Durante la eterna campaña electoral en Estados Unidos emergió en ciertos sectores de la derecha conservadora una disciplina de análisis político que podríamos bautizar como trumpología. Sus practicantes eran a menudo políticos e intelectuales republicanos que habían decidido apoyar la candidatura de Donald Trump, amén de una nutrida cohorte de centristas que insistían en esa vieja tradición de pensamiento presuntamente serio que insiste que ambos partidos americanos son igual de culpables de todo lo malo del país. El objeto de estudio, por decirlo de algún modo, era las motivaciones, pensamiento político y convicciones del candidato Trump, bajo la hipótesis de que casi todo lo que decía durante la campaña eran astracanadas para llamar la atención, y que toda su campaña era un brillante ejercicio de teatro político.
Trump según los trumpólogos
Los trumpólogos se dividían en tres campos distintos. El primero, al que podemos llamar los criptoanalistas, eran de la opinión que Trump era un candidato republicano clásico camuflado de populista. En el momento en que llegara a la presidencia, el hombre de negocios emergería de su caparazón Lerrouxista-Putinista y gobernaría como un conservador ortodoxo de bajar impuestos, eliminar regulaciones y comprar muchos submarinos nucleares para el Pentágono. El segundo grupo, los populistas, creían que Trump en el fondo es un moderado renovador que está a la izquierda del partido republicano en muchos aspectos. Una vez en el poder, adoptaría un tono pragmático, porte y señorío, y gobernaría como alguien que es capaz de combinar ataques a la élite con políticas pro-mercado y libre empresa.
El tercer grupo, los literalistas, fue durante mucho tiempo el más reducido en número. Esta escuela de pensamiento defendía que Donald Trump era exactamente lo que parecía ser, y que su comportamiento durante la campaña electoral iba a continuar sin cambios si acababa por ganar las elecciones. Trump era realmente un tipo vagamente misógino y ocasionalmente racista. Trump no estaba fingiendo ignorancia sobre temas básicos de políticas públicas para decir cosas que eran populares, sino que francamente no tenía ni idea sobre lo que estaba diciendo. Trump era realmente un tipo irritable, vengativo y con un temperamento infantil obsesionado con su propia imagen que se cree todo lo que lee en internet. Trump de verdad tiene las opiniones que decía tener, y estaba tan fascinado con Vladimir Putin como parecía.
Esta semana Donald Trump jurará el cargo de presidente de Estados Unidos. Aunque deberemos esperar los proverbiales 100 días antes de dar el primer veredicto sobre su gestión, sus palabras, decisiones y nombramientos durante el periodo de transición desde las elecciones nos ha dado bastante información sobre cuál de estas escuelas trumpológicas tenía razón.
Entre la moderación, el populismo y... la ignorancia
Para empezar, es cierto que Trump es menos conservador en bastantes aspectos que el resto del partido republicano. En cuestiones como matrimonio homosexual, respeto y devoción al Pentágono y deferencia a los titanes de la industria americana Trump oscila entre la moderación y el populismo, y casi seguro llevará de cabeza a los republicanos en el Congreso en muchos temas. También es cierto que Trump es a menudo un republicano ortodoxo en muchas materias, y comparte la devoción del partido por recortar impuestos a los ricos o reventar cualquier atisbo de regulación empresarial. En cosas donde no tiene opiniones formadas (que son muchas), el nuevo presidente no tiene el más mínimo reparo en ceder la agenda al GOP y dejar que hagan lo que quieran.
En los temas que le apasionan, sin embargo, y en aquellas cosas que consiguen ocupar su atención, Donald Trump parece ser desgraciadamente exactamente la persona que fue durante toda la campaña. Sus nombramientos en el gobierno han sido una extraña combinación entre extremismo casual, amigotes con toneladas de dinero y republicanos de toda la vida aparcados en departamentos que le aburren. Sus intentos de diplomacia han oscilado entre las pataletas infantiles, ejercicios de cuñadismo militante, una visión simplista del mundo como un juego de suma cero y una desconcertante afición a compartir posturas políticas e ideológicas con Vladmir Putin. Su visión sobre comercio internacional y política económica mezcla un voluntarismo infantil con una arrogancia desmesurada contra los expertos. En los temas donde ahora ya como gobernante debe ser capaz de dar respuestas concretas sobre qué políticas va a proponer, Trump sigue hablando como si no tuviera remota idea de lo que habla, probablemente porque realmente no sabe nada del tema.
