En las últimas décadas, las opciones de izquierda han dado un giro extraño. Y las nuevas expresiones de esas ideas se han olvidado de qué determina el poder en nuestro mundo
Pablo Iglesias, en una rueda de prensa sobre el 1-O. (EFE)
La Transición fue pensada para eliminar los extremos del mapa
político. El reparto establecido en el sistema electoral fue trazado con
la intención de disminuir el peso que podían tener actores muy
instalados y que no eran bienvenidos al nuevo mundo español. Fue el caso
evidente del PCE, que con la ley D'Hont perdía mucha parte de su
fuerza, pero también de la extrema derecha de Blas Piñar.
Con esa distribución se dotaba de mayor fuerza a los partidos nacionalistas, lo que satisfacía los sentimientos patrióticos periféricos y al mismo tiempo generaba apoyos para asentar la democracia, ya que los partidos nacionalistas dominantes colaborarían en estabilizar el nuevo régimen.
Como resultado de este movimiento, tendieron a desaparecer de España dos clases de ideas, aquellas que hacían de lo material su centro y las que a partir de la bandera y de la religión trataban de conservar la esencia de la vieja España. Pasaron varias décadas, y la ausencia de esa izquierda ligada a lo económico se hizo muy profunda. No se trata solo, como se suele argumentar, de que los recortes en educación, sanidad y prestaciones sociales estén haciendo mayor la distancia entre los de arriba y los de abajo, sino de que el sistema cambió, paso a paso, casi por completo.
Han sido los años en los que el trabajo estable desapareció, el paro aumentó y el poder adquisitivo de los salarios descendió para una parte importante de los empleados, en los que las pymes fueron cerrando, se impusieron las externalizaciones y las deslocalizaciones y se crearon los falsos autónomos; fueron también los años de la financiarización, de la globalización y del interés prioritario de los accionistas, en los que las grandes firmas se hicieron mucho más grandes mediante fusiones y adquisiciones, en los que se fueron fraguando nuevos monopolios y oligopolios y en los que las empresas públicas se convirtieron en privadas; y en los que se decía que había que hacerse un seguro privado porque las pensiones no se iban a poder pagar. Todo ello transformó radicalmente nuestro país, así como las perspectivas vitales y esperanzas de futuro de los españoles.
En todo ese tiempo, la izquierda estuvo allí, a veces para contemplar impotente como se producían los cambios, a menudo para acompañar esos procesos en lugar de oponerse a ellos, y a veces para decir que lo importante era hacer rizoma. Hasta que llegó una nueva izquierda, con energías renovadas y un empuje irresistible. Nos hablaban de casta, de corrupción, de puertas giratorias, de políticos robando, de gente que había usurpado los cargos públicos y los había puesto a su servicio. Creí que era el momento en que volverían a escena las condiciones materiales, el trabajo, los salarios, las opciones vitales; pero no: nos dijeron que había que poner en pie otra Constitución, recordar a Suárez, González y los GAL, invocar la República y el proceso constituyente, e insistir en que había que otorgar mayores cuotas de libertad a los territorios periféricos sometidos al centro.
Lo que hicieron, en esencia, fue establecer un nuevo tipo de posición política, que constituía también una nueva versión del eje arriba/abajo. De una parte estaba el viejo poder, el régimen del 78, corrupto, agotado, opresor y basado en la represión, sin las energías ni las ideas necesarias para llevar adelante la España del siglo XXI. De otra, la gente, que exigía un nuevo pacto social que había de constituirse votando, que quería otras bases legales para una nueva España. A eso le llamaban proceso constituyente.
En el 'procés' se ha producido una particular confluencia entre los marcos de esta izquierda española y los del soberanismo. El mecanismo era idéntico: un poder violento, represor y opresivo no dejaba expresarse a los catalanes e impedía que realizasen sus verdaderos deseos. La única forma de solventar esta brecha era votando, de manera que la voluntad popular se pudiera expresar. Una vez fijado este marco, solo cabía una solución, convocar un referéndum, y fue lo que se promovió. En ese instante, el Gobierno de Rajoy cumplió con el papel esperado por los independentistas y mandó a los policías a la calle para que todo el mundo fuera consciente de quién tenía la ley en la mano.
