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viernes, 12 de octubre de 2018
Iglesias y Sánchez, amigos para siempre (por ahora)
Lo que ayer firmaron Iglesias y
Sánchez viene a hacer las veces, con cuatro meses de retraso, del
acuerdo de legislatura que no existió en el origen de este Gobierno
Pablo Iglesias y Pedro Sánchez bajan por la carrera de San Jerónimo. (EFE)
Lo que ayer firmaron Iglesias y Sánchez es mucho más que un acuerdo sobre los Presupuestos de 2019. Viene a hacer las veces, con cuatro meses de retraso, del acuerdo de legislatura que no existió en el origen de este Gobierno.
Es, sobre todo, un pacto político
que los vincula con independencia de la suerte que corra el proyecto
presupuestario. Si los nacionalistas o el Senado bloquearan la
aprobación de esas cuentas, muchos en el Gobierno sentirían alivio,
porque es tarea diabólica cuadrar la plataforma electoral de Podemos
(que es el contenido dominante de las 50 páginas del documento firmado)
con lo que demandan a la par Bruselas y la racionalidad económica. Pero los Presupuestos son solo el pretexto:
el acuerdo político perdurará con o sin ellos, porque se sustenta en un
lógica más conectada con la estrategia de poder que con cualquier
criterio de política económica.
Este acuerdo formaliza un bloque gubernamental de 155 escaños,
una alianza fundada en que Sánchez satisface la exigencia de cogobierno
que formuló Iglesias y este compromete su apoyo estable para lo que
reste de legislatura. Es lo más parecido a un Gobierno de coalición que puede darse en la circunstancia actual.
Tras
el 'shock' de la aparición de Podemos en 2014, la perplejidad inicial
dio paso a un combate a vida o muerte. Podemos incubó la fantasía no ya
de rebasar al PSOE, sino de enviar a la centenaria sigla al desván de la
historia. Y los socialistas quisieron convencerse de que, pasado el
susto del sorpaso, pronto recuperarían la hegemonía de la que se sienten
propietarios por derecho natural. Era la época en que uno pactaba investiduras con Rivera y el otro escupía cal viva desde el escaño, quién los ha visto y quién los ve.
Sánchez
satisface la exigencia de cogobierno que formuló Iglesias y este
compromete su apoyo estable para lo que reste de legislatura
Ahora estamos en la fase de la aceptación recíproca del nuevo equilibrio. El PSOE de Sánchez
ya sabe que le toca cohabitar en el espacio de la izquierda, y se
conforma con ser 'primus inter pares' siempre que su jefe siga en La
Moncloa (objetivo 2030). Iglesias
ha asumido al fin que el modelo no es Grecia sino Portugal. Ya que no
asaltar el cielo, sí que le pongan en él una amplia y confortable
habitación con vistas.
Una vez que Podemos
ha aceptado el papel de socio privilegiado pero subalterno en la nueva
coalición, necesita maximizar la rentabilidad de la inversión. Ello
implica, aquí y ahora, exhibir una influencia desmesurada en las decisiones del Gobierno.
En este 'remake' celtibérico de 'El ala oeste', Sánchez se mira en el
espejo y ve a un rejuvenecido presidente Bartlet, Iglesias pretende ser
el Aaron Sorkin español y algún reputado asesor famosea interpretando el
personaje de Leo McGarry. Una
vez que Podemos ha aceptado el papel de socio privilegiado pero
subalterno en la coalición, necesita maximizar la rentabilidad de la
inversión
La segunda condición de Iglesias para que esta operación parezca ganadora ante los suyos es convertir a corto plazo la influencia en poder real,
y hacerlo a todos los niveles. La programación es clara: primero,
Gobierno de coalición en Andalucía, le guste o no a Susana. Después,
gobiernos compartidos en todos los ayuntamientos y comunidades autónomas
en que den los números.
Finalmente, el Gobierno de coalición en España
caerá como fruta madura y se habrá cerrado el círculo (si por el camino
consiguen también resucitar el tripartito en Cataluña, miel sobre
hojuelas).
Probablemente, Sánchez comparte el plan. Por eso es
esencial para ambos que las cosas se desarrollen precisamente por ese
orden y que las generales sean la últimas del ciclo.
Sánchez tiene una ventaja decisiva sobre Rajoy:
a él no lo pueden echar con una moción de censura, porque ningún
candidato alternativo agruparía los votos necesarios. Así que, en el
peor de los casos, todo lo que tiene que hacer es mantener el Parlamento congelado
hasta que llegue el momento. El monopolio de fijar el momento es lo
único que no negociará con Iglesias ni con nadie —ni siquiera con su
propio partido—. Todo lo demás está en el mercado.
La convocatoria
electoral no está ligada a los Presupuestos, ni a una ruptura de los
independentistas, ni a la economía ni a que aparezcan 10 escándalos o
haya que dar 100 bandazos más. Nada que ver con el interés del país. Las
elecciones llegarán mañana o dentro de 20 meses, pero ello dependerá únicamente de una contingencia personal.
Pedro lo sabe y Pablo también, este pacto es para ambos una especie de
cinturón de seguridad para pasar mejor las curvas que vienen.
Si el plan completo llegara a consumarse, la consecuencia sería el restablecimiento en la política española de una suerte de bipartidismo complejo.
Se consolidarían dos polos enfrentados y completamente incomunicados
entre sí: la derecha de PP y Ciudadanos y la izquierda del PSOE y
Podemos. En las elecciones solo se decidiría cuál de los dos bloques
suma un voto más que el otro para gobernar (en el caso de la izquierda,
con la muleta de los nacionalistas) y cómo se reparten las fuerzas en el
interior de cada uno.
La bipolaridad extrema y el exterminio de la transversalidad
es el núcleo de la estrategia de conservación del poder diseñada por
Sánchez y (ahora) compartida por Iglesias. Esa vía quizá clarifica la
lucha por el poder, pero condena al país a la frustración de todas las
reformas que requieren consensos amplios, que son todas las importantes.
Con la política de trincheras (a la que tampoco hacen ascos desde el
otro lado), podemos despedirnos durante mucho tiempo de cosas como una
reforma política en serio, una salida concertada a la crisis catalana,
la salvación del sistema de pensiones, el pacto educativo o la
transformación del modelo energético, entre otras de trascendencia
similar. Pero todo eso, ¿a quién le importa?
Como suele suceder con los productos políticos de laboratorio, los mayores obstáculos vienen del factor humano. El primero se presentará en Andalucía,
con dos dirigentes territoriales que se detestan mutuamente y sienten
lo mismo, personal y políticamente, por sus respectivos líderes
nacionales. A Susana Díaz le repele la idea de gobernar con Podemos y a Teresa Rodríguez
la de verse despachando todos los días con su mayor enemiga. Aunque
puede que no les quede otra: seguro que Pedro Sánchez habrá celebrado
más que nadie el arriesgado veto 'ad personam' de Ciudadanos a la
investidura de Díaz.
El segundo obstáculo, y no precisamente menor, es que Pedro y Pablo se profesan una sólida desconfianza,
ambos con razón. Para los de su especie lo definitivo es siempre
provisional y la traición espera a la vuelta de la esquina. Por eso este
pacto los ha hecho amigos para siempre… por ahora.
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