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martes, 23 de octubre de 2018
SE HAN CARGADO LA JUSTICIA
La gravedad de lo que acaba de
suceder con el vergonzoso episodio sobre las hipotecas radica en la
descomposición pública de la imagen del Supremo en el momento que más se
le necesita
Foto: iStock.
En el peor momento, se suicida la Justicia.
Atención a lo que está ocurriendo porque esto no va de ricos y pobres,
una historia de banqueros insaciables y de ciudadanos puteados; ojalá
fuera solo eso. En 40 años de democracia, era justo en este momento
cuando se necesitaba un poder judicial fuerte y es ahora, precisamente
ahora, cuando la propia Justicia se vuelve loca y decide tirar al barro
el prestigio que pudiera tener y la autoridad moral que siempre
necesitará para su funcionamiento.
Lo que acaba de ocurrir en España con el vergonzoso episodio del Tribunal Supremo sobre
las hipotecas trasciende el ámbito estricto de la calidad de los bancos
españoles, los abusos que puedan cometer o que hayan cometido, y
cualquier debate sobre las condiciones exigidas en España para la
obtención de una hipoteca. Trasciende, incluso, la propia Sala de lo
Contencioso-Administrativo en la que ha estallado esta penosa y
sonrojante crisis. Todo eso, con ser muy importante, no es lo
fundamental. La gravedad radica en la descomposición pública de la imagen del Tribunal Supremo
en el momento que más se le necesita; que nadie piense que el daño le
va a afectar solo a la sala que se ha visto afectada. Si hemos concluido
que la revuelta catalana ha sido el mayor ataque a la democracia en sus
40 años de vida, lo único que nos faltaba en España es que el Tribunal Supremo invite a los ciudadanos a tomar sus decisiones como las del pito del sereno.
¿Dónde se ha visto que sea la Justicia la que provoque inseguridad jurídica?,
le he reprochado al oído a un magistrado amigo. “Y dónde se ha visto
que la Justicia sea capaz de hundir a un país porque no valora el
alcance que tienen sus decisiones”, me ha replicado él, más cansado y
más quemado que cualquiera de nosotros con el funcionamiento de la
Justicia en España. “Precisamente porque soy magistrado sé muy bien lo
que está ocurriendo desde hace demasiados años, la lamentable realidad
de la Justicia en España. Lo que ha ocurrido en el Tribunal Supremo con
la sentencia de las hipotecas no es más que una consecuencia, el colapso que estaba por llegar,
un síntoma del deterioro que comienza abajo y se extiende hasta lo más
alto. El Tribunal Supremo se ha banalizado, hace tiempo que no es el
destino de los mejores y funciona con poco rigor; su misión fundamental
consiste en sacar adelante el trabajo que los asfixia. Trabajan a
destajo y sin coordinación, olvidando el papel relevante que tienen de
unificar doctrina”.
Si existe un principio sagrado en cualquier
Estado de derecho, es el de la seguridad jurídica, “la suma de certeza y
de legalidad”, como ha dicho en alguna ocasión el Tribunal Constitucional.
Frente a la arbitrariedad de las tiranías, la seguridad jurídica de las
democracias. La estabilidad de la vida económica y social de un país
como España y de todos sus ciudadanos se asienta en la seguridad
jurídica que le garantizan los poderes públicos, esencialmente el poder
judicial. En España, el Tribunal Supremo justifica su existencia en la unificación de doctrinas,
sustento fundamental de la seguridad jurídica. Cuando, como ha ocurrido
en el triste episodio de las hipotecas, una sección de ese tribunal
dicta una sentencia contraria a la jurisprudencia que se venía aplicando
en los últimos 20 o 30 años y, al instante, el presidente de esa sala
deja en suspenso la sentencia porque, por lo visto, nadie había previsto
las consecuencias inmediatas, el caos ya es inevitable. No hay quien lo
pueda remediar.
En un país
mínimamente serio, no se cambia una doctrina jurisprudencial que afecta a
millones de personas sin calcular las consecuencias, sencillamente
porque puede ocurrir que el país se hunda.
Por eso es tan desolador el proceder estrafalario del Tribunal Supremo,
porque nos descubre una realidad aterradora de señores inconsecuentes o
desbordados, descoordinados o peleados entre sí. Y en esas manos
estamos. Es verdad que, en años anteriores, algunos magistrados del
Tribunal Supremo han presentado su renuncia alarmados por la falta de
medios y el colapso de asuntos pendientes de tramitación, pero lo que
nunca se podía imaginar es que todo ello pudiera desembocar en que las
sentencias se dictaran como churros, sin valorar la trascendencia
inmensa de las decisiones que se adoptan.
En
un país mínimamente serio, no se cambia una doctrina jurisprudencial
que afecta a millones de personas sin calcular las consecuencias
Que los bancos se hagan cargo de los costes del impuesto hipotecario,
en vez del cliente, es una decisión que se puede adoptar, que se debe
adoptar aunque luego, como siempre, acabarán repercutiéndolo en los
mismos clientes; aun así, se puede cambiar la norma pero no, desde
luego, de esta forma chusca, grotesca, en la que ni siquiera se sabe
bien a quién ni desde cuándo le va a afectar. Por cierto, ¿dónde está la
ministra de Justicia en todo esto? Después de contribuir ella misma al descrédito de la Audiencia Nacional
cuando se han filtrado sus opiniones personales, ¿no le ha parecido
relevante lo que está sucediendo para dar explicaciones en lo que afecta
al Gobierno?
El daño de imagen que se ha ocasionado el Tribunal
Supremo a sí mismo ya es inevitable, sea cual sea la resolución final de
este embrollo en el pleno convocado para resolverlo. Cuando, en las próximas semanas o meses, comience la vista oral contra los responsables de la revuelta de Cataluña,
el Tribunal Supremo seguirá arrastrando como una losa el descrédito que
se ha ganado con la barbaridad incomprensible e insólita de las
hipotecas. Ahora, a todo eso le sumamos la inestabilidad política
existente, la debilidad del Gobierno de Pedro Sánchez
y la demostrada capacidad de manipulación y propaganda del
independentismo catalán. Cuántas veces nos parece España un país
empeñado en su autodestrucción… Pues esta es una de esas ocasiones,
justo en el año en que se celebra el 40 aniversario de la Constitución.
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