Con lo cual, el cuadro se completaba: el poder violento y opresivo se mostraba como tal y los soberanistas y la izquierda española podían hacer valer su punto de partida. De modo que felices todos: el PP porque contentaba a los suyos y ganaba votos en España, los independentistas porque tenían las fotos que querían y la izquierda posmoderna porque así podía señalar insistentemente con el dedo a la vieja España fascista del régimen del 78.
En fin, había muchos problemas en España, especialmente económicos, pero todos ellos se terminaban votando. En su marco conceptual, la manera de combatir el poder opresor era mediante la expresión de la voluntad popular. Si esta tomaba un cuerpo consistente, nada podían hacer los que mandaban más que someterse a ella. Esta era la idea central, y era enormemente ingenua. Si hubieran tenido algún conocimiento de la historia, leyeran a los clásicos, supieran algo de economía política o al menos tuvieran nociones de materialismo, deberían haberse dado cuenta de que cuando desafías al poder debes tener una fuerza de resistencia al menos equivalente para poder hacerle frente. Y en nuestro caso, cuando los estados tienen un peso mucho menor, las decisiones más importantes no recaen en ellos, pensar que con quitar a Rajoy todo se arreglaba era absurdo.
El 1-O, como antes el referéndum griego, es un buen ejemplo de esto. Cataluña no puede marcharse en estas circunstancias. No tiene el apoyo internacional ni el respaldo social interno adecuado ni tampoco el dinero y el crédito que precisaría para contar con opciones reales de marcharse. Cero opciones de independencia, salvo que decidan separarse del mundo, poner en marcha en un mes un banco central y una moneda catalanes, y rezar para que alguien venga en su ayuda cuando los mercados se volviesen en contra. Y esta opción, explicada a los catalanes, no sería demasiado popular.
Todo esto era conocido. Por Rajoy, por los soberanistas y por la izquierda posmoderna española, y a ninguno le ha importado mucho. Y así hemos llegado hasta hoy, cuando hay que tomar una decisión de verdad. La gente ha salido a la calle, ha votado (al menos parte de ella, porque otra se quedó en casa) y ahora hay que aplicar coherentemente los resultados. Pero han pasado 48 horas desde el 1-O y la declaración unilateral de independencia (DUI) no ha llegado. Los bancos dicen que quizá trasladen sus sedes (el Sabadell se marcha a Alicante), sectores del PDeCAT y del independentismo comienzan a pensar que quizá la DUI no sea buena idea ahora, o que quizás estaría mejor hacerla en diferido, y abogados de Barcelona, algunos prelados de la Iglesia e incluso el FC Barcelona se ofrecen a mediar, se vuelve a hablar de diálogo y la cosa ya no parece tan clara.
En otras palabras, después de la intención, es el momento de la realidad. De medir el poder con el que se cuenta, de ver las opciones concretas que se tienen en la mano y de darse cuenta de que quizá no se pueda hacer mucho con ellas. Pero esto no es solo el caso de Cataluña, es sobre todo el marco de la izquierda posmoderna española, la izquierda Paulo Coelho, esa que piensa que si se desea muy fuerte por mucha gente a la vez, el universo conspirará para que todo se haga realidad. Como demuestra la Historia, las cosas no funcionan así.
Este error de nuestra izquierda del pensamiento mágico es normal. Cuando uno se desancla de lo material, se olvida de qué determina nuestro sistema y comienza a creer en que los astros se alinearán para que las cosas ocurran. Lo queremos, lo deseamos, es justo, ocurrirá.
En fin, en estas situaciones, uno se acuerda de aquella frase tan repetida de 'El gatopardo', de Lampedusa, la de que todo debe cambiar para que nada cambie. Porque en este viraje desde la Transición hasta aquí, en esta desmaterialización de la izquierda, eso es justamente lo que ha ocurrido. Han llegado los gatopardillos: han cambiado todo, pero justamente para sacar de escena todo aquello que podía hacer cambiar algo. Justo en el momento en que nuestro sistema, sin necesidad de banderas, está dando pasos adelante sin descanso, transformando el mundo del trabajo, el del consumo, el de las condiciones materiales de la mayoría de los ciudadanos y el de las opciones de futuro con que contamos. Y a eso le han opuesto el pensamiento mágico. Lo malo no es lo que están haciendo, es la desilusión política que van a dejar en nuestra sociedad.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
Con esa distribución se dotaba de mayor fuerza a los partidos nacionalistas, lo que satisfacía los sentimientos patrióticos periféricos y al mismo tiempo generaba apoyos para asentar la democracia, ya que los partidos nacionalistas dominantes colaborarían en estabilizar el nuevo régimen.
