Max Weber en la Moncloa. EFE
Es posible que el Presidente del Gobierno sepa quién fue Max Weber, pero no es probable que haya leído La ética protestante y el espíritu del capitalismo o sus dos célebres conferencias de Munich, pronunciadas en 1917 y 1919, La ciencia como vocación y La política como vocación. Nuestra actual clase política no es demasiado leída y los pocos representantes públicos que sí han abierto algún libro creen que la teoría de la relatividad la formuló Isaac Newton o se hacen un lío con los títulos de las obras más conocidas de Immanuel Kant. Sin embargo, el conocimiento profundo y la reflexión sosegada sobre los grandes autores del pasado es muchas veces de valiosa ayuda para entender el presente y para el arte de la conducción de los pueblos.
En el caso de Weber, aunque Mariano Rajoy no lo sepa, sus interesantes planteamientos sobre el equilibrio entre la ética de la responsabilidad y la ética de las convicciones y también sobre el monopolio legítimo de la fuerza como prerrogativa definitoria del Estado, adquieren plena vigencia ante una de las decisiones más difíciles de su por otra parte anodina vida, decisión que habrá de tomar en las próximas semanas: la aplicación o no del artículo 155 de la Constitución para impedir el golpe de Estado que preparan desde hace tiempo a cielo abierto y pagado por la hacienda nacional los separatistas catalanes.
La delirante situación que reina hoy en Cataluña ha llegado a tales extremos de absurdo que su manejo no es nada fácil porque no existe ya una buena solución al embrollo y todas las opciones a seguir únicamente se distinguen entre sí por su mayor o menor grado de daño, del catastrófico al meramente considerable. Las causas remotas e inmediatas del desastre han sido sobradamente analizadas y en ellas destacan con indudable protagonismo una estructura territorial del Estado que favorece las pulsiones secesionistas, la total carencia de visión de los dos grandes partidos, una concepción oportunista y de muy corto plazo de la política de todos los inquilinos de La Moncloa de los últimos cuarenta años, el disparate del nuevo Estatuto promovido por Zapatero y la necesidad de los capos mafiosos de Convergencia de escapar a la justicia española.
Llegados al punto en que nos encontramos, al Gobierno de la Nación le espera una pesadilla de aquí al final del verano. La trituración del orden constitucional tiene ya fecha, perpetradores, método e instrumentos jurídicos y materiales a punto. ¿Qué hacer que no sea la pasividad, no se sabe si fruto del miedo, de la indolencia o de la inoperancia? Porque el tiempo se ha acabado y si Rajoy continúa en su contemplación estática del mundo parapetado detrás del Marca y de los tribunales, España será liquidada.
En este punto es donde entra el legado intelectual del genial sociólogo alemán, al que uno de los asistentes a su lección magistral pronunciada hace un siglo describió como “ese hombre barbudo y demacrado que durante su exposición en ocasiones parecía un profeta atormentado por la premonición de futuros cataclismos y en otras un guerrero medieval antes de partir a la batalla”. En efecto, el Estado, lo que encarna y representa, el imperio de la ley, el orden, la seguridad y la garantía de los derechos y libertades de sus ciudadanos, implica que sea el único depositario del empleo de la violencia y es por eso que el policía que abate a un terrorista actúa de manera moral y legalmente correcta y el terrorista que hace explotar una bomba en un supermercado no puede alegar pretextos políticos para justificar su horrendo crimen. Si el Estado renuncia a esta facultad suya esencial y necesaria, el Estado desaparece. Por tanto, si Rajoy es incapaz de superar su pavor a la acción resolutiva y no toma medidas contundentes antes de dos meses, tendrá sobre su conciencia el infamante baldón de haber sido el gobernante español que permitió que la Nación a él confiada quedase reducida a astillas.
En cuanto a la incómoda tensión entre los principios a respetar y los resultados a conseguir, en este caso, el de la ofensiva de los separatistas catalanes contra la unidad nacional, la conclusión es fácil porque convicciones y responsabilidad se funden en una evidencia indivisa: el deber ineludible del Gobierno de hacer cumplir la ley. La concreción práctica de la puesta en marcha del artículo 155, su desarrollo normativo, los medios a movilizar, la reacción de la autoridad democrática a posibles desmanes callejeros de los sublevados y la gestión de una Comunidad Autónoma intervenida son asuntos a resolver con inteligencia, prudencia, firmeza y proporcionalidad, pero lo que es indubitable a la luz de la doctrina weberiana es que el golpe ha de ser neutralizado y que no hay más remedio a estas alturas, porque ha quedado demostrado que las sentencias de los jueces son ignoradas por los transgresores, que hacerlo mediante la fuerza.
Los errores tarde o temprano se pagan y cuatro décadas de cobardías, renuncias, carencia de estrategia, meteduras de pata tácticas y dilaciones pusilánimes, han conducido a la desagradable e inevitable obligación de aparecer en las Consejerías de la Generalitat enarbolando el Decreto que las ponga bajo el control del Estado. Si además del papel timbrado habrá que exhibir otros argumentos más contundentes dependerá del nivel de insensatez de los golpistas, aunque la experiencia histórica y el perfil psicológico de los actuales mandatarios catalanes indican que bastará con enseñar los dientes sin tener que hincarlos porque eso duele y no parece que esta banda, tan proclive a la baladronada y al saqueo, esté demasiado dispuesta al sufrimiento.
ALEJO VIDAL-QUADRAS Vía VOZ PÓPULI
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