Entre los católicos españoles, la defensa de la libertad y la demanda de reconciliación habían tropezado siempre con el escándalo del silencio de la Iglesia ante las condiciones políticas provocadas por la tragedia de 1936. La persecución sufrida durante la República, fruto de zafio anticlericalismo, se prolongó perversamente en innumerables episodios de violencia ejercida contra todo aquel que expresara su fe cristiana.
Esta espiral vergonzosa habría de tener gravísimas consecuencias en la vida de los españoles. El vendaval del rencor tiró por la borda el probado protagonismo de la cultura católica en la formación de la España moderna de tal modo que una larga tradición de valores, de defensa de la integridad del individuo y de la civilización occidental, fue considerada mera ganga, un lastre de oscurantismo indigno de la nueva sociedad secularizada.
Entonces como ahora prendió en las mentes de no pocos la estupidez de que España podía entenderse sin el catolicismo, y que nuestra nación solo entraría de lleno en el siglo XX mediante una regeneración que incluía la pérdida de sus rasgos constitutivos.
La respuesta desesperada a aquella ofensiva anticristiana ensombreció, así mismo, el horizonte español. Si la convivencia de la modernidad con la fe religiosa era imposible, la opinión católica debía movilizarse para dar su propia respuesta a esta contradicción.
A la lucha sin cuartel contra los valores y derechos de los creyentes se sumó en España la cruzada para imponer el catolicismo como único modo de ser español. La Iglesia, traumatizada por el episodio anacrónico de persecución salvaje, que había buscado el exterminio físico de los creyentes durante la guerra civil, se encerró en una lectura sectaria, y por tanto frágil, de las enseñanzas evangélicas.
La eternidad del mensaje de Cristo fue diezmada al querer ajustarse a las condiciones de un tiempo político, de una estructura de poder, del resultado de una victoria militar, de las ventajas de un trato que, por preferente, resultaba del todo irrespetuoso. Era una nueva humillación de la palabra de Dios, sometida a las maniobras del nacionalcatolicismo.
Estas circunstancias amargas solo fueron resueltas con el Concilio Vaticano II. Si Juan XXIII ya había anunciado los signos de los tiempos en “Mater et Magistra”, su discurso inaugural de la asamblea partiría en dos la historia del catolicismo del siglo XX. Casi cien años después del Vaticano I, en el que Pío IX se hizo otorgar la facultad de infalibilidad y cuyos preceptos condicionaron la actitud de la Iglesia en el terrible desarrollo del nuevo siglo, la voz del Pontífice se alzó para proclamar la necesidad urgente de una regeneración.
El 11 de octubre de 1962, en la apertura del Vaticano II, el entusiasmo de la Iglesia ante un mejor mundo posible centró la alocución de Juan XXIII como si quisiera barrer, al momento, el pesimismo y la desconfianza en el hombre, esparcidos por el magisterio eclesiástico en los últimos siglos. Contra el desprecio y rechazo del mundo, el Papa invitaba a los católicos a comprometerse activamente con él, a aceptarlo con sus desvaríos y oportunidades.
La tarea principal del Concilio consistiría en que “el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado de forma cada vez más eficaz”. Y ello suponía entregarse a una labor pastoral que tuviera presente el carácter integral del hombre, compuesto de alma y cuerpo, cuyas tareas terrenales habían de reconocerse como medio necesario para alcanzar los bienes celestiales.
La tarea salvífica exigía la búsqueda constante de la verdad y la atención cuidadosa a los imperativos del presente “considerando las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo moderno, que han abierto nuevas rutas al apostolado católico.”
Ya fallecido el Papa Juan XXIII, Pablo VI invocó su memoria en septiembre de 1963, al inaugurarse la segunda sesión del Concilio, recordando cómo había reavivado “la persuasión de que la doctrina cristiana no debe ser solamente una verdad capaz de impulsar el estudio teórico, sino la palabra creadora de vida y de acción.”
La luz de Trento había inspirado a los católicos en su lucha contra la reforma protestante que, al reducir a la fe individual la relación entre Dios y el hombre, dejaba la religión fuera del ejercicio de la libertad cívica, de la consagración de derechos sociales y de la afirmación de un orden político levantado sobre los fundamentos del cristianismo.
La luz del Vaticano II convocaba a los católicos a la revitalización del cristianismo en un mundo complejo, en el que el progreso material y los avances técnicos habían puesto en peligro los valores esenciales que solo la religión era capaz de defender.
Las grandes tragedias de la primera mitad del siglo se explicaban por la ausencia de la cultura cristiana en Europa. Esa modernidad sin espíritu causó innumerables desastres que el Evangelio, base germinal de la civilización de Occidente, hubiera podido remediar. La voz del Pontífice se alzaba sobre aquel mundo opulento, indiferente al sufrimiento de los pueblos empobrecidos, despojado de preocupaciones éticas, amputado de perspectivas culturales, camino de convertirse en el despojo posmoderno al que la crisis económica del siglo XXI ha sumido en el desconcierto y la desesperación.
A mediados de los años sesenta, la Iglesia ofreció a los españoles la posibilidad de restaurar el orgullo de ser cristianos, de ser hijos de una nación que había defendido el mensaje evangélico cuando hacerlo equivalía a proteger el libre albedrío del hombre. Cuatro siglos después de Trento, el Vaticano II volvía a empuñar las riendas pastorales para ofrecer el mensaje de Jesús a un tiempo cuya riqueza material presagiaba nuevos desórdenes.
En España, recordar que la libertad no era una concesión del poder, sino la condición plena de las criaturas de Dios, implicaba que los católicos podían y debían utilizar las propuestas de la Iglesia para restaurar un orden moral que superara definitivamente el ciclo de espanto iniciado en los años treinta.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
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