Esta crisis tiene solución si pasa por un aprendizaje social que convierta a los individuos en adultos y no los infantilice
Foto: iStock.
Cuando era niño, es decir, poco después de finalizada la prehistoria, estaban de moda los chistes de Jaimito, que eran muy malos pero nos hacían gracia. En uno de ellos, el profesor enseñaba la fotografía de un cuadro de Velázquez a Jaimito y le preguntaba: "¿Qué te recuerda esto?" "A Marilyn Monroe", respondía. "¿Y esto?", preguntaba enseñando una iglesia románica. “A Marilyn Monroe también.
Es que últimamente todo me recuerda a Marilyn Monroe”. Algo parecido me
está sucediendo a mí. Después de estar muchos años estudiando la
genealogía de las cosas para escribir 'Biografía de la humanidad', ahora tiendo a ver en cualquier realidad no solo lo que es, sino cómo ha llegado a ser lo que es.
No me importa mantener esa actitud porque me parece que es una forma natural de vivir en la “realidad expandida”. Como saben, la “realidad expandida” es una tecnología digital que hace que una persona reciba simultáneamente información sensorial e información procedentes de bancos de datos informatizados. Si contemplo una obra de arte, me está llegando a la vez información adicional sobre lo que estoy viendo. Como en otras ocasiones, el cerebro humano ha inventado ya ese sistema y lo aplica cuando prolonga la experiencia con la memoria, cuando amplía la realidad de las cosas con el conocimiento de su genealogía.
El pasado viernes clausuré unas interesantes jornadas sobre 'Psiquiatría infantil y de la adolescencia', organizadas por la Fundación Alicia Koplovitz. Hablé de la adolescencia y conté parte de su historia. La adolescencia es un fenómeno muy reciente. No es un fenómeno biológico –eso es la pubertad–, sino cultural. Muestra, una vez más, que somos híbridos de naturaleza e historia, de biología y cultura. Recibimos una doble herencia y, ya que se ha descodificado el genoma biológico, debemos emprender el desciframiento de nuestro genoma cultural. Todas las sociedades a lo largo de la historia han dado gran importancia a los ritos de paso de la infancia a la edad adulta. En general se pasaba de la infancia al mundo del trabajo o al mundo de la guerra. En el siglo XIX, cuando empieza a valorarse la educación, se piensa con razón que es una injusticia introducir a los niños precozmente en la dinámica laboral, porque se les impedía educarse y, con ello, se limitaban sus posibilidades de mejora social. Muy lentamente, se fue diseñando la adolescencia como período vital dedicado fundamentalmente a la educación, en parte por las leyes que regulaban el trabajo infantil y en parte por la creación de la escuela obligatoria.
Al
tratarse de una etapa cultural (y no biológica) sus límites han ido
cambiando. En este momento se ha ampliado desmesuradamente, porque ha
absorbido parte de la infancia (se empieza a hablar de preadolescencia a los 10 años)
y parte de la vida adulta, porque la posadolescencia puede ampliarse
incluso hasta la terminación de los estudios universitarios. En 2001, el
psicólogo Jeffrey Jansen Arnett publicó un libro titulado 'Adolescence and Emerging Adulthood', en el que afirmaba la existencia de una nueva “etapa vital”,
que denominaba “adultez emergente”, un período que duraba desde los 18
hasta mediada la veintena, caracterizado por “la exploración de la
identidad”, “la inestabilidad”, “el centrarse en uno mismo”,
“el sentirse 'in-between” y las “posibilidades”. En otras palabras,
reconoce que la infancia se extiende hasta los veintitantos años en
Estados Unidos. Como dijo en una ocasión el gran sociólogo W. I. Thomas,
“si los humanos definen una situación como real, es real en sus
consecuencias”. Eso es lo que pueden conseguir opiniones como la de
Arnett.
