¿Es Trump un estafador? ¿Se cumplirán sus órdenes ejecutivas? El tiempo lo dirá, pero lo que es cierto es que darle la vuelta a la globalización se le escapa hoy al presidente de EEUU
Discurso de Charles Lindberg en un mitin de America First Comittee. (Wikipedia)
En ‘La conjura contra América’, Philip Roth plantea una ucronía terrible. El aviador Charles Lindbergh, héroe de EEUU tras ser el primero en cruzar en solitario el Atlántico en aeroplano, gana las elecciones presidenciales de 1940 a Franklin D. Roosevelt, quien rompiendo la tradición norteamericana (hasta 1947 no se prohibiría de forma taxativa) se ve obligado a presentarse a un tercer mandato tras comenzar la guerra en Europa. Lindbergh, el hombre más popular y carismático de su tiempo, era un conocido racista con tentaciones filonazis que ejercía de portavoz del America First Committee, una organización con cientos de miles de afiliados nacida en la Universidad de Yale.
Lo que planteaba el comité, como su propio nombre indica, es que "América" (EEUU) era lo primero, y, en consecuencia, proponía una política aislacionista.En ese momento, como se sabe, Hitler aplastaba la Europa continental y el Reino Unido era bombardeado con saña por la ‘luftwaffe’, la fuerza aérea alemana. Algo que explica el célebre discurso de Churchill del 13 de mayo de 1940 —sólo puedo prometer sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor— reclamando que el mundo se movilizara contra el terror nazi.
Lindbergh finalmente no fue candidato a la presidencia, y en su lugar el Partido Republicano presentó a Wendell Willkie, un oscuro empresario sin trayectoria política que cayó derrotado de forma estrepitosa (449 votos electorales contra 82). En la novela de Roth se trabaja con la hipótesis de que Lindbergh, con un aire muy parecido al que años después puso de moda John F. Kennedy, ganara las elecciones y su país se hubiera convertido en una isla en el mundo. Una especie de nueva lectura de la célebre doctrina Monroe: ‘América para los americanos’.
Roth imagina que el presidente Lindbergh —arropado por el expresidente Hoover y el abogado Josep Kennedy, padre del expresidente asesinado— cumple lo prometido y decide mantener a su país fuera de la guerra. Hasta el punto de que firma un pacto de no agresión con la Alemania nazi y con Japón, lo que significa que no hubiera habido Pearl Harbor. En paralelo, EEUU inicia un programa de exaltación nacional que le lleva a aprobar programas de integración de las minorías étnicas, en particular los judíos, como lo es el propio Roth. Los que no se integraran en esos programas serían expulsados del país.
Hasta aquí la ficción. La realidad (¿todavía?) no es tan cruda, pero parecen evidentes algunas similitudes. Lo sucedido este sábado en el JFK es buena prueba de ello.
Trump y su pequeña oligarquía financiera pretenden enterrar el capitalismo transnacional que ha conocido el mundo desde que en 1944 se crearon las instituciones de Bretton Woods. Pero si entonces se impuso Keynes sobre Hayek en un debate intelectual verdaderamente épico y colosal, casi homérico, ahora las medidas del presidente estadounidense están carentes de lógica económica: keynesianismo (política de inversión en infraestructuras) compatible con acracia libertaria en materia impositiva. Un mix de política económica que es una auténtica bomba de relojería.
Si entonces se impuso Keynes sobre Hayek en un debate intelectual épico y colosal, ahora las medidas de Trump carecen de lógica económica
Probablemente, porque el tuit se ha impuesto al cerebro, y eso explica que la política se haya convertido en un festival de ocurrencias. De hecho, lo que hace peligrosa a la Administración Trump no es solo lo que promete, sino la ausencia de lógica en la toma de decisiones, lo que la hace impredecible. En esto, es verdad, coincide con los populismos. Los de derechas y los de izquierdas.
Es paradójico, sin embargo, que si EEUU se repliega (al menos temporalmente) los dos países más afectados serán Alemania y Japón, como ha recordado Joschka Fischer, toda vez que ambas naciones —auténticos colosos del comercio mundial— han sido los más beneficiados por el despliegue militar estadounidense en el planeta. Algo que les ha garantizado a buen precio tanto seguridad militar como un gigantesco ahorro presupuestario muy útil para impulsar sus ventas en el exterior.
