Iglesias y Sánchez saben que necesitan al monstruo de Mary Shelley, que es sumamente frágil y que deben cuidarlo al menos hasta la investidura que dé paso a la copresidencia
El secretario general de Podemos, Pablo Iglesias (d), junto al lendakari, Iñigo Urkullu. (EFE)
Hay que cuidar a la mayoría de la moción de censura. Este es el mensaje con el que Pablo Iglesias ha
resumido su ronda de conversaciones con los dirigentes nacionalistas,
de las que ha salido invariablemente validando el discurso político de
sus interlocutores.
El propio Iglesias ha dicho muchas veces que de las próximas elecciones saldrá un Gobierno de coalición. Tiene razón. Los dos gobiernos minoritarios de esta lamentable legislatura, primero el de Rajoy y después el de Sánchez, han sido gobiernos de supervivencia, incapacitados para impulsar nada sustancial y con el único horizonte de llegar al fin de semana. Las coaliciones son la consecuencia necesaria del fin del bipartidismo, lástima que hayamos perdido tres años —que amenazan con llegar a cinco— hasta enterarnos.
Se supone que Iglesias está pensando en armar una coalición entre el PSOE y Unidos Podemos. Hay un pequeño problema: no llegarán. Así como no es descartable que la derecha alcance a sumar 176 escaños, la probabilidad de que lo hagan los dos partidos de la izquierda por sí solos es muy lejana. Su ventaja diferencial es que ellos tienen el plan B de añadir a los nacionalistas, mientras Casado y Rivera solo disponen de una bala: o suman, o a la oposición.
Una eventual coalición de izquierdas tras las próximas elecciones
necesitará, pues, reeditar alguna versión de la mayoría Frankenstein que
llevó a Pedro Sánchez a La Moncloa. Cuando Iglesias dice que hay que cuidarla, no está pensando principalmente en esta legislatura, sino en la próxima.
Cuidarla hoy para que esté practicable mañana. Iglesias y Sánchez saben
que han de evitar que esa mayoría implosione antes de las elecciones,
porque reconstruirla después sería casi imposible.
Esa es la tarea que se ha impuesto el líder de Podemos, ya que el futuro Gobierno de coalición es el eje de toda su estrategia actual. Para ello, hay que atravesar un desfiladero lleno de trampas y emboscadas. A saber, por orden de aparición en pantalla:
Primero, Andalucía. Cómo obligar a Susana Díaz a entenderse con Adelante Andalucía y no con Ciudadanos, y cómo encontrar la fórmula para que su forzada convivencia con Teresa Rodríguez no termine prematuramente en una bronca irreversible.
Después, los Presupuestos. En realidad, no se espera que los nacionalistas los asuman de entrada. De momento, se trata de que en el primer acto no presenten enmiendas a la totalidad y no apoyen las del PP y Ciudadanos. Ello permitiría iniciar la tramitación del proyecto sin prejuzgar la votación final, que se producirá dentro de varios meses (tantos como convenga). Eso parece factible, por ello a Sánchez solo se le reclama por ahora, a modo de prenda o anticipo, 'un gesto' sobre los presos (bastaría una declaración más o menos elíptica o, quizás, una modulación en la postura de la Abogacía del Estado).
Lo que más entorpece el intento presupuestario es la evidente alarma de Puigdemont y su mayordomo Torra ante la posición central que está ocupando Junqueras. Será muy fuerte en ellos la tentación de patear el tablero anunciando el voto negativo de sus diputados a los Presupuestos, lo que haría inane el apoyo de ERC. También por eso Iglesias se ha preocupado de cortejar a Puigdemont y subrayar su condición de interlocutor imprescindible.
A continuación, vendrá la formación de gobiernos municipales y autonómicos tras las elecciones de mayo. La idea es generalizar territorialmente la alianza PSOE-Podemos, a modo de ensayo general de la coalición nacional.
En esta fase, Iglesias tiene un problema: a sus tres confluencias originales hay que añadir la de Teresa Rodríguez en Andalucía y la que está montando Carmena en Madrid en connivencia con Errejón. En las cinco mayores comunidades de España (65% de la población), los liderazgos electorales de la confederación política que encabeza Iglesias están fuera de la disciplina de Podemos. Todos ellos pretenderán ser interlocutores únicos para negociar sus alcaldías y gobiernos autonómicos. Echenique tendrá un papelón cuando se siente con Ábalos y lo tenga que remitir a otras cinco ventanillas justamente en los territorios más importantes.
