De la misma forma que nuestros actores y actrices, esos que se reúnen en la ceremonia de los Goya para aplaudir embelesados a premiados que reniegan de la patria que les subvenciona y galardona, parecen aficionados de barrio al lado del secundario más humilde de Hollywood, los speech writers de los Presidentes norteamericanos hacen que sus homólogos de estos lares no pasen de plumillas de provincia. El discurso inaugural de Trump ha tenido contenido, tensión, intención y ambición, además de estar jalonado de párrafos de indudable calidad literaria. Si lo comparamos con los ladrillos tediosos con que nos castigan los candidatos a la Moncloa en la sesión de investidura, escritos por burócratas carentes de imaginación y de vocabulario, no cabe duda que nos encontramos en dos niveles conceptuales, culturales y políticos distintos.
Es igual que el inquilino de la Casa Blanca sea republicano o demócrata, blanco o de color, de California o de Arkansas, cuando se pone detrás de las invisibles pantallas del prompter y expone -no lee- sus ideas debidamente moldeadas por un equipo de virtuosos de la sintaxis y del léxico, da gusto oírle, con independencia de que se coincida o no con sus planteamientos y propuestas. Y es que los políticos en Estados Unidos tienen un respeto a sus votantes que es fruto de dos siglos y medio de democracia real y saben que si se colocan detrás de un atril para dirigirse a sus conciudadanos y les sueltan una ristra de lugares comunes ramplones con tono monótono están liquidados.
Ahora bien, aparte del vuelo épico de las palabras del nuevo Presidente, la proclama de arranque de su mandato no ha tenido ni una línea de relleno, todo ha sido sustancia y contundencia. Si se tuviera que resumir en una frase la intervención de Donald Trump en la escalinata del Capitolio, la más adecuada sería: Trump pulveriza la blandenguería políticamente correcta. Y es que un tipo lenguaraz y de escaso refinamiento intelectual y gestual que gana unas presidenciales norteamericanas contra Wall Street, el New York Times, la CNN, Silicon Valley y el núcleo dirigente de su propio partido, ha de haber pulsado fibras muy arraigadas y muy sensibles del pueblo norteamericano para alcanzar una victoria que nadie consideraba posible, incluido probablemente él mismo.
Lo que ha comunicado Trump a sus compatriotas y al mundo en general ha sido claro e inequívoco y así como el célebre lema Yes we can, fue un prodigio de imprecisión emocionalmente efectiva, el We will make America great again ha sido explicado por su autor en unos términos que dejan poco margen a la interpretación. Trump ha querido lanzar un mensaje carente de toda ambigüedad para proclamar que nada será igual a partir de ahora, que la transferencia de poderes entre él y Obama no ha sido una simple alternancia, sino una auténtica alternativa.
El ideario que ha desgranado frente a una multitud entusiasta y la consternación horrorizada del establishment de Washington no ha consistido en una matización o incluso un cambio respecto del funcionamiento de la maquinaria institucional de su país de las últimas décadas, sino una ruptura sin paliativos con el pasado para entrar, para bien o para mal, que eso ya se verá, en una nueva era. De hecho, su dibujo de los próximos cuatro años ha pivotado sobre dos ejes básicos: 1) Hasta hoy la clase política y los estratos dirigentes han utilizado los recursos de la nación en su provecho y para su mayor gloria y a partir de ahora esa ecuación se va a invertir y los destinatarios principales del trabajo del Gobierno serán los ciudadanos y 2) Durante demasiado tiempo los Estados Unidos han creado riqueza en latitudes lejanas y han invertido ingentes cantidades de dinero en defender a otros y ha llegado la hora de que el crecimiento y el empleo se creen dentro de sus fronteras y de que cada uno fuera de ellas se encare con sus agresores pagando el precio correspondiente.
Se trata de dos apelaciones de enorme fuerza a instintos muy elementales del norteamericano medio castigado por la crisis, empobrecido por la globalización y harto de discriminaciones positivas que nunca le favorecen. Tras su cortés agradecimiento al matrimonio Obama por su ayuda en la transmisión de funciones, le ha soltado al primer mandatario saliente un venablo en pleno pecho cuando ha afirmado que se ha acabado el tiempo de los gobernantes que sólo hablan y no actúan para dar paso a los que, prescindiendo de los florilegios verbales, se dediquen a conseguir resultados.
Desde luego, a un español de clase media víctima de los abusos de la partitocracia corrupta, pusilánime y mediocre en la que ha degenerado nuestra democracia constitucional, el alegato de Trump en favor del esfuerzo, de la responsabilidad, de la dureza contra los que transgreden la ley y del fin de las monsergas multiculturales para borrar al islamismo radical y violento de la faz de la tierra, le habrá sonado seguramente a música celestial. La aparición y meteórico ascenso de dos nuevas formaciones políticas en España, una en el centro y otra en la extrema izquierda, acabando con el bipartidismo imperfecto imperante desde la Transición, ha obedecido a un impulso similar, el hartazgo de millones de ciudadanos ante unos representantes públicos elegidos para solucionar problemas que se han dedicado esencialmente a crearlos a la vez que robaban a mansalva.
La pena es que las expectativas levantadas por estos supuestos
rescatadores están siendo defraudadas por el espectáculo de sus luchas
internas, de la pérdida de fuelle de su energía primordial y, en el caso
de Podemos, del carácter anacrónico, destructivo e irrealizable de su
programa.
Es
pronto para emitir un juicio sobre una presidencia que acaba de
empezar, pero si su titular orilla sus veleidades proteccionistas y sus
excesos aislacionistas, y se concentra en cumplir sus promesas de
saneamiento del sistema político, de firmeza frente a los enemigos de la
civilización, de fortalecimiento sin complejos de los valores de la
sociedad abierta y de devolución de su soberanía al pueblo
norteamericano doblegando a las elites extractivas que le han dado la
espalda, se podrá cumplir su deseo de que su ejemplo sirva de
inspiración al resto del planeta y los Estados Unidos vuelvan a ser,
como predicó John Winthrop a los futuros colonos de Massachusetts a
bordo del Arbella “a shining city upon a hill”.
ALEJO VIDAL-QUADRAS Vía VOZ PÓPULI
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