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domingo, 18 de junio de 2017

UN VIAJE AL FONDO DE LA NADA


La segunda vuelta de las elecciones presidenciales francesas ha tenido una sustancia que, sin duda alguna, hará fermentar de nuevo los materiales sobre los que la Francia parisina lleva haciendo ondear su ombligo cultural en los últimos doscientos cincuenta años. 

La votación del 7 de mayo, convenientemente dramatizada por los medios de comunicación, ha permitido que a Francia no se le reproche su tercera parte de sufragios xenófobos y reaccionarios, sino que se elogie su solo aparente unanimidad republicana, liberal, ilustrada y moderna. 

Un peligro éste de la ultraderecha, nacido en las mismas entrañas de la sociedad francesa, y que se corresponde a lo que los intelectuales del país vecino les cuesta admitir -la tradición contrarrevolucionaria, bonapartista y maurrasiana, las herencias de recelo ante la democracia parlamentaria y de exaltación de una civilización que se considera propia, y no parte de la idea misma de Europa-, ha sido vencido por Macron con el consiguiente alivio de todos los gobiernos europeos.

Como si la victoria de Marine Le Pen hubiera sido alguna vez posible, vistos los resultados en aquellos departamentos en los que el Frente Nacional ha ido acumulando sus rencores desde hace más de treinta años y, en especial, tras el inicio de esta devastadora crisis económica y de confianza en la sociedad abierta. 


Como si el triunfo de un candidato improvisado fuera la manifestación del destino de una nación elegida para darnos su orientación moral, lo que ha venido haciendo desde 1789. 

 Como si pudiera satisfacernos que solo un 66% de votantes y menos de la mitad de los electores de Francia creyeran en el proyecto europeo y en las instituciones parlamentarias de las que nos dotamos tras el horror de los totalitarismos. 

Como si, además, todo lo que ha ido definiendo esa victoria pudiera resultarnos estimulante, en la medida en que -pura contradicción- habla de ruptura y continuidad, de valores y de pérdida de ideología, de confusión entre el consenso básico de las sociedades democráticas y la ambición de transversalidad de quienes quieren representarlo todo.

Lo que menos podrá defenderse en esta España que se ha volcado en aplaudir el resultado es el intolerable mecanismo plebiscitario, en el que la curiosa izquierda de nuestro país encuentra ahora tantas virtudes. A mí me sonroja que los defensores de la primacía del parlamento y de la democracia de partidos alaben ahora un sistema creado, precisamente, para prescindir de ambos. 


Con leer las memorias de Charles de Gaulle -algo que sería un ejercicio indispensable de todo el que quiera comentar la V República-, basta para saber que la presidencia se pensó precisamente para alejar a la Asamblea Nacional y a los partidos políticos del núcleo del poder ejecutivo. 

El general, héroe nacional de la Francia liberada, creyó que la autonomía de la autoridad presidencial iría acompañada de una elección clamorosa de la máxima jerarquía de la nueva República en la primera vuelta. Hubo de resignarse a que Mitterrand y Lecanuet lo enviaran a la segunda vuelta en 1965. Y que, en esta, su victoria estuviera muy lejos de ser aplastante.

Desde entonces, la elección del presidente ha tenido que pasar siempre por ese trámite que Macron definía con indudable sinceridad: en la primera vuelta se elige, en la segunda, se elimina. Es decir, que los franceses han sido sometidos de nuevo a un ritual plebiscitario en el que, descartadas opciones con una base electoral casi tan grande como la de los seleccionados para el “ballotage”, no han podido elegir: han tenido que limitarse a eliminar. 


La imposibilidad de la victoria de Marine Le Pen era clara, pero su nivel indudable de representación en la sociedad francesa tenía unas motivaciones que el trazo grueso de la división entre “fascistas” y “antifascistas” de ocasión no ha permitido discutir. Entre ellas se encuentra algo que no puede interpretarse solamente como cerrazón e ignorancia, sino también como irritación ante los peligros que acechan las raíces culturales de una sociedad, el desafecto provocado por la destrucción de tramas de seguridad y cohesión, y la quiebra de condiciones de vida para los más débiles en esta década de espanto.

No es la motivación de ese creciente apoyo al lepenismo, sin embargo, lo que me interesa destacar aquí. Entre otras cosas, porque la complejidad del descontento de la ciudadanía francesa, que se ha expresado en formas tan distintas como el voto a los nacionalistas xenófobos, la abstención, el voto nulo o un sufragio otorgado a regañadientes a Macron, debería estar en el centro de todo análisis solvente, superado ese entusiasmado alivio que han expresado sectores muy diversos de la opinión publicada. 


Lo que debe subrayarse es el silencio ante un método de elección que algunos consideran aberrante trasladar a España, por verlo como una agresión a esos partidos en los que nuestros constituyentes vieron la mejor forma de encauzar la voluntad política y la representación de los ciudadanos. Algunos dirán que es mejor dejar a los ciudadanos tener la última palabra, en lugar de ponerla en manos de sus representantes en las instituciones. Pero no me parece un sistema ejemplar el que condena a casi el ochenta por ciento de los electores a escoger a quien no han elegido.

Aunque esto permita sacar los colores de nuevo a nuestra peculiar izquierda patria, hay algo que debería preocuparle a la derecha. En el elogio a Macron, ni siquiera se ha evitado presentarle como un triunfador que, apoyado por una marea de ciudadanos cargados de fe y llenos de convicciones, es el líder de la regeneración frente a la oligarquía, la encarnación de la actualidad frente a la oxidación institucional, el símbolo de la juventud frente a la reprobable ancianidad de una supuesta casta de representantes. 


Y, sobre todo, el candidato que enarbola ese fin de las ideologías, que orienta el camino de la perfección cívica de la ultramodernidad. Dejemos para la crónica del humor la aceptación literal por cierta prensa de las pretensiones macronianas de ser De Gaulle y Mitterand al mismo tiempo. Dejemos, quizás con mayor énfasis, la alusión a Pierre Mendès-France alojada en algún comentario apresurado. Poner la estatura del actual presidente al nivel de estas figuras del pasado reciente de Francia es una agonía intelectual que los historiadores no debemos soportar.

No obstante, hay algo que aún me causa más desasosiego, por alcanzar el punto más hondo de la quiebra cultural de la derecha española. Algo que nos lleva a un viaje al fondo de la nada en lo que atañe a los principios sobre los que hemos ido construyendo nuestra idea de la democracia occidental. 


Nos referimos a la lucha contra el relativismo moral, al combate contra el eclecticismo, a la defensa de una sociedad que es plural porque existen en ella diversas concepciones del orden político, a nuestro afecto por las convicciones frente a la irónica carencia de ellas, a nuestra necesidad de delimitar campos ideológicos frente a la agrupación informe de gestos publicitarios y equidistancias sonrientes. 

Nos referimos a la estúpida alegría de quienes aplauden la quiebra de partidos, sistemas, símbolos y proyectos con los que se reconstruyó, sobre las cenizas de la irracionalidad, esta Europa en la que basamos nuestras convicciones, frente al colérico fanatismo y al risueño descreimiento.




                                              FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR  Vía ABC 

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