Nos
encontramos ante un problema endiablado: los adultos hemos inventado una
etapa de desarrollo dedicada al aprendizaje y después no sabemos qué
hacer con ella. Con el fin de liberarla de la responsabilidad del
trabajo, hemos acabado liberándola de toda responsabilidad. Psicólogos
y pedagogos han dicho que la libertad se educa con más libertad, y han
olvidado que la libertad hay que construirla mediante el aprendizaje, que implica obediencia. El derecho se muestra desorientado al tratar esta edad, en especial la comprendida entre 16 y 18 años. A los 16 años un adolescente se puede casar con autorización judicial, reconocer a un hijo, y mantener relaciones sexuales consentidas con un adulto, pero no puede beber una cerveza hasta los 18. La jurista María de la Válgoma, en su magnífico libro 'Padres sin derechos, hijos sin deberes' (Ariel) ha estudiado el laberinto jurídico de la infancia y la adolescencia.
Según Robert Epstein, psicólogo norteamericano autor de 'The Case Against adolescence: Rediscovering the Adult in Every Teen' (2007), la crisis de la adolescencia no es un fenómeno inevitable en el desarrollo individual, causado por procesos neurobiológicos, sino el resultado de la infantilización a la que se somete a los adolescentes, principalmente a través del modelado del sistema educativo y la percepción social estandarizada por los medios de comunicación audiovisuales, en la medida que se presupone que son incompetentes, imprudentes e irresponsables en comparación con los adultos, que ha conducido a la creación de una artificial cultura adolescente y, añadiríamos por nuestra parte, a un lucrativo negocio.
Basándose en diversos estudios, Epstein concluye que existe “una correlación positiva entre la medida en la que los adolescentes son infantilizados y la medida en la que muestran signos de psicopatología”. En su opinión, los problemas que arrastra la crisis de la adolescencia tienen solución si la consideramos como un período de aprendizaje social para hacerse adultos, tal como ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad en la práctica totalidad de culturas. Concluye: “Cuando los adolescentes son tratados como adultos, aceptan el reto de inmediato”.
A esto se ha unido la evolución –otra vez la genealogía– de las costumbres. Venimos de una educación autoritaria, que se basaba en el sentido del deber y el respeto a las normas. Ambas son dos pilares fundamentales de la educación, pero olvidaba otros dos: el sentido de los derechos y la valoración de la libertad. La educación posautoritaria se centró en estos y olvidó los primeros. Ambos modelos de educación, especialmente durante la adolescencia, quedaban cojos. Ahora queremos conseguir, por fin, una educación asentada en las cuatro patas –sentido del deber, respeto a las normas justas, conciencia de los derechos y valoración de la libertad– pero no acabamos de saber cómo hacerlo.
Al principio dije que conocer la genealogía de las creaciones culturales nos introduce en una “realidad expandida”, que los sistemas de inteligencia artificial facilitan pero no sustituyen. Ahora añadiré que hay otro modo de “expandir la realidad” que hasta ahora es específicamente humano. No se limita a entender el presente activando su genealogía, sino buscando en el presente sus posibilidades futuras. Este enfoque también nos ilumina acerca de la adolescencia. El pesimista Freud interpretaba el paso de la infancia a la adolescencia como el paso de estar regido por el principio del placer a estarlo por el principio de realidad, que es adulto y adusto. Olvidó que entre ambos está el “principio de posibilidad”, que es el específico de la adolescencia, la edad de los proyectos, de las decisiones sobre el futuro, de la posibilidad. Pero aclararlo excede del espacio de este artículo.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
No me importa mantener esa actitud porque me parece que es una forma natural de vivir en la “realidad expandida”. Como saben, la “realidad expandida” es una tecnología digital que hace que una persona reciba simultáneamente información sensorial e información procedentes de bancos de datos informatizados. Si contemplo una obra de arte, me está llegando a la vez información adicional sobre lo que estoy viendo. Como en otras ocasiones, el cerebro humano ha inventado ya ese sistema y lo aplica cuando prolonga la experiencia con la memoria, cuando amplía la realidad de las cosas con el conocimiento de su genealogía.
