona, George Soros.
Y hace ya de esto 30 años. Pero esa soberanía nacional de pega hace imposible que seamos soberanos de verdad. Incluso en casa. Cuando se hundió la URSS, hubo dos escuelas de pensamiento en Estados Unidos. La imperial, que defendía construir sobre el odio de los antiguos invadidos, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, los bálticos, etcétera. (Brzezinski). Y la profesional, (Kennan), que buscaba apoyarse en el 80% de los rusos que miraban a Estados Unidos con simpatía.
Europa tenía un excelente activo con su propia estrategia, la Ostpolitik. Pero nadie nos preguntó nada. Ganaron los imperiales y así tenemos este caos en esta parte de Eurasia. En la otra, al Este, el daño colateral ha sido la amistad entre Rusia y China y con ella el fin del equilibrio estratégico ruso-chino inaugurado por el viaje de Nixon a Pekín en 1970. Un desastre.
Necesitamos líderes que aclaren todas estas cuestiones a sus votantes y que, en vez de excitar su miedo a desaparecer, exciten su voluntad de ser soberanos de verdad, no este ersatz en el que chapoteamos. Para ello, lo suyo es convertirnos en federación como Estados Unidos.
Pero, tercera cuestión, liberalismo. Si se considera que esa federación europea crearía un superestado totalitario, lo que procede es condenar al defensor del federalismo americano, Hamilton, y a sus Papeles del Federalista, hasta ahora la Biblia del pensamiento político liberal, acusar a Estados Unidos de ser un superestado totalitario y de paso exigirle que deje de ser una cárcel de pueblos y consienta que sus 52 estados adopten la solución europea, es decir, se conviertan en Estados soberanos, no sea que pierdan su identidad. ¡Ánimo Juncker, Aurrera!
JOSÉ A. ZORRILLA* Vía EL MUNDO
*José A. Zorrilla fue embajador de España para Georgia y Estados del Caucaso. Su último libro es una historia imaginaria del Imperio Europeo: Historia (fantástica) de Europa (Editorial Cyan).
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