El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. GTRES
Es curioso observar cómo la atención de los medios se centra en si Mariano Rajoy debería declarar en persona en el caso Gürtel, o a través de una televisión, como hicieron Carolina Bescansa e Iñigo Errejón por un asunto de Podemos. Esto se debe a que nos espera un buen espectáculo. ¿Estará ya preparado el especial de TV con la entrada de Rajoy en el juzgado y el bien adiestrado coro de escracheadores podemitas, entre cortes para anuncios de perfumes y coches? ¿Recibirá un huevazo a lo Pablo Iglesias, o un puñetazo, como en Pontevedra, que pasarán a cámara lenta mil veces y luego será objeto de innumerables memes en Twitter? ¿Tendrá Rajoy que desembarcar en helicóptero, retransmitido en directo, cual si fuera zona de guerra, como hicieron Artur Mas y otros diputadoscuando el Parlament fue cercado por los mismos cuperos que hoy tienen coche oficial? Nadie debe perderse el espectáculo, porque nuestra democracia se ha convertido en un episodio de Black Mirror.
El éxito de esta serie británica consiste en mostrar los cambios que la tecnología y el “Si se puede hacer, que se haga” pueden provocar en todos los ámbitos de la vida humana, desde la política hasta las emociones. En cierto modo, quizá vago, evoca la idea de quiebra del tiempo-eje de Karl Jaspers, basada en que el desarrollo científico ha ido rompiendo el paradigma clásico en lo referido a la concepción del hombre, de la política y de lo político. Era aquello que señalaba Daniel Bell como la contradicción del capitalismo: el espectáculo y el ocio como los motores de la economía, pero también de la política.
El poder judicial ha sucumbido a esta sociedad tecnológica, pero ya lo hizo antes a la ambición de formar parte del establishment. Pero esto no ha pasado solo aquí. El caso de James Comey, hombre de la judicatura y luego director del FBI, podría haber ocurrido en España: un fiscal que persigue a los Clinton desde que Bill fue gobernador de Arkansas, que abrió casos por corrupción que aireó en la prensa y que luego fueron archivados. Que volvió contra Hillary acusándola de recibir financiación ilegal cuando se presentó a senadora por New York, lo filtró a la prensa, y luego se archivó. Su habilidad mediática hizo que Obama lo fichara en 2013 para desarmar toda la trama internacional que los Clinton, sus enemigos internos, habían montado durante los dos años de Hillary como Secretaria de Estado. Y Comey volvió a usar a la prensa: anuncios de investigación y posterior sobreseimiento hasta en dos ocasiones en 2016.
La clave es que lo que llamamos división de poderes no es más que la atribución de tareas dentro de un emporio político donde hay confluencia de intereses, venganzas, componendas y arribismos. La ley y su interpretación son la coartada, y el Derecho, fundamento de la convivencia, su víctima. Qué lejos queda y qué ingenuo resulta Montesquieu hablando de la ley como efecto del espíritu de la civilización que se desea; o quizá no.
Hoy, el poder político tiene a concentrarse cada vez más. Durante la etapa del bipartidismo imperfecto quedó disimulada la nefasta reforma del poder judicial de 1985. Aquello se sostenía porque la unión del ejecutivo y el legislativo gracias a las mayorías absolutas controlaba la judicialización de la vida política y la ambición de los jueces de hacer carrera política.
Tras su quiebra, ese control no existe. La política está judicializada, la justicia politizada, y las ambiciones y los ajustes de cuentas totalmente desbocados. A esto es preciso añadir la aparición de los nuevos políticos a lomos de los medios de comunicación, que ha llevado la política –si es que todavía existe en la acepción de Carl Schmitt- a un grado obsceno de teatralización.
Este panorama describe la situación política, social y cultural, propia de Black Mirror, en la que nos hemos instalado. El señalado como víctima propiciatoria, “el corrupto”, el expulsado del emporio, es condenado por los medios, aunque no haya sentencia. Su persona llena los programas, cruza los periódicos, y los periodistas juegan a hacer política con su nombre para señalar al enemigo, para montar un Comité de Salud Públicamoralizante y aleccionador.
El vulgo, atento a su pantalla, como en la serie británica, pide condenas que pueda ver, de esas que se pueden disfrutar en prime time con imágenes que humillen al “condenado”, con el análisis de sus tuits y whatsapps, con sus llamadas recreadas por actores, o la insinuación de presuntos asuntos “turbios” de sus ancestros y familiares. Luego el vulgo se deleita escuchando o leyendo a su periodista o columnista favorito insultando al político que odia, diciendo eso que le gustaría gritarle en su cara. El vulgo siente así que se hace justicia. Da igual que sea corrupto o no lo sea, porque lo importante es que parezca honrado; sí, honrado para ciertos medios.
Luego, si el caso es archivado, como le ha pasado a Rodrigo Rato, nadie saca un titular, ni hay un especial en la noche de ningún canal, ni hashtagen Twitter, ni el coro de escracheadores profesionales persigue a quien lo condenó falsamente. Simplemente se espera la próxima víctima, en su canal favorito, a la hora acostumbrada. Y recuerde que ahora puede grabar las detenciones y juicios televisivos de forma simultánea, y verlos a cualquier hora. Es muy democrático.
JORGE VILCHES Vía VOZ PÓPULI
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