Los adultos hemos inventado una etapa de desarrollo dedicada al aprendizaje y después no sabemos qué hacer con ella
El pasado viernes clausuré unas interesantes jornadas sobre 'Psiquiatría infantil y de la adolescencia', organizadas por la Fundación Alicia Koplovitz. Hablé de la adolescencia y conté parte de su historia. La adolescencia es un fenómeno muy reciente. No es un fenómeno biológico –eso es la pubertad–, sino cultural. Muestra, una vez más, que somos híbridos de naturaleza e historia, de biología y cultura. Recibimos una doble herencia y, ya que se ha descodificado el genoma biológico, debemos emprender el desciframiento de nuestro genoma cultural. Todas las sociedades a lo largo de la historia han dado gran importancia a los ritos de paso de la infancia a la edad adulta. En general se pasaba de la infancia al mundo del trabajo o al mundo de la guerra. En el siglo XIX, cuando empieza a valorarse la educación, se piensa con razón que es una injusticia introducir a los niños precozmente en la dinámica laboral, porque se les impedía educarse y, con ello, se limitaban sus posibilidades de mejora social. Muy lentamente, se fue diseñando la adolescencia como período vital dedicado fundamentalmente a la educación, en parte por las leyes que regulaban el trabajo infantil y en parte por la creación de la escuela obligatoria.
La crisis de la
adolescencia no es un fenómeno del desarrollo, sino el resultado de la
infantilización a la que se somete a los adolescentes
Según Robert Epstein, psicólogo norteamericano autor de 'The Case Against adolescence: Rediscovering the Adult in Every Teen' (2007), la crisis de la adolescencia no es un fenómeno inevitable en el desarrollo individual, causado por procesos neurobiológicos, sino el resultado de la infantilización a la que se somete a los adolescentes, principalmente a través del modelado del sistema educativo y la percepción social estandarizada por los medios de comunicación audiovisuales, en la medida que se presupone que son incompetentes, imprudentes e irresponsables en comparación con los adultos, que ha conducido a la creación de una artificial cultura adolescente y, añadiríamos por nuestra parte, a un lucrativo negocio.
“Si perdemos el tren del aprendizaje, seremos el bar de copas de Europa”
Basándose en diversos estudios, Epstein concluye que existe “una correlación positiva entre la medida en la que los adolescentes son infantilizados y la medida en la que muestran signos de psicopatología”. En su opinión, los problemas que arrastra la crisis de la adolescencia tienen solución si la consideramos como un período de aprendizaje social para hacerse adultos, tal como ha sucedido a lo largo de la historia de la humanidad en la práctica totalidad de culturas. Concluye: “Cuando los adolescentes son tratados como adultos, aceptan el reto de inmediato”.
¿De verdad hay que estudiar filosofía?
A esto se ha unido la evolución –otra vez la genealogía– de las costumbres. Venimos de una educación autoritaria, que se basaba en el sentido del deber y el respeto a las normas. Ambas son dos pilares fundamentales de la educación, pero olvidaba otros dos: el sentido de los derechos y la valoración de la libertad. La educación posautoritaria se centró en estos y olvidó los primeros. Ambos modelos de educación, especialmente durante la adolescencia, quedaban cojos. Ahora queremos conseguir, por fin, una educación asentada en las cuatro patas –sentido del deber, respeto a las normas justas, conciencia de los derechos y valoración de la libertad– pero no acabamos de saber cómo hacerlo.
Al principio dije que conocer la genealogía de las creaciones culturales nos introduce en una “realidad expandida”, que los sistemas de inteligencia artificial facilitan pero no sustituyen. Ahora añadiré que hay otro modo de “expandir la realidad” que hasta ahora es específicamente humano. No se limita a entender el presente activando su genealogía, sino buscando en el presente sus posibilidades futuras. Este enfoque también nos ilumina acerca de la adolescencia. El pesimista Freud interpretaba el paso de la infancia a la adolescencia como el paso de estar regido por el principio del placer a estarlo por el principio de realidad, que es adulto y adusto. Olvidó que entre ambos está el “principio de posibilidad”, que es el específico de la adolescencia, la edad de los proyectos, de las decisiones sobre el futuro, de la posibilidad. Pero aclararlo excede del espacio de este artículo.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
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