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lunes, 2 de octubre de 2017

TRAPERO, HISTORIA DE UNA TRAICIÓN ANUNCIADA

Ayer en Cataluña asistimos al primer fraude electoral a gran escala que se ha producido en un país miembro de la Unión Europea desde su fundación.

Ninguna de las derivas autoritarias de algunos países del este de Europa, que preocupan profundamente en Bruselas, se aproxima ni de lejos a la gravedad del asalto a la democracia que ayer se perpetró en Cataluña. Lo de Erdogan es un prodigio de pulcritud democrática al lado de esto. Un golpe subversivo organizado desde un poder del Estado (no otra cosa es la Generalitat de Catalunya) que el Gobierno de ese mismo Estado, pese a todas sus advertencias en contrario, ha sido incapaz de neutralizar.
Es imposible presentar este adefesio como un referéndum del que pueda derivarse efecto alguno -salvo la responsabilidad penal que toque a sus autores. Ayer solo hubo miles de personas echando papeles en tropel dentro de unos envases de plástico introducidos clandestinamente –y probablemente, muchos de ellos llenos de papeletas de antemano- en locales ocupados por piquetes. Pretender que eso pueda fundamentar la ruptura de un Estado y el nacimiento de otro es un desatino histórico. Y sin embargo, ahí estamos, en vísperas de una declaración de independencia que no traerá la independencia, pero sí una plaga de males.
El Presidente del Gobierno prometió a los españoles que impediría la votación. No una efectiva y válida, sino cualquier clase de votación. Y ofreció garantías de que sería la policía autonómica de Cataluña quien se ocuparía de materializar sobre el terreno las decisiones de la justica, dejando a la Guardia Civil y a la Policía Nacional como meras fuerzas de apoyo. Falló en las dos cosas.
En el primer caso, Rajoy ha sido víctima de la lógica burocrática de quien considera que aquello que es ilegal no es posible. Siempre tuvo la convicción de que la inercia de la fuerza de la ley y de las sentencias judiciales terminaría por amedrentar a los insurrectos y les haría dar un paso atrás. En el segundo, ignoró de forma contumaz lo que la realidad ha venido mostrando día a día: que el cuerpo de los Mossos d’Escuadra hace tiempo que no está al servicio de la ley, sino de la voluntad política de sus jefes. Que su función real nunca fue impedir el referéndum, sino coadyuvar a que se celebrara. Y que sus responsables, empezando por el señor Trapero –al que se designó tras una purga con ese encargo preciso- no han cesado un solo día de burlar a la legalidad, a los jueces y al Gobierno de España.
Es bien sabido que desde la primera notificación de la fiscalía, todas y cada una de las actuaciones de Trapero se han diseñado en el despacho del Consejero de Interior de la Generalitat. Cualquiera que observara con un mínimo de atención su oblicua manera de interpretar las órdenes judiciales se daba cuenta de que sólo lanzaba nubes de humo para cubrirse y cubrir sus verdaderas intenciones. Los responsables de los otros cuerpos policiales se hartaron de advertir sobre la nula colaboración –cuando no obstrucción activa- de los Mossos. Y su cobarde inhibición ante el escrache violento que durante más de 20 horas sufrieron los guardias civiles en la sede de la Consejería de Economía debió ser la prueba definitiva.
No se vio porque no quiso verse, porque admitir que no podía contarse con los Mossos para frenar el referéndum conducía a una de estas dos cosas: o resignarse a no poder hacer el trabajo, o adoptar medidas drásticas –previstas en la ley- conducentes a tomar el control de ese cuerpo y sustituir a su desleal responsable, conchabado con los rebeldes.
Llenar dos barcos de policía y guardias civiles fue, en gran medida, un gesto para la galería. Es evidente que sólo los Mossos disponen de efectivos suficientes y de un despliegue en todo el territorio catalán para la ingente tarea de garantizar que dos mil centros electorales permanecieran cerrados; máxime cuando el estado mayor de la sublevación había anunciado con antelación su plan de ocuparlos preventivamente con ciudadanos, lo que obligaría a usar la fuerza para evacuarlas. Eso, por no hablar del ridículo de la búsqueda de las urnas. ¿Alguien duda de que Trapero sabía exactamente dónde estaban y cómo llegarían a los colegios?
El propio Trapero llamó a la ocupación de los colegios al declarar repetidamente que “si al llegar los encontramos llenos de gente, tendremos que dar prioridad a evitar altercados”. Por si alguien dudaba, en la víspera emitió un tranquilizadora instrucción asegurando que sus policías no moverían un dedo para obligar al desalojo de los locales. Pese a lo cual, el viernes tras el Consejo de Ministros el Portavoz del Gobierno repitió que “confiamos plenamente en los Mossos”. Si no lo creía, malo por cínico; y si lo creía, peor por incompetente supino.
Desde que Trapero y sus Mossos traicionaron a su obligación como policía judicial para actuar como policía política del independentismo, seguir contemporizando con ellos era abonarse al fracaso. Pero aun peor fue cuando, al hacerse patente en la mañana de ayer la complicidad de la policía autonómica con la sublevación, se lanzó a los exiguos efectivos de la Policía Nacional y de la Guardia Civil a un desesperado choque contra los ocupantes de los colegios, en vano intento postrero de disfrazar la cruda realidad de que el Estado está inerme y desasistido para hacer que se cumpla la ley en Cataluña.
El problema no es el uso de la fuerza cuando es necesario, sino el uso alocado de una fuerza inútil que, además de no conseguir su objetivo, se vuelve dramáticamente contra quien la emplea. Los independentistas recibieron el fantástico regalo de un surtido de imágenes de violencia policial contra ciudadanos, con el magro resultado de cerrar…¡93 colegios de 2000!

No habrá votación y no será necesaria la represión, decía el Gobierno. Pues bien, los organizadores del pucherazo consiguieron ambas cosas: la imagen de miles de ciudadanos votando, junto con la de policías golpeando a personas indefensas. Dos imágenes que han dado la vuelta al mundo, bingo para el Govern.
No ha sido esta la única negligencia política que ha facilitado esta derrota humillante del Estado de derecho. Ni tampoco la única traición que ha padecido el Gobierno. Pero sí la más manifiesta, la más evitable y, a la postre, la más determinante en el día decisivo.
                                      
                                                IGNACIO VARELA  Vía EL CONFIDENCIAL

 

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