Nos horroriza que de monstruos así dependan hoy los precios del petróleo, esto es, la economía del planeta
Gabriel Albiac
Robert-François Damiens subió al patíbulo de la atiborrada Place de Grève un 2 de marzo, para que fuera cumplida su sentencia: «Tenazas candentes se aplicarán sobre sus pezones, brazos, muslos y piernas, su mano derecha, que cometió el crimen, será quemada con fuego de azufre y, sobre los lugares en que se aplicaron las tenazas al rojo, se verterá plomo fundido, aceite hirviendo, pez, resina ardiente y una mezcla de cera y azufre fundidos; después, su cuerpo será tensado y descuartizado por cuatro caballos y sus miembros consumidos por el fuego, reducidos a cenizas y aventadas éstas». Así se hizo. Aunque los cuatro caballos no bastaron: hubo que añadir dos más para consumar un espectáculo festivo que se prolongó durante horas. Se pagaron cifras muy altas por los mejores balcones desde los cuales contemplar el gran circo supliciatorio de la plaza, porque el dolor ajeno es atractivo. Era el año 1757. Faltaban treintaidós para que el Viejo Régimen se deshiciera como un azucarillo en agua tibia. Nadie hubiera podido imaginarlo en aquel frío 2 de marzo sobre la Place de Grève.
Michel Foucault parte de las actas del suplicio de Robert-François Damiens para dar escena a la mutación en cuyo curso nace el mundo contemporáneo. Quien piense que entre Viejo y Nuevo Régimen media una barrera de carácter moral o humanitario, se equivoca. El Nuevo Régimen inventaría formas de matar descomunalmente más masivas de cuanto el Viejo hubiera estado técnicamente capacitado para poner en funcional despliegue. Y así, en diciembre 1793, el informe del general Westermann sobre la represión de los rebeldes de la Vendée construirá el primer modelo acabado de lo que hoy llamamos un genocidio en su sentido más propio: «No queda ya Vendée. Ha muerto bajo nuestro sable libre. Ya no hay Vendée, ciudadanos republicanos, la he enterrado en los pantanos y los bosques de Savenay, siguiendo las órdenes que me habéis dado. He aplastado a los niños bajo los cascos de los caballos, he masacrado a las mujeres, que, por lo menos, ya no parirán más bandidos. Nadie me puede reprochar haber hecho un prisionero. He exterminado todo».
El balance total de las guerras de la Vendée será de unas 200.000 víctimas. El relato de Westermann al Comité de Salvación Pública tiene, sin embargo, el sonido, a nuestros oídos, de un parte burocrático: por duro que sea, habla nuestra lengua. Y la lectura del suplicio del fallido asesino de Luis XV nos resulta espeluznante: nos viene de un universo narrativo inimaginable, monstruoso, el de la teocracia.
El descuartizamiento de Damiens ha golpeado mi imaginación desde el primer momento en que supimos que un opositor había sido secuestrado, torturado y finalmente descuartizado, en el consulado saudí de Estambul, por sujetos que el New York Times identifica como miembros del séquito del príncipe Mohamed bin Salman.
No hay mediación de ley que pueda imponer criterios de moderación racional, cuando un monarca de derecho plenamente divino se juzga ofendido por un mortal: la distancia entre el representante de Dios y el común mortal es infinita, y toda ofensa deviene así un sacrilegio. Sólo el placer del ofendido cuenta para vengarlo. Porque no hay dolor humano lo bastante intenso para pagar tal ofensa.
Eso nos horroriza. Eso y la constancia fría de que de monstruos así dependan hoy los precios del petróleo, esto es, la economía del planeta. Y que eso tenga un nombre: impunidad. Y que ese Viejo Mundo tenga un cómplice: nuestro Mundo Nuevo.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
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