Hablemos, por ejemplo, sobre comercio internacional y sanidad. Trump lleva insistiendo desde hace meses que China está devaluando su moneda para favorecer sus exportaciones, manipulando el mercado de divisas. No importa cuántas veces le digan que el país asiático lleva años haciendo exactamente lo contrario, manteniendo su moneda artificialmente alta siguiendo la apreciación del dólar. También ha amenazado con levantar aranceles a básicamente todo socio comercial de Estados Unidos que ha sabido mencionar (Japón, México, China, Alemania…), sin prestar atención a las consecuencias que una maniobra así tendría para las empresas americanas.
Es en sanidad, sin embargo, donde la retórica de Trump ha sido más incoherente. Durante la campaña el entonces candidato prometió, una y otra vez, que substituiría la Affordable Care Act (ACA, la reforma de la sanidad de Obama) con una ley nueva que costaría menos dinero público, daría cobertura sanitaria a todo el mundo y reduciría el elevado coste de los seguros privados en Estados Unidos, eliminando todos los elementos impopulares de la ley actual (obligación de comprar seguro, redes de proveedores limitadas, franquicias altas). Trump nunca dio demasiados detalles sobre cómo podría obrar este milagro; en su página en internet sólo daba una breve explicación de un plan que ni de lejos cumplía con nada de lo prometido.
La semana pasada los republicanos en el Congreso iniciaron el proceso para derogar la ACA, sin tener un plan concreto para substituirla. En una entrevista este fin de semana, ante una reforma que puede retirar la cobertura sanitaria a más de 20 millones de personas, Trump siguió diciendo exactamente las mismas vaguedades, prometiendo la misma combinación imposible de medidas y resultados con coste cero imposibles de conseguir. Su partido, mientras tanto, tiene objetivos totalmente distintos a los del nuevo presidente, y desde luego no tiene el más remoto interés en darle seguro médico a nadie.
El verdadero poder del Presidente
Los polítólogos, en sus investigaciones sobre líderes, compromisos electorales y programas de gobierno han llegado a la conclusión que en contra de lo que dice el tópico los políticos casi siempre hacen lo que habían prometido. Hay una cantidadtremenda de literatura al respecto, cubriendo una amplia variedad de países, que deja bastante claro que el mejor predictor del comportamiento de un presidente es lo que dijo que iba a hacer durante la campaña. Todo apunta que la presidencia de Donald J. Trump hará realidad casi todos los temores de los literalistas.
A efectos prácticos esto quiere decir dos cosas. Por fortuna, el presidente de los Estados Unidos tiene mucho menos poder real de lo que muchos creen. Toda la agenda del ejecutivo tiene que ser aprobada por un Congreso tremendamente celoso de sus prerrogativas, lleno de legisladores asustadizos que no dependen de nadie más que de ellos mismos para conservar el escaño. El proceso de aprobar una ley es tremendamente complicado incluso para un partido con mayorías holgadas, un plan coherente y un presidente que sabe lo que hace. Dado que una parte considerable de la agenda de Trump es impopular, contradice las posiciones tradicionales del partido o exige quitar servicios públicos a millones de personas es posible que muchos de sus planes se topen con bloqueos, dudas y obstáculos en el congreso que hagan que se queden en nada. La agenda doméstica del nuevo presidente es ambiciosa, pero como descubrió Obama el 2008 (alguien que había ganado el voto popular y con su partido con una mayoría mucho más amplia en el senado) el ancho de banda del congreso de los Estados Unidos es mucho más limitado de lo que parece.
Por desgracia, hay una cantidad considerable de temas donde el presidente sí que tiene mucho poder y una autonomía considerable. Tenemos, por un lado, todo lo relacionado con nombramientos a agencias reguladoras e implementación de leyes. Muchas regulaciones medioambientales de la era Obama serán eliminadas, a buen seguro. De forma más preocupante, el presidente tiene un peso enorme en política exterior, casi el único poder presidencial escrito en la constitución de forma explícita. Su autoridad se extiende desde tratados y comercio hasta alianzas, ayuda al desarrollo y uso de la fuerza. Es aquí, sin duda, donde los literalistas creen que Trump puede hacer más daño: el andamiaje de alianzas, instituciones, seguridad y cooperación internacionales de postguerra que tanto ha costado construir y mantener está en peligro.
A finales del siglo XVIII, cuando los redactores de la constitución definieron la presidencia, crearon un ejecutivo torpe en política interior pero ágil en el exterior. La prioridad era mantener la joven república libre de monarcas limitando el poder de su presidente dentro del país, pero dándole fuerza para resistir un mundo hostil fuera. En los próximos años me temo que veremos este brillante diseño constitucional en acción: la presidencia de Trump probablemente hará menos daño de lo que muchos temen dentro de Estados Unidos, y será especialmente peligrosa para los de fuera.
Madison, Jefferson y Hamilton nunca pensaron que algún día su constitución debería proteger al mundo de Estados Unidos, desgraciadamente. Los próximos cuatro años van a ser interesantes.
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