El Silencio la nueva película de Scorsese, es importante porque al menos sitúa el tema de la fe y de Dios en el escenario de la gran producción cinematográfica, y esto, dado el desierto cultural del cine, sobre todo el que manda, el de Hollywood, solo puede ser calificado de positivo. No solo eso, también debería ser una oportunidad para un debate inteligente, porque la gente que reúne en las salas este reconocido director americano, es de índole muy distinta.
Dejo al margen la predisposición a favor o en contra del tipo de narrativa del director, que a muchos les parece excepcional, y a otros, entre los que me cuento, les resulta excesiva. Sobre gustos no hay disputa.
Como todo film que plantea temas de entidad sin simplificarlos, existen diversas lecturas y reflexiones. Quiero puntear algunas.
Una, muy evidente, es que la narración y la mirada del espectador que no marque un punto, solo un punto de distancia, hacia allí donde nos dirige Scorsese, es absolutamente eurocéntrica. El problema de la fe, de cómo ejercerla, de la espera y de la respuesta de Dios, tiene como protagonistas a los tres jesuitas portugueses. Uno muere por su fe intentando defender a los perseguidos, otro ha apostatado, y el tercero también lo hace, pero solo externamente, o al menos esto parece querer señalarnos el director. Pero creo que este no es el eje, el fundamento de la historia real.
No se trata del enfoque de unas individualidades, un pensamiento propio, por otra parte, de una cultura liberal, sino que el grueso radica en el testimonio del pueblo japonés cristiano. Un colectivo que, a pesar de la persecución brutal, de la pobreza y marginación, de la falta de asistencia espiritual y de la liquidación de todo vestigio de culto y de sacramentos, se mantiene fiel en la fe. Esa es la historia de una perseverancia, que se mantiene tanto, que de aquel exterminio torturador y aterrador, se mantiene el hilo conductor, hasta la Iglesia japonesa de hoy en día.
La fe del pueblo de Dios japonés, y la sistemática y bien estudiada persecución de exterminio, nos muestra otra característica decisiva: el poder de conversión de la fe cristiana. Si hubiera resultado un elemento extraño a los japoneses, habría quedado como un tema para extranjeros o para minorías sin problemas, porque, en definitiva, tampoco el budismo es la religión originaria del Japón, sino el fruto de una misión precedente en siglos a la cristiana. Pero lo que el poder del estado japonés quiere cortar como sea es debido a tres características cristianas. Una, la capacidad de convertir a las gentes, dos su penetración en las capas más injustamente tratadas por la jerarquizada sociedad japonesa, y también por el alcance entre algunos de sus intelectuales; y tres, porque, aunque no quiera, cuando el cristianismo no está domesticado, es decir, no come de la mano del Patrón, es siempre mal visto por el estado.
La situación y actitud de los cristianos japoneses no es tan distinta -quizás peor- que la de sus antecesores en el Imperio romano. La cuestión no era en último término religiosa, sino política. El cristiano era un buen ciudadano, respetaba al emperador, pero no estaba dispuesto a rendirle culto. En el caso japonés también era visto como una prolongación de la presencia occidental, pero en esto volvemos al inicio: si el cristianismo hubiera resultado anecdótico en su capacidad de conversión, al poder politico le hubiera preocupado poco su presencia.
¿Y de dónde surge esta fuerza evangelizadora? Pues del punto fundamental, de la Buena Nueva de Jesucristo, que no es otro que el anuncio de la vida eterna en la plenitud con Dios y el fin de todas las fatigas y sufrimientos humanos. El Cielo. El Paraíso. Ese es el motor de los sufrientes discípulos japoneses. Es decir, la esperanza en la providencia y la fe en Jesucristo. Pero la dinámica de los enviados Jesuitas muestra que la fe sin la luz de la esperanza, puede ensombrecerse; y esta es una de las características visuales de la película, un cierto tenebrismo claustrofóbico en muchas de las escenas.
Siempre habrá quienes aprovecharán la ocasión para referirse al silencio de Dios, posiblemente una de las preocupaciones interiores del director. Es un tema siempre presente, pero sobre todo porque se espera que Dios, inefable, o bien hable como nosotros, lo que carece de sentido (ya lo hizo como Jesucristo), o bien se manifieste continuamente ante la injusticia humana, es decir, esté siempre presente modificando el curso de acontecimiento humano. Pero esto es el mundo, no es el Cielo, y es absurdo esperar que el resultado sea el mismo. A pesar de los pesares, y esto cuesta muchísimo de aceptar y todavía más de vivir con ello -de ahí la fe y la esperanza- esto aquí está lleno de horror y dolor a causa de nuestra propia naturaleza humana, algo que la Iglesia se ha cansado de explicar, de la misma manera que explica, cual es nuestra felicidad final, si así la buscamos.
El Silencio no es de Dios, sino una escucha equivocada del hombre. En el caso del film de Scorsese, basta escuchar el testimonio de los cristianos japoneses.
JOSEP MIRÓ i ARDÈVOL Vía FORUM LIBERTAS
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