Como resultado de este movimiento, tendieron a desaparecer de España dos clases de ideas, aquellas que hacían de lo material su centro y las que a partir de la bandera y de la religión trataban de conservar la esencia de la vieja España. Pasaron varias décadas, y la ausencia de esa izquierda ligada a lo económico se hizo muy profunda. No se trata solo, como se suele argumentar, de que los recortes en educación, sanidad y prestaciones sociales estén haciendo mayor la distancia entre los de arriba y los de abajo, sino de que el sistema cambió, paso a paso, casi por completo.
La
izquierda estuvo allí: a veces para acompañar los cambios, otras para
contemplarlos impotente y otras para decir que lo importante era hacer
rizoma
Han sido los años en los que el trabajo estable desapareció, el paro aumentó y el poder adquisitivo de los salarios descendió para una parte importante de los empleados, en los que las pymes fueron cerrando, se impusieron las externalizaciones y las deslocalizaciones y se crearon los falsos autónomos; fueron también los años de la financiarización, de la globalización y del interés prioritario de los accionistas, en los que las grandes firmas se hicieron mucho más grandes mediante fusiones y adquisiciones, en los que se fueron fraguando nuevos monopolios y oligopolios y en los que las empresas públicas se convirtieron en privadas; y en los que se decía que había que hacerse un seguro privado porque las pensiones no se iban a poder pagar. Todo ello transformó radicalmente nuestro país, así como las perspectivas vitales y esperanzas de futuro de los españoles.
La nueva izquierda
En todo ese tiempo, la izquierda estuvo allí, a veces para contemplar impotente como se producían los cambios, a menudo para acompañar esos procesos en lugar de oponerse a ellos, y a veces para decir que lo importante era hacer rizoma. Hasta que llegó una nueva izquierda, con energías renovadas y un empuje irresistible. Nos hablaban de casta, de corrupción, de puertas giratorias, de políticos robando, de gente que había usurpado los cargos públicos y los había puesto a su servicio. Creí que era el momento en que volverían a escena las condiciones materiales, el trabajo, los salarios, las opciones vitales; pero no: nos dijeron que había que poner en pie otra Constitución, recordar a Suárez, González y los GAL, invocar la República y el proceso constituyente, e insistir en que había que otorgar mayores cuotas de libertad a los territorios periféricos sometidos al centro.
De una
parte estaba el viejo poder, el régimen del 78, corrupto, agotado y
represor, y de otra, la nueva España del proceso constituyente
Lo que hicieron, en esencia, fue establecer un nuevo tipo de posición política, que constituía también una nueva versión del eje arriba/abajo. De una parte estaba el viejo poder, el régimen del 78, corrupto, agotado, opresor y basado en la represión, sin las energías ni las ideas necesarias para llevar adelante la España del siglo XXI. De otra, la gente, que exigía un nuevo pacto social que había de constituirse votando, que quería otras bases legales para una nueva España. A eso le llamaban proceso constituyente.
El marco
En el 'procés' se ha producido una particular confluencia entre los marcos de esta izquierda española y los del soberanismo. El mecanismo era idéntico: un poder violento, represor y opresivo no dejaba expresarse a los catalanes e impedía que realizasen sus verdaderos deseos. La única forma de solventar esta brecha era votando, de manera que la voluntad popular se pudiera expresar. Una vez fijado este marco, solo cabía una solución, convocar un referéndum, y fue lo que se promovió. En ese instante, el Gobierno de Rajoy cumplió con el papel esperado por los independentistas y mandó a los policías a la calle para que todo el mundo fuera consciente de quién tenía la ley en la mano.
En
su mundo, la manera de combatir el poder opresor era expresando la
voluntad popular. Se votaba y todo se arreglaba por arte de magia
Con lo cual, el cuadro se completaba: el poder violento y opresivo se mostraba como tal y los soberanistas y la izquierda española podían hacer valer su punto de partida. De modo que felices todos: el PP porque contentaba a los suyos y ganaba votos en España, los independentistas porque tenían las fotos que querían y la izquierda posmoderna porque así podía señalar insistentemente con el dedo a la vieja España fascista del régimen del 78.
