La izquierda como identidad. EFE
Saberse “de los nuestros” es siempre un sentimiento muy tranquilizador, porque nos ofrece un lugar en el mundo, nos protege del frío de la soledad y nos llena las agendas de amigos. Como primates sociales que somos, la adaptación al grupo forma parte de nuestra misma naturaleza humana y resulta, por tanto, comprensible la tendencia a sentirnos componentes de algo, sea una familia, un club de fútbol, una religión, una peña festiva, una sociedad gastronómica o incluso una ideología.
El problema aparece cuando sublimamos la importancia de ese grupo y renunciamos a la también muy humana individualidad. Esa misma que nos permite ver, juzgar y entender el mundo y la realidad sin someternos a la obligación de resultar siempre afectos al grupo o grupos de los que somos miembros.
Se supone que la política es una actividad humana dirigida a la acción, a la transformación de la realidad en favor de una vida mejor (según los estándares de cada ideología o partido, por supuesto). El problema es que hacer política es tomar decisiones, siempre en condiciones difíciles y siempre con consecuencias, tanto deseadas como indeseadas. No hay manera de acertar siempre, es imposible no generar damnificados o, al menos, perjudicados e, incluso cuando se acierta, el éxito nunca es total y completo. Como en la vida.
Solo hay una forma de acertar siempre en política y es simple: no hacer, no decidir, no comprometerse, no aceptar jamás nada que no sea, a nuestros ojos, completamente perfecto. Mauricio-José Schwarz lo llama con sorna “el principio de la Purísima Concepción”. Solo así es posible protegerse de cualquier fracaso.
El método resulta infalible porque, aunque naturalmente uno no consigue nunca nada real para los demás, las magníficas propuestas alternativas no pasan por el cruel fielato de la realidad que las desgastaría, las ensuciaría y ¿quién sabe? tal vez las desenmascararía como falsas soluciones. Nada de eso puede suceder si las mantenemos a salvo, inaplicables, puras e intactas en su autenticidad.
Así que, a falta de hacer, nos quedamos con el ser. Volvemos la vista al sentimiento humano de pertenencia, tan grato, y convertimos la alternativa política en entorno identitario. Soy de izquierdas y punto. Una elección ventajosísima, que solo precisa de consignas, que aglutina en derredor a “nuestra gente”, sin necesidad de asumir riesgos y sin ningún peligro de decepcionarla. Si acaso de expulsar a alguno del grupo, por impuro.
La competición por ser de izquierda que enfrenta al PSOE y a Podemos nos deparará momentos inolvidables. El primero fue la supresión de la palabra “centro” de la ponencia política del 39 Congreso. Después ha venido el cambio instantáneo de posición respecto al tratado comercial con Canadá (CETA) después de que en una red social se acusara a los socialistas de “no ser de izquierdas” si mantenían el apoyo que venían dando a un acuerdo que, por supuesto, no es perfecto. Un problema complejo solucionado de una forma simple, sin explicaciones. Vendrán más.
Esta pasión por demostrar urbi et orbi que se es de izquierdas, de los nuestros, será muy humana, desde luego, pero puede resultar peligrosa si llega al extremo de poner en manos ajenas la batuta que marque el ritmo al que bailen los socialistas españoles.
¿Será la izquierda identitaria una más de las naciones de este Magreb peninsular que formamos los no catalanes, según Lupiáñez?
CARLOS GOROSTIZA Vía VOZ PÓPULI
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