Después de tantas invocaciones, la ultraderecha ha dejado de ser un
holograma espantable, un fantasma del averno, para convertirse en un
partido político con caras y ojos
Santiago Abascal, en el mitin de este domingo en Vistalegre.
EFE
Tanto invocarla en vano y helás!, ahí la tenéis, la genuina, la auténtica, extrema derecha, en carne mortal, desbordando una plaza de toros que Podemos no logró llenar, inundando de banderas el coso de los carabancheles con el maestro Talavante
en medio del redondel. Ya está aquí, con sus cánticos fervorosos,
“vieja, fea y nauseabunda”, como apostillaba el cronista. “Alarma
ultra”, titulaba otro.
El problema es que, al menos en apariencia, esta ultraderecha no es tan vieja, ni tan rancia, ni tan espantable. Santiago Abascal, su líder, apenas anda por los cuarenta. Y Rocío Monasterio,
amén de acreditada arquitecto y madre de cuatro criaturas, es de una
belleza serena e inteligente. Tenían ganas, la verdad, de toparse al fin
con el espantajo. Lo intentaron con Aznar, con Esperanza Aguirre, hasta con Rivera, con
algunos obispos, con militares trasnochados, con jueces del Supremo,
con los patriotas del 8-O en Barcelona... “La extrema derecha inunda
España”, clamaban estruendosos cuando alguno de ellos hacía su
aparición. Especiales televisivos, monográficos periodísticos, enormes
análisis prospectivos… Ni por esas.
Algunos esperaban enseñas con el aguilucho, fotos de Franco y brazos en alto. Y se toparon con familias con niños y veteranos del PP
Mientras
crecía en media Europa, inundaba Parlamentos y hasta llegaba a la
cúspide de los Gobiernos, en España tenían que conformarse con un puñado
de zombies triscando por el Valle de los muertos vivientes
el 2O-N. Tanta necesidad tenían que hasta dieron en convertir la
exhumación del cadáver bien sepulto del dictador en una obsesiva
tragicomedia sin punto final.
Pero todo llega. Todos
cuantos ahora berrean, fueron incapaces de verla desfilando de noche y
con antorchas, al modo del KKK, por las calles de algunas villas
catalanas. O de escuchar sus gritos cuando amenazaba en las aulas a los
hijos de guardias civiles. O investida de ‘president’ xenófobo y
racista. O transmutada en una colla de exaltados que perpetra,
‘pacíficamente, con sonrisas’, un golpe de Estado. No, esa extrema
derecha no les sirve. Incluso es aliada, y se le adula y corteja.
Querían
la extrema derecha de manual. Y al fin la encontraron. Cierto es que la
pretendían más recia y afilada. Con correajes, enseñas con el
aguilucho, fotos de Franco, brazos en alto,
pasos de la oca y montañas nevadas. Y se toparon con familias con
niños, veteranos del PP, adolescentes airados y un ingeniero industrial.
No había flechas ni pelayos, ni falangistas de bigotín, ni Roberto Alcázar. Ni siquiera estaba Pedrín.
Han tenido que conformarse con lo que había. Una marea de gente
convencida de que quiere cambiar España. A su modo, sin duda heterodoxo.
Con ripios de victoria y que se reclama, en un arrebato hiperbólico, ‘la resistencia’.
Vienen
con cien propuestas bajo el brazo. Algunas, inoportunas, como cargarse
las autonomías sin anestesia. Otras, razonables, como intervenir un
Gobierno que ha pretendido dinamitar la Carta Magna, o defender la libre
elección de lengua en las escuelas, o reformar la ley electoral, o
derogar la ley de Memoria Histórica. Hablan de devolver a sus países a
los inmigrantes ilegales. Desalmados, xenófobos, fascistas. Obama, gran referente de la socialdemocracia tontiloqui, deportó a más de 2,7 inmigrantes sin papeles. Un millón más que Bush. ¿Pasa algo?.
Después de 40 años de una ejemplar normalidad democrática, ya tienen lo que buscaban. Se llama Vox. Estarán contentos
Este domingo, nadie desde el atril pronunció proclamas
anticonstitucionales o invocaciones a la asonada o al espadón. Una
extrema derecha algo moñas, para lo que esperaban.
Pero bien les vale. Ahí la tienen. Después de tantas invocaciones, de
tanto insistir, la ultraderecha, su anhelada ultraderecha, ha dejado de
ser un holograma espantable, un fantasma del averno para convertirse en
un partido político con caras y ojos. Muchos, es cierto.
Alguno se asustó. En Ciudadanos no osan siquiera a pronunciar su nombre. “Ese partido del que usted me habla”, balbuceaba José Luis Villegas en un homenaje al Bárcenas de Rajoy.
En el PP se palpan la ropa. Hay sondeos que les adjudican 400.000
votantes en toda España. Tres cuartas partes proceden de la familia
popular y una décima, de Cs. Poca broma.
Ya
respiran hondo. Seguirán salivando, eso sí, con Aznar y con Esperanza,
pero al fin, son felices. Ya han dado con su oscuro objeto de deseo. Ya
casi han alcanzado la felicidad, ese fantasma perseguido por las mentes
más débiles. Después de 40 años de una ejemplar normalidad democrática,
de una admirada Transición, ya tienen lo que buscaban. Se llama Vox.
Estarán contentos. Tan sólo un pero. Han de tener presente que los
locos pueden volver pero los muertos no. Tendrán que conformarse con lo
que tienen. Que, vistas y oídas las expresiones de furia, los insultos,
las admoniciones, les parece bastante. Ahí está, la extrema derecha. Ya
pueden odiar tranquilos.
JOSÉ ALEJANDRO VARA Vía VOZ PÓPULI
No hay comentarios:
Publicar un comentario