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jueves, 25 de octubre de 2018

ENTRE ASESINOS


Barbarie personalizada en Arabia Saudí, república de clérigos en Teherán, despotismo burocrático en Ankara



Gabriel Albiac


Arabia Saudí, ¿es un Estado criminal? No. Arabia Saudí no es un Estado: es una inmensa isla de petróleo a mayor beneficio de una tribu sin otra pretensión que el propio e ilimitado disfrute de su opulencia. Por eso, los crímenes que los allí omnipotentes frecuentan no son crímenes de Estado; son los arbitrarios crímenes particulares que corresponden a los más depravados amos de este tan depravado mundo en que vivimos.

El poder, en la península arábiga, no tomó nunca la forma de un Estado-nación: basta releer a T. E. Lawrence para ver gestarse, durante la Gran Guerra, el germen de todas las tragedias que incendian permanente esa geografía. En ausencia de nación y de Estado, quienes imponían su potestad sobre el territorio eran tribus extraordinariamente sanguinarias; esas sobre las cuales busca el coronel Lawrence establecer una alianza y tal vez configurar alguna forma de identidad nacional, allá donde el imperio otomano había borrado cualquier criterio diferencial específico. Eran clanes, sin más ley que la de exterminar al enemigo. En el nombre de Alá. Ni siquiera debería, en rigor, hablarse de monarquía feudal para describir eso. Más bien, de un tribalismo teocrático sin otro código que el deseo del jefe. No existe nada equivalente en nuestras sociedades occidentales: en ningún momento histórico.

Recordada esta evidencia, ¿qué es lo que se juega ahora en la sobredosis de crueldad desplegada en torno al secuestro, tortura y descuartizamiento de Jamal Khashoggi?


No una lucha entre déspotas y demócratas, desde luego. Khashoggi no era un simple periodista. Era una de las figuras de proa de los Hermanos Musulmanes en Arabia Saudí: nieto del médico personal del rey, sobrino del mayor traficante de armas contemporáneo, miembro del círculo más íntimo del poder saudí, amigo y apologista de Bin Laden. Las intrigas lo llevaron a una oposición, como lo es la de los Hermanos Musulmanes, tan escasamente tentada por la democracia como los propios Saúd. Huyó y lo cazaron. Como a una bestia. Como hubieran los «hermanos» cazado a los Saúd, si la ocasión se ofreciera. Como fue cazado Gadafi en Libia.

Miremos el mapa. ¿Qué hay en la frontera Este de los saudíes? -Irán. Y una guerra latente por la hegemonía islámica, que representa el más alto riesgo de conflicto nuclear del mundo. Debilitar a un contendiente es fortalecer al otro. ¿Se puede tomar partido?

¿Y cuál es el papel de Turquía en esta historia? Turquía es el único Estado musulmán sólido, el único Estado en sentido propio: heredero de un imperio de más de seis siglos, con apenas un paréntesis de setenta años. Un despotismo bien trabado, que aspira a asumir la única forma legítima de Estado islámico: el Califato, cuya condición es el control de los lugares sagrados. Sólo un obstáculo separa a Erdogan de eso: los Saúd, hoy protectores de Medina y la Meca.

¿Cuál de los tres contendientes es peor? En lo moral, no hay duda: es difícil imaginar peor gente que los amos de Riad. ¿En lo político? En lo político, la monstruosidad de su modelo social es idéntica. Con matices: barbarie personalizada en Arabia Saudí, república de clérigos en Teherán, despotismo fuertemente burocrático en Ankara.

Todo esto sería, desde luego, una irrisoria matanza entre los devotos de una religión anacrónica, si no fuera por el subsuelo de la península arábiga. Que abriga la mayor bolsa petrolífera del planeta. Mientras no se dé con una fuente energética alternativa, la estabilidad mundial penderá de esa demencia.


                                                                                                GABRIEL ALBIAC  Vía ABC

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