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viernes, 6 de enero de 2017

EL TEATRILLO POLÍTICO ESPAÑOL

Una vez más, el estrambótico teatrillo nacional, aparenta una solidez absolutamente discordante con el temporal cósmico que azota a la mayoría de las naciones.

Que solo gobiernen unos pocos además de ser una ley casi física de la política, es, en las democracias, una consecuencia inmediata de lo que Benjamín Constant llamó la “libertad de los modernos”, la apuesta inicial por un régimen en el que se instaure la paz civil, se garanticen las libertades individuales, y se proteja la privacidad ciudadana. La verdadera cuestión política reside, por tanto, no en un imposible y quimérico “gobierno popular”, sino en la manera en la que los pocos elegidos se someten a la vigilancia y el control de sus electores, en último término a la ley. 

El crecimiento de los Estados 

La evolución histórica ha hecho muy difícil el mantenimiento del equilibrio liberal constantiano, porque los Estados han tendido a legitimarse en nombre de los muchos frente a las ventajas económicas obtenidas por los pocos, y de ahí el constante crecimiento de los aparatos estatales, hasta el punto de que el nuestro, se ha multiplicado casi por cinco desde los comienzos del actual régimen constitucional. Los supuestos beneficios para el común de un crecimiento de esa magnitud tienden a neutralizarse funcionalmente por la tendencia de esos aparatos públicos a suplantar a la sociedad a la que supuestamente sirven, y de ahí surgen dos fenómenos de enorme importancia: en primer lugar, la inoperancia de los legislativos y su sumisión a los ejecutivos, especialmente intensa cuando la cultura política imperante no favorece lo contrario, y la conversión de los partidos supuestamente representativos en una secta bien organizada que se protege de cualquier crítica arguyendo la bondad de sus intenciones y ocultando la naturaleza real de sus procedimientos.
Bajo el mantra de la gobernabilidad, los ciudadanos llegan a olvidarse por completo de su capacidad de decidir las cuestiones que les afectan
Si eso se puede llegar a hacer, como ocurre en España, bajo el mantra de la gobernabilidad, los ciudadanos llegan a olvidarse por completo de su capacidad de decidir las cuestiones que les afectan, y la oscura y honda irritación que produce ese enajenamiento, cuyas razones no siempre llegan a comprender las mayorías, puede acabar con el precario fundamento de todo el tinglado, como ha ocurrido, por supuesto de manera parcial, en Inglaterra y en los Estados Unidos.

La suplantación de la voluntad política

En las fases avanzadas de este tipo de procesos, los partidos acaban por ser, fundamentalmente, clubes de iniciados que se dedican a anestesiar la conciencia cívica con toda una batería de medidas políticas y de propaganda. Si se les hace caso, resulta que no hacen nada que no sea del mayor interés general, suposición que llega al paroxismo con las políticas nacionalistas, que pretenden, nada menos, que los ciudadanos se entreguen por completo a su voluntad, que desparezca de sus vidas cualquier rastro de autonomía personal y de identidad privada, porque todo eso ha de ponerse necesariamente al servicio de la causa nacional, y a ese secuestro se atreven a llamarlo “derecho a decidir”; pero ese es un caso extremo de una ley más general, aquella por la que los partidos suplantan toda causa y cualquier iniciativa y pretenden convertirse en agentes únicos de la cultura, la actividad económica, el progreso tecnológico y la conciencia moral. Ahí tienen, por ejemplo, al PP de Rajoy proponiendo un “modelo ampliado” de familia, es decir, tratando de someter un nivel de comportamiento en el que la sensibilidad personal, las creencias morales y la decisión individual debieran ser insustituibles, a las ingeniosas pautas que dicte la mínima secta imperante.
El resultado de todo ese proceso es que la acción política deja de existir como una posibilidad real de los ciudadanos y se reduce drásticamente a las incesantes intrigas y embelecos que dirige, con mayor o menor habilidad, la cúspide del poder partidario, que es quien tiene la batuta y decide la melodía del baile. Ahí tenemos, para comprobarlo, a los podemitas discutiendo entre Iglesias y Errejón, a los secuestrados militantes socialistas forzados a tragar con la señorita del Sur con el calendario y los ritos que establezca una fantasmal gestora, o a los incautos del PP afanándose en escrutar los proyectos biográficos de Rajoy, las jugarretas de Soraya, o el pluriempleo de la Cospedal, y, en el colmo de la alienación más completa, discutir en torno a tan apasionantes alternativas para, finalmente, aplaudir con entusiasmo, como siempre que se les deja hacerlo.

