Translate

martes, 23 de octubre de 2018

DEL FILÓSOFO COMO DINAMITERO


No es un oficio grato el de filósofo. Se agota en destruir, destruir, destruir. Y no edificar nunca


Gabriel Albiac


Yo, que he dedicado toda mi vida a la filosofía, siento elevarse en mí un malestar que acaba en ira cada vez que oigo hacer su elogio. Vuelve a suceder ahora. ¿La excusa? El retorno de la asignatura que lleva su nombre a las aulas de la enseñanza media. Retorno razonable, en el caso de que cumpla su condición de leer a los clásicos griegos. Retorno que se trocará en burla, si triunfa esa sobredosis de melaza de quienes se extasían repitiendo las consabidas excelencias de «un saber universal» o de un sabio aprendizaje de morales ciudadanas. Necedades. En guerra contra las cuales nació la filosofía. La filosofía no salva, condena.

Digámoslo sin lugar a equívoco. Si para algo la filosofía es necesaria, como pensaron los griegos desde el Heráclito que llama a la guerra «padre y señor de todas las cosas», es exactamente para lo más contrario a un uso moralizante: la filosofía ayuda a saber mandar al diablo todos los tópicos del sentido común, ésos bajo cuya complacencia se imponen como evidentes las chácharas y valores más idiotas, esto es, los más aceptados; para dinamitar las normas reguladas de poder que el lenguaje común impone como sumisa moral humanitaria; para señalar descortésmente con el dedo las galas dominicales bajo las que se reviste el arbitrario mando y decir que no hay galas, que no hay ahí más que un cuerpo desnudo, deforme, repugnante; para decir, en suma, «no», para decir «no» y reírse a carcajadas. Romper todo, no construir nada.

A finales del siglo XVII, Pierre Bayle alzaba constancia de eso, con la fascinación aterrada del hombre que detecta los riesgos de su tiempo: «Podríamos comparar a la filosofía con unos polvos médicos tan corrosivos que, tras haber consumido las carnes purulentas de una llaga, roerían la carne viva y corroerían los huesos, horadándolos hasta los tuétanos. La filosofía refuta, de entrada, los errores, mas, cuando se la deja campar a sus anchas, llega tan lejos que uno no sabe ya hasta dónde ha llegado ni cómo detenerse». Es el oficio de la destrucción pura: de la pura belleza. Y el filósofo, ese «artista hecho obra de arte» que exigía Nietzsche.



Menos solemne que Bayle, como cuadra a su indecible inteligencia, Platón reduce esa hecatombe a un divertido juego de masacre: de «aquel que ve las palabras escritas como un juego y sabe que no existe jamás discurso alguno, ni en verso ni en prosa, que haya valido la pena de ser escrito», de ese que «manda a paseo» la pretensión de seriedad de todos los discursos, de ése, sólo de ése, podremos «decir que es uno de los nuestros»: un filósofo. Esto es, un dinamitero.


                                                                                                     GABRIEL ALBIAC   Vía ABC

No hay comentarios:

Publicar un comentario