Durante el recorrido, comenzará el juicio en el Tribunal Supremo. Y después —previsiblemente tras las elecciones de mayo—, la sentencia. Será el momento más peligroso, el Cabo de Hornos de este trayecto. Los independentistas tendrán que medir su iracundia para que, pareciendo auténtica y furibunda, no desborde groseramente lo tolerable por la ley. Y Sánchez tendrá que volverse temporalmente ciego y sordo ante dichos y hechos que un Gobierno normal no dejaría pasar impunemente. La probabilidad de que algo o alguien se descontrole y todo se vaya al garete será altísima.
Mientras, habrá que digerir que Iglesias siga ejerciendo por las mañanas de ministro sin cartera y por las tardes de saboteador del sistema sobre la figura central del jefe del Estado. También en esto la sordera del presidente del Gobierno debería tener un límite.
Luego están los imponderables que siempre se presentan en una política tan esquizofrénica como la española, con un Gobierno de acreditada impericia en la gestión de crisis —incluidas las que él mismo provoca—.
Como no todo han de ser obstáculos, lo que más ayuda es la oposición. Ahora se comprueba el tiro en la pierna que se dio el PP en su congreso de julio: esta es la hora en la que los únicos problemas serios padecidos por el Gobierno en el Parlamento son los que le crea Ana Pastor desde la Mesa, no Casado desde la tribuna. También viene siendo de gran ayuda la facilidad con la que Rivera abandonó el espacio de la transversalidad y contribuyó a la estrategia de la confrontación bipolar izquierda-derecha, que en España habitualmente favorece a la primera. Por si algo faltara, la providencial aparición en escena de la extrema derecha de Vox actuará como espanta-votos en el campo moderado y revulsivo infalible para el voto reactivo de la izquierda.
Frankenstein les dio el poder y esa misma criatura —o un remedo de ella— se lo tiene que conservar. Pablo Iglesias lo ha comprendido, y le gusta. Sánchez también, y le incomoda. Pero ambos saben que necesitan al monstruo de Mary Shelley, que es sumamente frágil y que deben cuidarlo al menos hasta la investidura que dé paso a la copresidencia. En ello están.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
El propio Iglesias ha dicho muchas veces que de las próximas elecciones saldrá un Gobierno de coalición. Tiene razón. Los dos gobiernos minoritarios de esta lamentable legislatura, primero el de Rajoy y después el de Sánchez, han sido gobiernos de supervivencia, incapacitados para impulsar nada sustancial y con el único horizonte de llegar al fin de semana. Las coaliciones son la consecuencia necesaria del fin del bipartidismo, lástima que hayamos perdido tres años —que amenazan con llegar a cinco— hasta enterarnos.
Se supone que Iglesias está pensando en armar una coalición entre el PSOE y Unidos Podemos. Hay un pequeño problema: no llegarán. Así como no es descartable que la derecha alcance a sumar 176 escaños, la probabilidad de que lo hagan los dos partidos de la izquierda por sí solos es muy lejana. Su ventaja diferencial es que ellos tienen el plan B de añadir a los nacionalistas, mientras Casado y Rivera solo disponen de una bala: o suman, o a la oposición.
Iglesias
y Sánchez saben que han de evitar que esa mayoría implosione antes de
las elecciones, porque reconstruirla después sería casi imposible
Esa es la tarea que se ha impuesto el líder de Podemos, ya que el futuro Gobierno de coalición es el eje de toda su estrategia actual. Para ello, hay que atravesar un desfiladero lleno de trampas y emboscadas. A saber, por orden de aparición en pantalla:
Primero, Andalucía. Cómo obligar a Susana Díaz a entenderse con Adelante Andalucía y no con Ciudadanos, y cómo encontrar la fórmula para que su forzada convivencia con Teresa Rodríguez no termine prematuramente en una bronca irreversible.
