Un tópico recurrente entre los más grandes pensadores del siglo XX ha consistido en subrayar el enorme contraste entre la perfección de nuestros avances científicos y tecnológicos, lo que se puede llamar el progreso material, y el endeble andamiaje moral colectivo con el que tenemos que conformarnos. Esa reflexión tal vez deba mucho a la anonadante experiencia del holocausto, cuando una buena parte de la sociedad alemana, la más culta, rica y refinada de cualquier momento de la historia, se dedicó a practicar un brutal e inhumano exterminio de seres supuestamente inferiores. Eso ya fue hace unas decenas de años, y se supone que algo habríamos debido aprender, pero por todas partes nos persiguen imágenes del contraste entre los logros y las carencias de unos modos de convivencia que no acaban de encontrar su equilibrio.
Las imágenes de la catedral de París en la que centenares de víctimas inocentes se vieron obligadas a permanecer con los brazos en alto mientras la policía trataba de encontrar a un terrorista que podría ser cualquiera, constituyen una buena ilustración de esa clase de paradojas, de cómo la demanda de seguridad nos convierte en sospechosos, en reos de un orden que no acierta a imponerse de maneras más persuasivas. En el mundo entero asistimos a una portentosa incapacidad de la política ordinaria para hacerse cargo de los problemas, que, fuerza es reconocerlo, están rompiendo un poco los esquemas habituales de la representación y el gobierno razonable. Ahora mismo, parece imponerse en el mundo entero una moralidad, que tiene mucho de corrección política de sopa conventual socialdemócrata, que podría ser extraordinariamente eficaz en cualquier comunidad celestial, pero que se muestra bastante incoherente con los males del momento. Para que nadie se confunda, pondré un ejemplo que no creo admita demasiadas discusiones: el progreso moral en las doctrinas penales ha hecho mucho por instalar un principio enormemente valioso, la presunción de inocencia, pero asistimos, una y otra vez, a formas de emplear ese principio para desviar la responsabilidad moral, para eludir, en último término, la acción sanadora de la Justicia. Detrás de esta clase de fenómenos, se oculta, a no dudarlo, la paradójica creencia de que los individuos son siempre inocentes y la sociedad culpable, es decir la falta de una responsabilidad personal exigente que echa siempre en el saco de otros la carga de explicar lo que no funciona.
El Popular, a un euro
Un Banco, durante décadas modélico, se ha evaporado ante las narices de sus accionistas que ahora ponen el grito en el cielo y pueden llegar a pretender que los que no lo somos apechuguemos con las responsabilidades que ellos no supieron ejercer y vigilar. Eso es lo que pasaría si un juez cualquiera acabase condenando a los poderes públicos a indemnizar a los inocentes accionistas del Popular. Este caso es político no porque el ministro Guindos haya intervenido más o menos, sino porque expresa con toda nitidez los riesgos que se corren cuando la representación, mercantil o política, se fija solamente en los resultados y se olvida de vigilar lo que los dirigentes hacen con el dinero que se les confía. Naturalmente que los que dirigen un Banco tienen muchas maneras de despistar a sus accionistas, en especial a los pequeños, y hasta pueden conseguir avales de buena gestión y respetabilidad que todo el mundo acepta como palabra divina.
Si eso ocurre con un Banco, piensen en lo que pasa en la política, cuando los Gobiernos tienen infinidad de recursos para hacernos creer que vivimos en Jauja, e incluso usan nuestras infundadas sensaciones para proclamar lo bien que va todo. En los Bancos, aunque sea raro, hay algo que llega a ser insoportable, en los Gobiernos es más difícil llegar a la quiebra, pero la clase de procesos que el público biempensante desconoce no hace nada por garantizar que eso no suceda nunca, muchos Gobiernos se limitan a acumular deuda para que se pague ad kalendas graecas y a salir del paso empleando a más gente todavía. Lo que le ha pasado al Banco Popular puede ser tortas y pan pintado como haya un aumento serio de los tipos de interés, o se produzca un pinchazo en la burbuja de la deuda pública, que continúa imparable. Creer que eso no puede pasar es tan absurdo como imaginar que nunca habría dos atentados tan seguidos, y tan similares, en el Puente de Londres.
La responsabilidad política
El órgano encargado de controlar a los Gobiernos es el Parlamento: ¿alguien cree que cumpla esa función de manera mínimamente digna? El órgano encargado de castigar los delitos es la Justicia, ¿alguien cree que esté actuando de manera ciega e imparcial como proclama su imagen universal? Vivimos tiempos en los que la política se está convirtiendo en una actividad descaradamente impúdica, en que vemos cómo los que tenían que dedicarse a defendernos, los que tenían que hacer aquello que les encomendamos en las elecciones, se dedican en exclusiva a sus asuntos. Los más descarados roban lo que pueden, pero otros menos atrevidos llegan, simplemente a olvidar la razón por la cual son elegidos. ¿Alguien participaría en una elección en la que se nos dijese que tenemos que elegir a los diputados que van a obedecer a su jefe, aunque su jefe sea un ladrón, un traidor o un incompetente? Desde luego que no, pero dada la conformación de nuestros partidos, desde el PP hasta Podemos, eso es exactamente lo que hacemos al votar. Si alguien dijere que para cumplir de hecho esa función hasta podía ser más eficaz una “escuela de mandos” como la de cualquier dictadura, sería muy mal visto, pero no diría nada demasiado alejado de la realidad.
¿Sería posible encontrar entre nuestros diputados un héroe como Ignacio Echeverría? No, desde luego. ¿Haría falta? Sin duda, y sobre todo, sería necesario que una buena mayoría de nuestros representantes conservase un mínimo de libertad de conciencia, un cierto espíritu crítico, pero da la sensación de que para lo único que se emplea eso es para las contiendas internas, no para exigir al líder que haga lo que prometió, sino para ver si se logra quitarle del sitio, más frecuentemente, para escarmentar a los elementos que den la sensación de que podrían intentarlo. Una disciplina bovina en los partidos tiene como consecuencia inevitable que dejen de cumplir su función representativa y, desde luego, que la mínima separación de poderes que exige cualquier democracia se convierta en papel mojado.
El quilombo de la corrupción
El PP, siempre a las órdenes, parece dispuesto a conseguir que cualquier debate sobre las formas en las que se ha visto contaminado por una corrupción muy capilar y centralizada, se convierta en un festival del “y tú más”, en una Tomatina política con Maillo de director de escena. Volverá a equivocarse, porque si bien aciertan al temer que la sombra de la corrupción deteriore aún más su ya exigua mayoría, se equivocan de medio a medio si creyendo que el remedio pueda estar en un imposible disimulo, en una mezcla de mirar para otra parte y señalar al de enfrente de la manera más bronca. Lo peor, es que, al hacerlo así, prostituyen el sentido de la representación política, vuelven a preferir su escaño a la dignidad. Si siguen así, puede que al final también el Partido Popular termine por valer menos de un euro, como el en otro tiempo prestigioso Banco homónimo.
La irresponsabilidad política suele parapetarse tras eslóganes de conveniencia, tras falsas verdades, como la tan manida de la gobernabilidad. Solo en la medida en que los electores recuperemos el buen sentido y subordinemos nuestra preferencia personal a que vuelvan a tener sentido valores como la dignidad, la responsabilidad y la defensa del interés común, se podrá recuperar el impulso moral sin el que las democracias se desmoronan.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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