Cuando toda la mediocridad de la política cabe en un tuit. Luca Piergiovanni
A James Joyce le molestaba sobremanera la mediocridad. Decía que nadie puede ser un verdadero artista sin librarse “de la mediocridad ambiental, de los entusiasmos a bajo precio, de las sugerencias maliciosas y de todos los aduladores influjos de la vanidad y de la ambición”. Aplíquese sin miedo el aserto a cualquier campo. También al de la política, una de las actividades humanas que mayores dosis de creatividad artística requiere para alcanzar sus fines. Porque la mediocridad es el mayor disolvente de la política. Por encima de la corrupción.
Cada vez que identifico un acto político de manifiesta mediocridad, me acuerdo de otro tipo de primera, Manuel Chaves Nogales. Y últimamente me acuerdo muy a menudo. En su libro “La agonía de Francia” (Libros del Asteroide, 2010), una despiadada crónica sobre la Francia que firmó el armisticio en 1941 con la Alemania nazi, hay una afirmación tremenda: “El gobernante francés y en general el político, no obstante su mediocridad, a pesar de todos sus defectos, de su falta de visión histórica y aun, en ocasiones, de su claudicante moralidad, era, en los últimos tiempos, muy superior a la masa que representaba”. No hace falta detallar lo que Chaves Nogales pensaba de aquella “masa”.
Casi siempre ha sido así. A lo largo de la historia, especialmente en los sistemas democráticos, el nivel de los gobernantes ha sido bastante superior al de los gobernados. También en España. Incluso en los peores momentos de la Segunda República. Y cuando el modelo funciona a satisfacción, así debe ser. La democracia también es el menos malo de los sistemas políticos porque promueve, en teoría, la elección de los mejores. El problema es cuando no se pasa con claridad de ahí, de la teoría, y se abre paso la certidumbre de que con demasiada frecuencia los elegidos no son los más adecuados.
En España, el descrédito de la política no es casual. Ni únicamente la consecuencia de la galopante corrupción que hemos padecido. Hay una causa de mayor alcance, y de imprescindible diagnóstico a los efectos de identificar soluciones. Si el respeto por los políticos se ha derrumbado hasta niveles desconocidos, es por la sensación de creciente incompetencia que transmiten. Una incompetencia que, desgraciadamente, no es coyuntural, sino fruto de años y años en los que se ha ido sedimentando la perniciosa práctica de premiar la fidelidad y sancionar el mérito.
La metódica demolición partidaria de la inteligencia
En España, la mayor penetración sufrida por los partidos ha sido la promovida por los corruptores, que, como la mafia, situaron a sus peones en puestos claves de los órganos provinciales o regionales de las formaciones políticas, así como en un buen número de ayuntamientos con un evidente potencial de crecimiento urbanístico. Pero el factor de mayor peso a la hora de seleccionar el poder partidario, en los distintos niveles territoriales, fue durante décadas el de la pertenencia al clan, el de la mansedumbre y acatamiento sin discusión de las consignas que trasladaba el capataz. Excepcionalmente, se hacía sitio a la brillantez. Y entonces, pasaban cosas, la gente reaccionaba, volvía la ilusión. Hasta que la etnia ponía de nuevo las cosas en su sitio.
El resultado de años y años de metódica demolición de la inteligencia, por parte de los aparatos, son partidos menguados, instituciones débiles. Pero también dirigentes menores que un día defienden una cosa y otro la contraria; dirigentes que prometen la regeneración democrática de sus partidos y a continuación toman decisiones de calado despreciando la opinión de sus compañeros; dirigentes contaminados por el peor de los virus, el que transmite la antipolítica: el cortoplacismo, la preeminencia del interés particular frente al general, la desvergonzada abdicación de principios para satisfacer ambiciones inconfesables.
No me refiero a nadie en concreto. El retrato puede aplicarse a más de uno. Aunque sí quiero hacer una expresa referencia a los primeros pasos de Pedro Sánchez tras su incuestionable triunfo en las primarias. Porque si los eurodiputados socialistas han llegado a la conclusión, después de meses de negociación, de que el Tratado de Libre Comercio de la Unión Europea con Canadá (CETA) “es un buen acuerdo, moderno y progresista que toma en cuenta las preocupaciones tanto de la UE como de los socialistas europeos”; o que el “CETA puede ser considerado un modelo para los futuros acuerdos comerciales de la UE”, tal y como se puede leer, todavía, en la página del Grupo de los Socialistas & Demócratas del Parlamento Europeo, es cortoplacista y desleal despreciar el trabajo de tus compañeros con un tuit. Ni más ni menos que de la presidenta del partido.
Como es cortoplacista, desconcertante para una buena parte del electorado histórico del PSOE y, a mi juicio, un error estratégico de primer orden, volcarse en la recuperación de los votos perdidos por la izquierda y descuidar el flanco socialmente mayoritario, situado más cerca del centro, en un momento en el que lo que esperan del PSOE los ciudadanos es que recupere cuanto antes su perfil más institucional y se alinee indubitadamente con el Gobierno en la defensa del Estado frente al desafío independentista, en lugar de coquetear con la idea de una inoportuna y probablemente desestabilizadora moción de censura.
En el entorno de Sánchez hay quien dice que no hay que preocuparse, que solo se trata de movimientos tácticos previstos en una primera fase y que no irán más allá. Veremos. Son ya demasiadas ocasiones en las que oímos defender una cosa y la contraria; asistimos a demasiados giros bruscos de rumbo; observamos demasiados indicios de que se vuelve a primar la sumisión y se arrincona la inteligencia. Y el país no necesita este PSOE que proyectan las primeras decisiones de su líder. Este país necesita, en este minuto, un PSOE previsible, sin dobleces. Un PSOE ambicioso, cuyo objetivo vaya más allá del muy mediocre y arriesgado de hacerse sitio en el territorio de Podemos. Porque si mediocre es el objetivo, mediocre será el resultado.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
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