"Newman creía que la Providencia estaba preparando un ejército para hacer frente a una demolición de la fe cristiana nunca vista antes, una milicia desperdigada nacida para pelear "en las próximas centurias"."
Natalia Sanmartín Fenollera
Tengo que confesar que me enamoré de la historia del Programa Pearson de Humanidades Integradas (IHP) de la Universidad de Kansas antes incluso de leer a John Senior. Se podría decir que la conocí por casualidad, en caso de que uno crea que existe algo llamado casualidad, leyendo un poco de aquí y un poco de allá. Cuando descubrí lo que Senior, Dennis Quinn y Frank Nelick hicieron en 1971 en Lawrence, me pareció estar contemplando una epopeya moderna. Recuerdo que la imagen de aquellos tres profesores en el salón de actos del campus, charlando tranquilamente entre ellos de Homero y de Platón, declamando poemas, contando anécdotas campesinas, entonando alguna melodía de viejo folclore ante un auditorio de chicos asombrados y aparentemente ignorados por sus maestros, me hizo pensar en tres héroes griegos iniciando un inspirado combate contra la modernidad.
Leer los recuerdos de los antiguos alumnos de Senior, narrados en decenas de actos de homenaje en su memoria, es de una belleza que deja sin aliento. La historia de cómo esos estudiantes fueron rescatados de un mundo escéptico y estéril y conducidos a través de la literatura, la poesía, el conocimiento y la experiencia de lo real hacia la Verdad, el Bien y la Belleza merece un libro entero. Las conversiones, las vocaciones, la multitud de historias que nacieron en el programa Pearson; la silenciosa aventura que va desde el campus de Lawrence a la abadía de Fontgombault en Francia y al claustro del monasterio de Nuestra Señora de la Anunciación de Clear Creek, en Oklahoma, tiene todos los elementos de un viaje a Ítaca.
Leer los recuerdos de los antiguos alumnos de Senior, narrados en decenas de actos de homenaje en su memoria, es de una belleza que deja sin aliento. La historia de cómo esos estudiantes fueron rescatados de un mundo escéptico y estéril y conducidos a través de la literatura, la poesía, el conocimiento y la experiencia de lo real hacia la Verdad, el Bien y la Belleza merece un libro entero. Las conversiones, las vocaciones, la multitud de historias que nacieron en el programa Pearson; la silenciosa aventura que va desde el campus de Lawrence a la abadía de Fontgombault en Francia y al claustro del monasterio de Nuestra Señora de la Anunciación de Clear Creek, en Oklahoma, tiene todos los elementos de un viaje a Ítaca.
Yo caí bajo el influjo de esa historia, me deslumbró la tremenda y bellísima huella que la Providencia dejó impresa en Kansas y después, y sólo después, me acerqué al libro que ahora tienen en las manos (*). Ése fue el orden: el acontecimiento real me llevó a la palabra escrita. Porque lo que ocurrió en el IHP es una de esas cosas de las que uno piensa: esto es, así ha sido siempre, así funciona; sin ruido, sin grandes organizaciones, de corazón a corazón, por contagio. Así es como actúa Dios en el mundo.
“Un proceso secreto y silencioso está fraguándose en los corazones de muchos”. Siempre que leo estas palabras de John Henry Newman, y me obligo a releerlas de vez en cuando porque creo que son proféticas, pienso en un corazón como el de John Senior. Newman creía que la Providencia estaba preparando un ejército para hacer frente a una demolición de la fe cristiana nunca vista antes, una milicia desperdigada nacida para pelear “en las próximas centurias”. Cuál sería el tiempo exacto o el lugar, no lo sabía. Pero sentía que ese proceso estaba gestándose, como un dique de abrigo construido para hacer frente a una tempestad.
