Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. TONI ALBIR
A estas alturas, no creo que quede alguien de inteligencia mediana en Cataluña que no sepa que el referéndum no se va a celebrar. En ese “alguien” incluyo a la CUP. A los cuperos se les puede achacar cierto grado de insania, pero no son tontos, al menos una parte de ellos, los perfectamente conscientes de que la batalla está perdida, de que la sociedad catalana no quiere el choque de trenes, el de a pie de calle, el que consiste en descender al barro para defender una manifiesta ilegalidad, camuflada bajo la apariencia de una urna, con el pasamontañas y la mochila llena de guijarros. Aunque ésta, a más de uno, les siga pareciendo una idea sugestiva.
No, no habrá referéndum porque el independentismo no se puede permitir otro fracaso, un nuevo ridículo como el de aquel “proceso participativo” del 9-N; porque Europa ni está para más disparates, ni se la espera; porque un 55 por ciento de los ciudadanos no quieren ni oír hablar de referéndum unilateral, según los datos del Centro de Estudios de Opinión (CEO), el CIS catalán; porque la gente está exhausta y la sociedad partida por la mitad.
No, no habrá referéndum porque es ilegítimo, antidemocrático y antisocial, como remarca Sociedad Civil Catalana https://www.societatcivilcatalana.cat/es/noticias/societat-civil-catalana-advierte-que-la-generalitat-pretende-politizar-el-poder-judicial. Ilegítimo porque los promotores no están respaldados, ni siquiera, por el 50 por ciento de los electores. Antidemocrático porque la convocatoria desprecia las mínimas garantías exigibles: amplio acuerdo, transparencia, neutralidad institucional, mayoría cualificada. Antisocial porque agudizaría la fractura territorial, lingüística y convivencial.
Hemos conocido una Cataluña fértil, diversa pero conectada. Y no se nos olvida. El procés ha roto esa vieja dinámica integradora, esa conexión invisible que acercaba al conjunto de los catalanes con el resto de españoles, dividiendo a Cataluña en dos partes, la A y la B, a las que la Generalitat aplica desiguales varas de medir. La Cataluña cuya lengua preferente es el catalán, que se inclina por la independencia, y aquella que utiliza mayoritariamente el castellano, y en la que ocurre justamente lo contrario. La Cataluña que se informa a través de medios públicos controlados por el nacionalismo, y privados subvencionados por el nacionalismo, pro independentista, y esa otra que busca una aproximación no uniforme a la realidad, partidaria, con más o menos correcciones, de un status quo similar al actual.
Apunten un dato que en parte revela el nivel de artificialidad del proceso, puede ayudar a entender el porqué de tanta impaciencia y ofrece alguna pista sobre quién está más cerca de ganar el pulso: en 1998 la televisión autonómica, TV3, era líder indiscutible, con un 23,6% de audiencia. Hasta 2003 logró mantenerse por encima del 21%. En la última época de CiU el porcentaje fue cayendo y cerró en 2012 con el 14,3%. Desde que el independentismo apretó el acelerador, la audiencia media de TV3 se ha despeñado hasta situarse por debajo del 10% el pasado abril. Alrededor del 82% de los catalanes siguen la programación de las televisiones nacionales, cuyos informativos, en conjunto, también superan ampliamente a los del TV3.
No, no habrá referéndum porque las mentiras tienen las patas muy cortas y la capilaridad y transversalidad de la que hablan sus defensores tiene mucho de voluntarismo y de ficción. No habrá referéndum porque este es el atajo elegido por la Cataluña rica para recuperar privilegios que considera perdidos. Es reveladora, a este respecto, la información que proporciona la letra pequeña de las encuestas del CEO, y que pone de manifiesto que el mayor nivel de apoyo a la independencia se da en el segmento de población con rentas más altas. Quizá debiera tomar nota de esto último Anna Gabriel. Y Colau, Iglesias, Domènech y compañía.
No, no habrá referéndum porque ni se lo cree Carles Puigdemont (o quizá es el único que se lo cree, no estoy del todo seguro), ni lo quiere Oriol Junqueras, que sabe que la fe mueve montañas, pero tarda. Puigdemont tiene el encargo de ganar tiempo, de asentar al PDeCAT como alternativa y limitar al máximo los daños provocados por la antigua marca. El conflicto no es que le venga bien, es que lo necesita como el comer para explotar al máximo el victimismo y robar plano a Esquerra Republicana. Y Junqueras dejará hacer hasta que no quede más salida que convocar nuevas elecciones. Se ve presidente y sabe que será entonces cuando llegue su momento, que no es este, el que comparte con unos compañeros de viaje lastrados por años de corrupción.
Y no, no habrá referéndum y ya sólo queda una duda por despejar: si será el Gobierno central el que se vea obligado a intervenir -y todo ha sido ya preparado: hay plan A, B y C-, o finalmente no se llegará a convocar si los promotores terminan por asumir lo evidente, que no pueden sortear la ley contra toda lógica, que no pueden llevar sus delirios hasta el punto de provocar situaciones de extrema tensión y riesgo incierto, en la calle y en los despachos, como las que de seguro tendrían lugar si se pide a los funcionarios públicos que se sitúen fuera de la ley.
Personalmente, no descarto ninguna de las dos opciones, pero me inclino por la segunda, da igual si llega en el último minuto. Porque, por mucho que, con algún matiz, esté bastante de acuerdo con eso que decía Karl Marx, que “el nacionalismo es un invento de la burguesía para dividir al proletariado”, o con aquello otro de Pío Baroja, “el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando”, quiero pensar que en ese mundo todavía hay vida inteligente, más de la que sugiere la pura apariencia, y que, como apuntaba en La Vanguardia Miquel Roca, es preferible evitar el fuego que esperar a las cenizas causadas por el incendio para ponerse a trabajar.
AGUSTÍN VALLADOLID Vía VOZ PÓPULI
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