Ayer, Rajoy otorgó a Iglesias el rango oficioso de líder de la oposición parlamentaria. Lo hizo porque le conviene, pero probablemente también como una esperada venganza hacia Sánchez
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy (i), y el líder de Podemos, Pablo Iglesias, durante sus respectivas intervenciones en el Congreso. (EFE)Pablo Iglesias anunció la moción de censura el 27 de abril. En aquel momento, el PSOE estaba en plena campaña de elección de líder, los Presupuestos en el aire y los independentistas catalanes aún no habían dado el paso de fijar la fecha y la pregunta de su referéndum insurreccional. La moción anunciada ni siquiera tenía candidato: eso es lo de menos, repetían sus promotores. Muchos interpretaron el movimiento de Podemos como una mera añagaza táctica para interferir y perturbar la votación de los socialistas. Sin duda, algo había de eso, pero a lo largo de estos 47 días de incubación, Iglesias ha sabido mantener viva la iniciativa y adaptarla a las nuevas circunstancias.
El Gobierno ha tenido también mucho tiempo para decidir su estrategia en este debate. Podía haber elegido el camino de ningunear a la moción y a su proponente, pero hizo lo contrario.
El debate de la moción de censura funciona en la práctica como una sesión de investidura del candidato que se propone. Rajoy decidió jugar ese juego y asumir el papel que en los grandes debates corresponde al líder de la oposición, protagonizando en primera persona y en exclusiva no solo la confrontación con Iglesias sino también la respuesta al larguísimo mitin introductorio de Irene Montero. En ningún momento actuó como un presidente censurado, sino como implacable examinador del candidato y de su partido. Hizo oídos sordos a todo lo que sonara a corrupción —en realidad, ignoró olímpicamente ambos discursos— y tiró de hemeroteca para retratar a su adversario y regocijar a su bancada.
Iglesias también aceptó el juego. Se sintió a gusto en la confrontación con Rajoy y más a gusto aún después como protagonista absoluto del debate, saliendo a responder a todos y repartiendo caramelos y palos a discreción. Aunque aún estamos en el entreacto (hoy escucharemos a los grupos principales, Ciudadanos, PSOE y PP —no se pierdan la actuación abrasiva de Rafael Hernando—), el líder de Podemos va pasando con nota la dura prueba parlamentaria.
Es cierto que Rajoy mostró su lado sarcástico y Pablo Iglesias encontró una fórmula intermedia entre sus dos versiones: fue brutalmente agresivo en el fondo y templado, incluso melifluo, en el tono. Pero lo que me preocupa es el fondo de sus respectivos mensajes: en román paladino, Iglesias estableció que el PP no puede gobernar España porque es un partido de ladrones (“una organización criminal”, dijo) y Rajoy afirmó que Podemos no puede gobernar porque no es un partido democrático. Estos son hoy los términos escalofriantes de la contienda política en España.
Lo cierto es que Mariano y Pablo se reconocieron mutuamente como antagonistas predilectos, y ambos parecieron satisfechos de ello. Es evidente que los dos salen beneficiados de esa polarización, que les permite fortalecerse ante sus respectivas parroquias.
Ayer, Rajoy otorgó a Pablo Iglesias el rango oficioso de líder de la oposición parlamentaria. Lo hizo porque le conviene, pero probablemente también como una esperada venganza hacia Pedro Sánchez, con quien tiene unas cuantas cuentas pendientes.
Precisamente la ausencia de Sánchez gravita sobre este debate —hoy se notará aún más— y seguirá pesando durante todo lo que le quede de vida a esta legislatura. Es evidente que el PSOE tiene un problema mayor en el Congreso. En realidad, tiene dos.
La atención no se centrará en el devaluado intercambio entre Ábalos y Rajoy, sino en el mucho más atractivo entre Mariano y Pablo
Por una parte, en los tiempos de la política-espectáculo, el no estar presente en la pista central del circo es una situación muy complicada de mantener durante un tiempo prolongado. Cualesquiera que sean la inéditas capacidades parlamentarias de quien ejerza como portavoz, es imposible suplir el papel del líder. Mucho menos cuando hay un competidor en el mismo espacio opositor con un grupo numeroso, afán de protagonismo y probada capacidad para atraer los focos.
Esta situación se reproducirá permanentemente a partir de ahora. En los grandes debates o en la sesiones semanales de control del Gobierno, inevitablemente la atención no se centrará en el devaluado intercambio entre Ábalos —o quien le sustituya— y Rajoy, sino en el mucho más atractivo entre Mariano y Pablo. Lo que, además, se replicará entre Soraya Sáenz de Santamaría e Irene Montero, que prometen momentos de gloria.
Por otra, en el plano estratégico, el PSOE corre el riesgo de quedar en una posición subalterna en las cuestiones clave. En el arranque de la legislatura supo poner en valor su posición central, bien arrancando al Gobierno valiosos acuerdos en materias económicas o sociales, o bien encabezando el bloque opositor en las contadas pero sonoras derrotas del Ejecutivo. De hecho, hasta la aprobación del Presupuesto, el grupo socialista fue el único que no perdió ni una sola votación en el Congreso, él inclinaba la balanza y determinaba las mayorías.
En la política económica y presupuestaria, el PSOE se ha declarado prescindible y el Gobierno lo ha sustituido armando una consistente mayoría
Pero eso se terminó. En la política económica y presupuestaria, el PSOE se ha declarado prescindible y el Gobierno lo ha sustituido armando una precaria pero consistente mayoría con Ciudadanos, el PNV y los nacionalistas canarios.
En el conflicto de Cataluña, no le queda otro remedio que encolumnarse detrás del Gobierno y rezar para que Podemos no los coloque en una situación embarazosa poniendo a votación, por ejemplo, una propuesta sobre la plurinacionalidad de España (es lo que pasa cuando uno se mete en innecesarios jardines conceptuales sembrados de minas).
Y en el tema de la corrupción, que completa el triángulo de las cuestiones centrales de los próximos meses, es imposible que el PSOE arrebate el protagonismo a Podemos (que siempre irá dos pasos más lejos que él) y a Ciudadanos (por su capacidad para alterar la mayoría gubernamental).
Por lo demás, Iglesias dio ayer un paso interesante situándose como el potencial articulador de un frente de izquierdas: lo vimos confraternizar concupiscentemente con ERC (“enorme lucidez”, dijo de las burricies de Tardà) y a la vez lanzar descarados cantos de sirena a los socialistas para que regresen de su mano al redil de la izquierda, escarmentados del acuerdo con Ciudadanos y de la abstención a Rajoy.
Más allá del anecdotario y de sus sucesivas caracterizaciones, al líder de Podemos siempre se le escapa una frase que delata su pensamiento. Solo hay que estar atento para que no se te pase. Ayer, al final de su cariñoso intercambio de piropos con Tardà, soltó la siguiente enormidad: “Hay una oportunidad de conseguir un momento constituyente sin el PP y sin sus socios”. Es decir, sin la mitad del país. Ya sé que no es posible, pero es lo que lleva en la sangre.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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