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Después, los Presupuestos. En realidad, no se espera que los nacionalistas los asuman de entrada. De momento, se trata de que en el primer acto no presenten enmiendas a la totalidad y no apoyen las del PP y Ciudadanos. Ello permitiría iniciar la tramitación del proyecto sin prejuzgar la votación final, que se producirá dentro de varios meses (tantos como convenga). Eso parece factible, por ello a Sánchez solo se le reclama por ahora, a modo de prenda o anticipo, 'un gesto' sobre los presos (bastaría una declaración más o menos elíptica o, quizás, una modulación en la postura de la Abogacía del Estado).
Lo que más entorpece el intento presupuestario es la evidente alarma de Puigdemont y su mayordomo Torra ante la posición central que está ocupando Junqueras. Será muy fuerte en ellos la tentación de patear el tablero anunciando el voto negativo de sus diputados a los Presupuestos, lo que haría inane el apoyo de ERC. También por eso Iglesias se ha preocupado de cortejar a Puigdemont y subrayar su condición de interlocutor imprescindible.
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A continuación, vendrá la formación de gobiernos municipales y autonómicos tras las elecciones de mayo. La idea es generalizar territorialmente la alianza PSOE-Podemos, a modo de ensayo general de la coalición nacional.
En esta fase, Iglesias tiene un problema: a sus tres confluencias originales hay que añadir la de Teresa Rodríguez en Andalucía y la que está montando Carmena en Madrid en connivencia con Errejón. En las cinco mayores comunidades de España (65% de la población), los liderazgos electorales de la confederación política que encabeza Iglesias están fuera de la disciplina de Podemos. Todos ellos pretenderán ser interlocutores únicos para negociar sus alcaldías y gobiernos autonómicos. Echenique tendrá un papelón cuando se siente con Ábalos y lo tenga que remitir a otras cinco ventanillas justamente en los territorios más importantes.
La idea es generalizar territorialmente la alianza PSOE-Podemos, a modo de ensayo general de la coalición nacional
Durante el recorrido, comenzará el juicio en el Tribunal Supremo. Y después —previsiblemente tras las elecciones de mayo—, la sentencia. Será el momento más peligroso, el Cabo de Hornos de este trayecto. Los independentistas tendrán que medir su iracundia para que, pareciendo auténtica y furibunda, no desborde groseramente lo tolerable por la ley. Y Sánchez tendrá que volverse temporalmente ciego y sordo ante dichos y hechos que un Gobierno normal no dejaría pasar impunemente. La probabilidad de que algo o alguien se descontrole y todo se vaya al garete será altísima.
Mientras, habrá que digerir que Iglesias siga ejerciendo por las mañanas de ministro sin cartera y por las tardes de saboteador del sistema sobre la figura central del jefe del Estado. También en esto la sordera del presidente del Gobierno debería tener un límite.
Los
independentistas tendrán que medir su iracundia para que no desborde lo
tolerable por la ley. Y Sánchez tendrá que volverse ciego y sordo
Luego están los imponderables que siempre se presentan en una política tan esquizofrénica como la española, con un Gobierno de acreditada impericia en la gestión de crisis —incluidas las que él mismo provoca—.
Como no todo han de ser obstáculos, lo que más ayuda es la oposición. Ahora se comprueba el tiro en la pierna que se dio el PP en su congreso de julio: esta es la hora en la que los únicos problemas serios padecidos por el Gobierno en el Parlamento son los que le crea Ana Pastor desde la Mesa, no Casado desde la tribuna. También viene siendo de gran ayuda la facilidad con la que Rivera abandonó el espacio de la transversalidad y contribuyó a la estrategia de la confrontación bipolar izquierda-derecha, que en España habitualmente favorece a la primera. Por si algo faltara, la providencial aparición en escena de la extrema derecha de Vox actuará como espanta-votos en el campo moderado y revulsivo infalible para el voto reactivo de la izquierda.
Frankenstein les dio el poder y esa misma criatura —o un remedo de ella— se lo tiene que conservar. Pablo Iglesias lo ha comprendido, y le gusta. Sánchez también, y le incomoda. Pero ambos saben que necesitan al monstruo de Mary Shelley, que es sumamente frágil y que deben cuidarlo al menos hasta la investidura que dé paso a la copresidencia. En ello están.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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