Es también probable, como recordaba esta semana el ‘Post’, que estemos ante un enorme fanfarrón, ante un político de hojarasca, que oculta que las órdenes ejecutivas que ha firmado de forma ostentosa son papel mojado si no las valida el Congreso. Y parece poco creíble que el coste del muro con México vaya a ser adelantado por el presupuesto norteamericano antes de que pudiera pagar el vecino del sur (tan lejos de Dios y tan cerca de EEUU, como sostenía Porfirio Díaz). Ni siquiera podrá cobrar imponiendo aranceles o cargas fiscales a las remesas de los inmigrantes.
En cuanto a su batalla contra el comercio mundial, sus efectos serán, igualmente, limitados. En contra de la retórica de Trump, la ventaja competitiva de México respecto de EEUU no tiene que ver solo con los salarios. Como ha puesto de relieve un reciente informe de BBVA Research (con fuertes intereses al sur y al norte del Río Bravo), el crecimiento de las exportaciones automotrices de México —el séptimo productor mundial de vehículos— se debe en gran parte a los acuerdos comerciales suscritos con el resto del mundo.
México tiene firmados 12 tratados de libre comercio que incluyen a 46 países que representan más del 60% del PIB mundial, más nueve acuerdos comerciales que sumarían a otros seis países. En cambio, EEUU tiene acuerdos comerciales que incluyen a 20 países y que representan solo el 14% del PIB mundial. A través de esos tratados, México tiene acceso libre de aranceles al 47% del mercado mundial de vehículos nuevos, en tanto los fabricantes de Estados Unidos tienen únicamente acceso al 9% del mercado mundial.Industrialización y salarios altos
Y pensar que la demanda interna estadounidense —que hace tiempo que abandonó la política de salarios altos que un día hizo atractivas a ciudades como Pittsburgh y Detroit— va a ser capaz de absorber la producción de las fábricas estadounidenses de coches no es más que un disparate económicodigno de un charlatán, aunque sea presidente de EEUU. Máxime cuando la productividad de la economía norteamericana (como la del resto de países avanzados) se mueve en niveles históricamente bajos. El célebre estancamiento secular por los escasos avances en productividad.
Parece evidente, sin embargo, que lo que busca Trump es aislar a la Europa continental y primar las relaciones bilaterales con el Reino Unido, su viejo aliado. Sin duda, porque es consciente de que el Reino Unido, tras el Brexit, necesita un nuevo socio comercial estratégico y May negociará desde una posición débil. Sin embargo, el punto de partida no puede ser peor. Las exportaciones de bienes del Reino Unido a EEUU representan apenas la cuarta parte de lo que venden los británicos a la Unión Europea, mientras que las importaciones procedentes de EEUU solo suponen la sexta parte respecto a la UE. Es decir, Londres necesitaría reinventar su tejido exportador en pocos años, lo que dure Trump, lo que no parece fácil.
Desde la perspectiva de EEUU las cosas no son mucho mejores para los intereses de Trump. Reino Unido es un socio irrelevante.
Solo el 4,9% de las exportaciones norteamericanas van al Reino Unido, cuatro veces menos que a la vieja Europa continental. Y ya se sabe que el comercio mundial —al menos entre iguales— se mueve bajo el principio de la reciprocidad: ¿Qué será de las multinacionales tecnológicas americanas en Europa si Trump impone aranceles?
Eso quiere decir que la alianza anglosajona tendría efectos muy limitados sobre el comercio mundial, ahora defendido por la China comunista (paradojas de la historia). Otra cosa sería que el mundo se volviera loco y empezara a levantar barreras comerciales o crear bloques regionales, lo que no parece creíble. La globalización ha avanzado tanto que hoy dar marcha atrás de forma radical sería la ruina para todos. Incluido EEUU.
Distinto es que el mundo tiene todavía pendiente un debate sobre las consecuencias de la globalización en las economías avanzadas que tienen que sufragar los altos costes del Estado de bienestar. Y hay que agradecerle a Trump que haya situado el comercio mundial en el centro de las discusiones. Detrás de la demagogia hay mucha competencia desleal. Pero una cosa es comercio justo y otra la avaricia de las oligarquías que rodean al presidente de EEUU. Y que actúan, por supuesto, en nombre del pueblo. O de la gente, como se prefiera. A lo mejor es tiempo de volver a reivindicar la expresión ciudadanos.
CARLOS SÁNCHEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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