W. B. Yeats tiene un hermoso poema que expresa muy bien lo que quiero decir: “Una belleza terrible está naciendo”. Con la pequeña hoguera que se encendió en la Universidad de Kansas comenzó a nacer una belleza terrible. Una belleza que está presente en todo lo que Senior escribió, que está presente en las páginas de La restauración de la cultura cristiana, pero que sobre todo sigue viva en las múltiples vidas en las que él influyó. No hay una ruptura entre su vida y su obra, no hay una separación entre lo que hizo y lo que escribió, no existe una teoría separada de una práctica. Senior llevó a cabo en la vida la misión que plasmó en los libros. Por eso, cuando se conoce su historia y se leen sus palabras, se contempla un edificio levantado con cimientos firmes, construido sobre la verdad y alimentado por la fe y por la experiencia. No es un experimento pedagógico, no es una ideología de laboratorio; es la cosa misma.
Mientras Senior enseñaba a Platón y a Shakespeare, mientras hablaba de la belleza de las estrellas y mostraba la nobleza de Don Quijote en Kansas, yo aprendía mis primeras rimas y leyendas, cuentos de hadas y acertijos. Mientras él animaba a sus alumnos a contemplar el firmamento o a bailar el vals, yo jugaba a hacer “comiditas” con las plantas del jardín, comía moras en el campo, recogía conchas en la playa y dormía en una habitación llena de hermanas. Pertenezco, seguramente, a una de las últimas generaciones de niños que vieron una vaca pastando y la oyeron mugir antes de verla en una pantalla y escucharla cantar. Y tuve ese tesoro en las manos (porque algunas de esas experiencias sencillas y reales son hoy tan raras como un tesoro) sin conocer durante mucho tiempo su importancia y su valor.
Senior puso las piezas del tesoro en orden; les dio un sentido y una función. Su convencimiento de que parte de la incapacidad de las mentes y los corazones modernos para adherirse a la verdad tiene que ver con las disfunciones de una vida aislada de lo real, de una imaginación no fecundada por la naturaleza, la poesía y los buenos libros, de la ausencia de una cultura cristiana capaz de proteger y acoger la semilla, me convenció de que todas aquellas piezas pequeñas, todas aquellas obras, canciones y leyendas, todas las costumbres y tradiciones eran los peldaños de una escalera. Y me llevó también a escribir un libro.
El mundo que yo intenté recrear en ese libro debe mucho a antiguos y no tan antiguos maestros cristianos, debe mucho a John Senior, a las viejas y buenas ideas en las que él creía, que amó y que enseñó. Todo el universo de San Ireneo de Arnois bebe de la cultura cristiana. Un pequeño lugar en combate perpetuo con el mundo moderno; un refugio donde las cosas son lo que siempre han sido; un pueblecito en el que la escala de la vida es pequeña, en el que se conservan las tradiciones, en el que el mundo está hecho a la medida del hombre, en el que hay un tiempo para cada cosa y en el que no se han borrado los senderos que conducen a Dios.
El protagonista de El despertar de la señorita Prim es un alumno de John Senior. Un hombre que se convirtió al catolicismo después de asistir a un programa en la Universidad de Kansas. El detalle, aparentemente casual, no pasó desapercibido a los ojos de un gran conocedor y admirador de Senior, Philippe Maxence, director del diario católico L’Homme Nouveau, ni a los del abad del monasterio de Clear Creek, Philip Anderson, que un buen día me escribió un mensaje intrigado por la “conexión” que veía en el libro con la Universidad de Kansas y con su antiguo maestro.
La conexión fue incluida en la historia como homenaje y agradecimiento a Senior, como una pista para el improbable caso de que el libro llegase a manos de alguno de sus alumnos; y así ocurrió. La señorita Prim, aunque seguramente no lo sabe, debe mucho al Programa Pearson y al milagro de Lawrence, a esos tres profesores católicos que comenzaron un buen día a conspirar con las estrellas, preparados por la Providencia y guiados por Nuestra Señora –a la que John Senior amaba tanto– para participar en un combate bello y terrible que se inició hace mucho tiempo y que todavía no ha terminado.
NATALIA SANMARTÍN FENOLLERA es la autora de El despertar de la señorita Prim.
(*) Este texto constituye la Presentación a la edición en español, editada en Argentina, de La restauración de la cultura cristiana, de John Senior.
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