La crisis que vivimos es tan similar a la que tuvo Occidente en el primer tercio del siglo XX que asusta. No cabe duda a estas alturas de que algo está cambiando. De hecho, muchos analistas, como no saben explicarlo se contentan con insultar a los votantes o la gente.
La decadencia de Occidente está definida por tres evidencias: el descrédito del paradigma político que sustenta los regímenes democráticos actuales, el cuestionamiento del sistema de creencias, y la mediocridad de las manifestaciones culturales. El diagnóstico es parecido al que describió Oswald Spengler en su conocida obra, publicada entre 1918 y 1923, aunque la solución organicista y racial que propuso el filósofo es repudiable. El resultado de aquella decadencia fue una espiral de violencia.
Las democracias viven hoy una fase de descrédito no conocida desde las décadas de 1920 y 1930. No es solo que la palabra “democrático” se bastardea, sino que fallan sus dos pilares fundamentales: el consentimiento y la legitimidad. Los ciudadanos no se sienten representados por la brecha que se ha abierto entre ellos y la clase política –ahora sí nos vale este concepto de Gaetano Mosca-. La soberanía se delega en representantes de partidos que han tomado las riendas políticas, económicas, sociales y culturales del país. Son Estados de Partidos; sí, como ya vislumbraron Carl Schmitt y Trieper también en la Europa de entreguerras. Ahí una indudable respuesta a esta dominación.
El sistema político y de creencias de principios del XX se asentaba en la hegemonía cultural del liberalismo. La rebelión de las masas contra ese paradigma liberal, con aquel nihilismo que lo invadió todo, la canalizaron los populismos, tanto el fascista como el comunista. Ambos quisieron reconstruir la comunidad, ya fuera nacional o proletaria, sobre principios nuevos. Eran reaccionarios aunque se revistieran de progresistas porque su intención era sacrificar la libertad de todos para aumentar el confort de una parte.
La acción de los políticos, su sistema partitocrático y la legalidad del establishment de aquella época no les confería legitimidad. Los populistas tenían otro concepto de legitimidad; el de la voluntad de la nación o del proletariado para cumplir su proyecto político. No importaban los resultados electorales, ni siquiera el imperio de la ley, sino avanzar en la destrucción de lo existente y conducir al “pueblo elegido” hacia el paraíso.
El liberalismo era señalado como el culpable -actitud que aún perdura–, y servía para crear monstruos políticos a los que responsabilizar de los problemas y contra quien combatir. Lo burgués, el deseo de progresar y enriquecerse individualmente, la iniciativa propia sin comulgar con el “bien común”, levantar la bandera de los derechos individuales y pedir el retroceso del Estado, eran despreciables. Incluso el término “burgués” cambió, y “aburguesarse” adquirió una connotación peyorativa, de enemigo del pueblo.
Hoy, en esa decadencia, estamos en la reacción ante la dictadura de lo políticamente correcto, ese catálogo de tabúes y correcciones ridículas que llaman continuamente a la censura y que limitan la libertad de expresión. El problema se agrava cuando esa dictadura del lenguaje en la educación y en los medios se acompaña de políticas públicas: la reducción efectiva de las libertades, de la individualidad, es mucho mayor.
¿Para qué hablar de la mediocridad de las artes? Todo aquello que toca el Estado acaba siendo encarrilado para no molestar al político que subvenciona o que da la concesión administrativa. Incluso la protesta callejera está encabezada por artistas o cantantes de carrera declinante que buscan hacer negocio o relanzarse, como hemos visto en la Women's March contra Trump, o con los “actores de la ceja” en España.
La violencia se está instalando poco a poco, al igual que en la Europa de entreguerras, aunque de otra forma. Utilizando el lenguaje izquierdista, se trata de una violencia estructural, adaptada a la sociedad del espectáculo y a la eficacia de la estrategia de los movimientos sociales. La toma de las calles y de los “espacios públicos”, las performances, los linchamientos en las redes y en las televisiones, las persecuciones personalizadas con escraches, la demonización del adversario, la adopción de un lenguaje belicista, de odio calculado, el silenciamiento de los que piensan diferente, la vuelta a la simbología y a la fraseología comunitaristas, el encumbramiento de los “activistas”, o la comprensión del terrorismo, son algunas de sus manifestaciones.
Wright Mills, sociólogo norteamericano, afirmaba en “La élite del poder” (1965) que su país estaba gobernado por una red de jerarquías que controlaba la política, las universidades y los medios de comunicación. La consecuencia, decía, era que el voto cambiaba pocas cosas. Mills creía que los intelectuales habían sustituido a la clase obrera como agente de cambio –algo en lo que coincidía Herbert Marcuse, gurú de la New Left–. Aquella generación tomó el poder, creó su paradigma, se llamó progresista, y lo impuso como pensamiento único.
Esto tiene su plasmación en la vida política. El día de la investidura de Rajoy las izquierdas prepararon un asalto al Congreso. No es la primera vez en la Historia, ni será la última. No fracasaron porque consiguieron su objetivo: inocular en el imaginario que la legitimidad popular contradecía la legalidad, y que había otro camino para cumplir el sueño, el de las demostraciones callejeras de fuerza.
El progresismo internacional de estos adalides del nuevo paradigma lo ha vuelto a hacer; esta vez en Estados Unidos. El día de toma de posesión de Trump desató esa violencia posmoderna de medios y redes, que provocó y organizó (y quizá, financió) el desfile hippie de protesta, como señaló aquí Paul Craig Roberts. Era un toque de atención a todo aquel que, en ejercicio de su libertad y dentro de la legalidad, ose cuestionar su dominio absoluto y exclusivo, su negocio.
JORGE VILCHES Vía VOZ PÓPULI
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