Carlos Sánchez Mato. EFE
Los populistas se arrogan siempre la exclusividad de las virtudes y del odio del pueblo. Ellos son los verdaderos representantes de la gente, de sus inquietudes, intereses y costumbres, y encarnan, supuestamente, lo mejor del ciudadano: su honradez, honestidad, solidaridad, e incluso modestia. Esto permite a los populistas convertirse en inquisidores de los demás, alardeando de altos principios, en un aire tan victimista como enojado. Aprovechan un momento de crisis política y social, le dan un relato apocalíptico, lo adornan con grandes palabras, y se dedican a demonizar al “enemigo” y a pontificar a los suyos.
El endiosamiento es una de las características enfermizas de los líderes populistas. Son la virtud vestida de Alcampo, la cofradía del Santo Reproche, un disfraz que les permite salir en las televisiones, siempre airados, dando tantas lecciones como suculenta carnaza a esos periodistas ávidos de espectáculo que también se identifican con el papel de Torquemadas.
Es más; como los populistas son la virtud en sí misma, convierten sus cuentas en algo “transparente” y publican un Código Ético que hubiera asustado al propio Hammurabi. Qué bien sienta ponerse estupendo cuando los errores y los delitos los cometen los “enemigos”, el “no-pueblo”, porque de ese endiosamiento sacan minutos en la tele, protagonismo, y votos, muchos votos.
La encarnación de las sacrolaicas virtudes progresistas, esa pesada posesión de la verdad que nos recitan de continuo por nuestro bien, obliga a los populistas a redefinir la realidad para que cuadre con su santa vida y obra. Es una vieja añagaza leninista: cambiar el significado de un concepto para justificar el hecho. Eso es lo que lleva haciendo el populismo socialista en España desde hace tres años. Repasemos algunos ejemplos.
Al acoso y persecución, con gritos y actitudes violentas, algo que está tipificado en el Código Penal, lo llaman “escrache”. Pero ojo, solamente si se hace contra miembros de la otrora llamada “casta”. Si, por el contrario, se realiza a personas que ya ostentan un cargo en Podemos, como le sucedió al concejal de Seguridad en Madrid, antes implacable activista amigo de los escraches, se trata de un acto fascista, reprobable, intolerable, incitado por el PP y sufragado por el IBEX35.
Del mismo modo, las protestas en las calles de Venezuela, según expresan, entre otros Alberto Garzón y varios bolivarianos patrios, constituyen actos de terrorismo, neofascismo, expresiones del neocolonialismo neoliberal–poner “neo” da siempre una carga dramática y una pátina de verosimilitud-. Los manifestantes venezolanos no entienden la bondad intrínseca y el acoso capitalista al que está sometida la socialista y democrática Venezuela. Vaya. Es más; Leopoldo López no es un preso político, sino un golpista encarcelado por el bien del pueblo, de la revolución, de la Humanidad presente y futura.
Sin embargo, la violencia en las manifestaciones de España, desde la del Gamonal (Burgos) hasta las de Madrid, son expresión del descontento de la gente, de la desafección general, de la necesidad de cambiar lo existente. Porque “sí, se puede”. Incluso Pablo Iglesias, en un vídeo que habrá que guardar vista la desaparición súbita de su Código Ético, decía emocionarse al ver como unos manifestantes pegaban a un policía.
No acaba ahí, porque si en Venezuela no hay presos políticos, aquí sí. Sus amigos de Bildu lo saben bien, no en vano fueron ellos los que crearon y difundieron dicha idea que tan bien ha acogido Podemos. Porque cuando se trata de ETA es la manifestación de un “problema político”, como cuando dieron una paliza a dos Guardias Civiles en Alsasua, que los podemitas corrieron a hacerse la foto con las familias de “las víctimas”: los borrokas.
Otro tanto pasa con la representación. Gritaron “¡No nos representan!”, e incluso Iglesias y Monedero publicaron un librito con dicho título al objeto de apropiarse del 15-M. Animados, concentraron gente a las puertas del Congreso para gritar que los que estaban allí metidos no eran representantes del pueblo porque los ciudadanos eran ellos, los de Podemos. Luego las elecciones se celebraron, consiguieron escaño, y le dieron un nuevo sentido a “representación”, el “teatral”. Llenaron el Congreso de camisetas, pancartas, claqué estibadora, besos picantes y aplausos coreanos, a lo que añadieron el episodio del bebé de la diputada Bescansa, y una moción de censura que pasará a los anales del esperpento. Ay, si Valle-Inclán bajara.
Pero hete aquí que, tras tantas tertulias televisivas, tantas lecciones a todas horas, tantos reproches y aguas benditas, acabamos descubriendo que la carne populista es mortal. Sánchez Matos y Celia Mayer, concejales del ayuntamiento de Madrid por obra y gracia del PSOE de Madrid, y en última instancia del podemizado Pedro Sánchez, han sido imputados por un juez. El asunto no es baladí, hasta parece del PP: malversación de fondos públicos, prevaricación y delito societario.
JORGE VILCHES Vía VOZ PÓPULI
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