La Ley es un juguete de los políticos 

Una primera consecuencia de este nuevo absolutismo es que la Ley deja de ser una regla que todos han de respetar, y se convierte en una barrera que impide controlar, y en un instrumento que manejan a su antojo los partidos para que nada les impida lo que se proponen. El poder se sitúa por encima de la Ley, y, lo que es más gracioso, lo hace en nombre nuestro, en nombre de la soberanía que les hemos transferido efectivamente. Por eso los separatistas catalanes se ciscan en las normas o en los tribunales que pretenden procesarlos por incumplirlas, el PP y el PSOE se saltan sus estatutos cuando les viene en gana, gastan lo que sea necesario para su permanencia y boato aunque lo prohíban los presupuestos aprobados (de ahí la creciente deuda, no se confundan), lo que hace que, en último término, los políticos no se crean obligados por nada, ni a decir la verdad, ni a dar explicaciones, ni a rendir cuentas, o a someterse a tribunales comunes, y para eso se han preocupado previamente de sojuzgar al poder judicial a una estricta dependencia de sus voluntades omnímodas (que es la pieza que les falta, al menos parcialmente, a los soberanista catalanes para llevar a cabo con tranquilidad sus fechorías).
Estén atentos a cómo se desarrollará el próximo congreso del PP, o el del PSOE, o el de Ciudadanos, o el aquelarre estético de los podemitas
Si quieren comprobar un caso de libro, estén atentos a cómo se desarrollará el próximo congreso del PP, o el del PSOE, o el de Ciudadanos, o el aquelarre estético de los podemitas, procesos en los que las garantías debieran ser máximas, y que se apañan para que no haya otra alternativa que aplaudir al que ya manda. 

Los medios de comunicación

En las naciones en las que queda en píe un mínimo de tradición liberal, los medios de comunicación constituyen una espita y preservan un cierto ámbito de libertad política y de opinión. En España, las televisiones, que continúan siendo determinantes, o están en manos de los partidos, o han sido otorgadas arbitrariamente por estos a sus mejores amigos, es decir que sirven a las políticas de las sectas partidarias, y a sus estrategias de legitimación, con un entusiasmo juvenil y desenfadado, al tiempo que cuidan de sus negocios que saben enteramente imposibles al margen del apoyo al poder ilimitado de los partidos. Recuerden, como paradigma, el descarado apoyo de las televisiones amigas a Podemos en su fase de larva, para lograr el propósito de que Rajoy quedara, a todo trance, por encima del PSOE que aún se veía como una alternativa. El costo de este proceso para todos todavía no se puede calcular con precisión, pero su éxito en términos partidistas ha sido colosal, y ahora tienen al rajoyismo tratando de restaurar los cacharros rotos, a ver si consigue superar la marca de permanencia que consagre su excepcional clase.
La segunda función que cumplen esos medios es la de mantener a todos los ciudadanos a su alcance, y no son pocos, en un estado de estupor político, entretenidos con las libertades narcóticas, escasamente capaces de articular una idea medianamente original, y, por ello, al servicio de los grandes ideales y narrativas que los partidos les endosan. Por último, los medios se ocupan de que los ojos de sus clientes no sobrepasen nunca los límites establecidos, el mundo, sencillamente, ha dejado de existir para ellos, salvo en la fórmula paródica de noticias que alimenten el tinglado y revitalicen el miedo. 

La alternativa engullida

Hace un par de años fue posible que nuevas fuerzas políticas, nacidas del descontento general, pudieran alterar el desequilibrio partidista y dieran pie a ciertas esperanzas ciudadanas. Podemos jugó con una dialéctica anti-casta y se benefició de la decepción, pero su viejo desodorante les ha abandonado hace ya tiempo. Ciudadanos representó otra manera de alterar el cuadro con la viejísima monserga, más que centenaria, de la regeneración, y con la expectativa que suscitaba su brava ejecutoria catalana, pero su inverosímil apuesta por controlar a Rajoy, lo ha puesto al borde mismo del fracaso. Su capacidad de mover la dinámica del acorazado rajoyano, que se ha reforzado con un posible nuevo PSOE dispuesto a esperar pacientemente una herencia de inventario, se verá pronto que es absolutamente nula, lo que colocará al partido ante una prueba difícil de superar, como lo es siempre el reconocimiento de los errores de bulto.
El miedo a lo peor sigue siendo el gran repositorio electoral de una derecha a la que las ideas liberales le suenan a una mezcla extraña de pecado y música celestial
Hay, pues, muy pocas posibilidades de que los españoles descubran la trampa de este retablo rajoyano de las maravillas, como lo muestra el crecimiento en las encuestas de este PP absolutamente insustancial y dispuesto a venderlo todo, porque el miedo a lo peor sigue siendo el gran repositorio electoral de una derecha a la que las ideas liberales le suenan a una mezcla extraña de pecado y música celestial.
Queda, sin duda, la posibilidad de que el peso de las mentiras, económicas y políticas, desnuden el teatrillo, pero no es seguro que cosa tal pueda suceder a corto plazo. Queda también, la posibilidad de que el PSOE decida resurgir de sus cenizas, una eventualidad más propia de la mitología que del tran-tran político que todavía promueven quienes dicen dirigirlo ahora. El caso es que, una vez más, el estrambótico teatrillo nacional, aparenta una solidez absolutamente discordante con el temporal cósmico que azota a la mayoría de las naciones. No veo claro que Rajoy sueñe con un papel heroico capaz de salvarnos de la tormenta perfecta, más bien lo imagino abandonando discretamente el foro cuando, si la suerte acompaña, se produzca el bocinazo que puso a Zapatero con los pies en polvorosa, pero las cosas están tan enredadas que hasta puede que, esta vez, con Trump al aparato, el monitor no funcione. Lo veremos en breve, no mucho más allá de los confines de este nuevo año.

                                                    JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS  Vía  VOZ PÓPULI

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