Economía política
En fin, había muchos problemas en España, especialmente económicos, pero todos ellos se terminaban votando. En su marco conceptual, la manera de combatir el poder opresor era mediante la expresión de la voluntad popular. Si esta tomaba un cuerpo consistente, nada podían hacer los que mandaban más que someterse a ella. Esta era la idea central, y era enormemente ingenua. Si hubieran tenido algún conocimiento de la historia, leyeran a los clásicos, supieran algo de economía política o al menos tuvieran nociones de materialismo, deberían haberse dado cuenta de que cuando desafías al poder debes tener una fuerza de resistencia al menos equivalente para poder hacerle frente. Y en nuestro caso, cuando los estados tienen un peso mucho menor, las decisiones más importantes no recaen en ellos, pensar que con quitar a Rajoy todo se arreglaba era absurdo.
Después
de la intención, llega el momento de la realidad: de medir el poder con
el que se cuenta y de valorar las opciones que se tienen en la mano
El 1-O, como antes el referéndum griego, es un buen ejemplo de esto. Cataluña no puede marcharse en estas circunstancias. No tiene el apoyo internacional ni el respaldo social interno adecuado ni tampoco el dinero y el crédito que precisaría para contar con opciones reales de marcharse. Cero opciones de independencia, salvo que decidan separarse del mundo, poner en marcha en un mes un banco central y una moneda catalanes, y rezar para que alguien venga en su ayuda cuando los mercados se volviesen en contra. Y esta opción, explicada a los catalanes, no sería demasiado popular.
Regreso al diálogo
Todo esto era conocido. Por Rajoy, por los soberanistas y por la izquierda posmoderna española, y a ninguno le ha importado mucho. Y así hemos llegado hasta hoy, cuando hay que tomar una decisión de verdad. La gente ha salido a la calle, ha votado (al menos parte de ella, porque otra se quedó en casa) y ahora hay que aplicar coherentemente los resultados. Pero han pasado 48 horas desde el 1-O y la declaración unilateral de independencia (DUI) no ha llegado. Los bancos dicen que quizá trasladen sus sedes (el Sabadell se marcha a Alicante), sectores del PDeCAT y del independentismo comienzan a pensar que quizá la DUI no sea buena idea ahora, o que quizás estaría mejor hacerla en diferido, y abogados de Barcelona, algunos prelados de la Iglesia e incluso el FC Barcelona se ofrecen a mediar, se vuelve a hablar de diálogo y la cosa ya no parece tan clara.
Cuando las ideas se desanclan de lo material, nos olvidamos de qué determina nuestro sistema
En otras palabras, después de la intención, es el momento de la realidad. De medir el poder con el que se cuenta, de ver las opciones concretas que se tienen en la mano y de darse cuenta de que quizá no se pueda hacer mucho con ellas. Pero esto no es solo el caso de Cataluña, es sobre todo el marco de la izquierda posmoderna española, la izquierda Paulo Coelho, esa que piensa que si se desea muy fuerte por mucha gente a la vez, el universo conspirará para que todo se haga realidad. Como demuestra la Historia, las cosas no funcionan así.
Han llegado los gatopardillos: han cambiado todo pero justamente para sacar de escena todo aquello que podía hacer cambiar algo
Este error de nuestra izquierda del pensamiento mágico es normal. Cuando uno se desancla de lo material, se olvida de qué determina nuestro sistema y comienza a creer en que los astros se alinearán para que las cosas ocurran. Lo queremos, lo deseamos, es justo, ocurrirá.
En fin, en estas situaciones, uno se acuerda de aquella frase tan repetida de 'El gatopardo', de Lampedusa, la de que todo debe cambiar para que nada cambie. Porque en este viraje desde la Transición hasta aquí, en esta desmaterialización de la izquierda, eso es justamente lo que ha ocurrido. Han llegado los gatopardillos: han cambiado todo, pero justamente para sacar de escena todo aquello que podía hacer cambiar algo. Justo en el momento en que nuestro sistema, sin necesidad de banderas, está dando pasos adelante sin descanso, transformando el mundo del trabajo, el del consumo, el de las condiciones materiales de la mayoría de los ciudadanos y el de las opciones de futuro con que contamos. Y a eso le han opuesto el pensamiento mágico. Lo malo no es lo que están haciendo, es la desilusión política que van a dejar en nuestra sociedad.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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