En la solución, deben converger todas las instituciones que tienen competencias directas, facultades políticas y simbólicas. De ahí que circule la pregunta de cuál es el papel de la Corona
El rey Felipe VI saluda al presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. (EFE)
De manera aparentemente inercial, el presidente Rajoy y el Gobierno han situado la crisis de Cataluña en un terreno institucional en el que todavía no estaba. Lo han hecho cuando han calificado las maniobras del independentismo como metáfora de un “golpe de Estado” y cuando el mismo presidente del Gobierno ha subrayado —lo hizo en Sitgesdurante las jornadas del Círculo de Economía— que no toda la responsabilidad de solucionar el problema allí creado le corresponde a él. Ambas reflexiones gubernamentales son, con algunos matices, ciertas. En la solución de lo que ocurre en Cataluña deben converger todas las instituciones que tienen competencias directas, facultades políticas y simbólicas. De ahí que circule la pregunta de cuál es el papel de la Corona en este crítico asunto.
Se trata de una interrogante bien traída. Porque estamos ante una cuestión de Estado y el Rey es su cúspide, él simboliza su unidad, él modera y arbitra el funcionamiento regular de las instituciones y asume su más alta representación en las relaciones internacionales. Además, la justicia se imparte en nombre del Rey. Bastarían estas menciones competenciales contenidas en distintos preceptos de la Constitución para afirmar sin duda alguna que Felipe VI sería apelado si en Cataluña se produjese una declaración unilateral de independencia o se convocase y se tratase de celebrar, con insumisión al Tribunal Constitucional, una consulta secesionista. Hasta el momento, el Rey ha hecho lo que debía: ir a Cataluña, ejercer de eslabón entre aquella comunidad y el resto de España, escuchar a los unos y a los otros y —al tiempo— desarrollar tras las elecciones generales del 20-D de 2015 y las del 26-J de 2016 las funciones arbitrales que le atribuye el diabólico artículo 99 de la Carta Magna.
Felipe VI sería apelado si en Cataluña se produjese una declaración unilateral de independencia o se convocase y se tratase de celebrar un referéndum
Las monarquías parlamentarias, en situaciones de normalidad política, se comportan como lo hace la nuestra. En circunstancias excepcionales, se salen de la bendita rutina democrática y asumen ciertos riesgos. La historia comparada —de Isabel II de Inglaterra al abdicado Alberto II de Bélgica— da mucho de sí. Pero sin ir más lejos, y salvando todas las distancias que se quieran, el 23 de febrero de 1981, Juan Carlos I de Borbón alcanzó la plena legitimidad de ejercicio al parar el golpe de Estado e imponer la vigencia de la Constitución de 1978.
Como los tiempos cambian, ni 1981 es 2017, ni el golpe de Tejero se parece al proceso secesionista de Cataluña, pero en ambos casos está en juego la integridad de la Constitución, y esa circunstancia requeriría que la Corona, en su momento, se salga del carril y, superada la etapa de buen componedor que corresponde al Rey, sea este el que se pronuncie de una manera más expresa y monográfica sobre lo que ocurre en el Principado.
Está en juego la integridad de la Constitución, y esa circunstancia requeriría que la Corona, en su momento, se salga del carril
El repaso de los discursos del jefe del Estado en sus frecuentes viajes y estancias en Cataluña demuestra que son impecables porque defienden los principios constitucionales y la pluralidad en la que aquella comunidad debe desenvolver su identidad, como lo es la entereza —y la paciencia— de Felipe VI al soportar estoicamente la unidireccional libertad de expresión de los secesionistas que le abuchean y silban al himno nacional.
El Rey tiene, por tradición no por imposición, sus pronunciamientos públicos tasados. En Navidad, en la Pascua Militar, en la recepción al cuerpo diplomático, en sus intervenciones institucionales ante parlamentos de los países que visita. En esas disertaciones, el Rey deja caer ideas, sugerencias, intenciones y alguna que otra urgencia. Pero se han superado ya todas esas etapas en las que los recursos a inevitables —y a veces, convenientes— eufemismos pueden ser juzgados como suficientes. Quizá se hará necesaria —debe buscarse el momento conveniente— una declaración institucional del jefe del Estado, refrendada naturalmente por el Gobierno, en la que Felipe VI plantease ante toda la opinión pública que Cataluña es una cuestión de Estado, de supervivencia constitucional, e hiciese un llamamiento a la estricta necesidad de que la Generalitat se atenga escrupulosamente a la Carta Magna y a la legalidad autonómica que de ella se deriva.
Estamos, por lo que afecta a la Corona, o vamos a estarlo pronto, en una situación anímica de extrema necesidad de referencias suprapartidistas
Estamos, por lo que afecta a la Corona, o vamos a estarlo pronto, en una situación anímica de extrema necesidad de referencias suprapartidistas, como en aquella espera tensa de la noche y la madrugada de los días 23 y 24 de febrero de 1981. La intervención del Rey, entonces, resultó un definitivo punto de inflexión. Y la legitimación —por su funcionalidad— de la monarquía parlamentaria. No hay monarca en las democracias occidentales de hoy que no requiera granjearse, además de la legitimidad constitucional, histórica y dinástica, la que proporciona el ejercicio de sus funciones cuando acaecen circunstancias excepcionales.
Felipe VI ha sabido navegar en las turbulentas aguas de dos investiduras fallidas y en la posibilidad de dos bloqueos institucionales. Su 'tour de force' es Cataluña. Su eventual intervención argumental sobre este asunto serviría a la opinión pública como el braille al ciego: tocar y comprobar que el Rey no se conduce entre bambalinas, ni sus palabras requieren de interpretación como si de teoremas se trataran. En traje civil, con sus maneras sobrias y sus palabras adecuadas, Felipe VI debe formar más parte de la solución para Cataluña, que está en la Constitución y nunca fuera de ella. Cuando la nación lo necesita, es preciso hacer valer sus mejores activos. Y este Rey es —con una enorme diferencia— la referencia institucional más respetada e integradora de cuantas dispone el Estado.
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS Vía EL CONFIDENCIAL
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