Las primeras cosas interesantes y potencialmente productivas que he leído están en el documento que 10 profesores de derecho presentaron el lunes en Madrid
Ejemplar de la Constitución conservado en el Congreso de los Diputados. (Wikipedia)
Los dirigentes políticos llevan años dando vueltas a la idea de una reforma de la Constitución sin poner una idea útil sobre la mesa.
El PSOE no cesa de reclamar la reforma como remedio universal para todos los males del país, como si fuera el bálsamo de Fierabrás. Los socialistas celebraron con gran alborozo la formación de la comisión parlamentaria que Rajoy concedió a Sánchez para ayudarle a digerir la píldora del 155; ahora descubren indignados que en realidad Rajoy no se comprometió a nada sustancial.
Pero el problema de los socialistas a este respecto no es que el PP arrastre los pies, sino que nadie conoce, más allá de consignas vaporosas, de qué hablan ellos cuando hablan —y no paran— de reforma constitucional. Aún esperamos oírles decir: quiero modificar tal artículo para sustituirlo por este texto, y pretendo hacerlo por este procedimiento y con esta mayoría. Nada de eso. Vienen usando la reforma constitucional más como fetiche enmascarador de su confusión que como propuesta operativa.
El PP hace resistencia pasiva, pero tampoco explica cómo pretende solucionar los agujeros inocultables del sistema. Se refugia en la inconcreción de las propuestas ajenas (como si no fuera tarea del primer partido del país presentar sus propias propuestas) y en la falta de una masa crítica de consenso que incluya —como en el 78— a todas las fuerzas políticas.
Por este camino, el debate se ha instalado en el círculo ritual de banalidades solemnes que tanto gusta a los políticos y tanto tedio produce en la sociedad.
Las primeras cosas interesantes y potencialmente productivas que he leído están en el documento que 10 profesores de derecho —cinco de ellos de universidades catalanas— presentaron el lunes en Madrid. Un texto que, aparte de la consistencia jurídica que se le presupone, aporta una buena dosis de sentido político y práctico.
Puestos a buscar caminos transitables, los profesores abordan la cuestión de la mayoría necesaria. No se trata, dicen, de un proceso constituyente, sino de una reforma parcial. Las únicas cifras vinculantes las marca la propia Constitución: tres quintos de ambas cámaras para unos artículos y dos tercios para otros. En las actuales circunstancias, poner por delante exigencias mayores es un pretexto para bloquear.
Ellos no lo dicen, pero en la práctica esta reflexión abre el camino a una reforma sostenida por un acuerdo inicial entre el PP, el PSOE y Ciudadanos (254 diputados), sin reclamar como indispensable el consentimiento previo de partidos que, como Podemos y los independentistas, no están interesados en modificar la Constitución sino en extinguirla.
¿Cómo se construye ese consenso? Pues poco a poco, claro. No tiene sentido exigir un acuerdo completo y acabado antes de comenzar, pero tampoco echar a andar en el vacío. Para iniciar lo que llaman “el tiempo de la reforma”, se necesita un temario viable: ir moldeando los acuerdos, pero excluir de saque las cosas sobre las que se sabe de antemano que el acuerdo no llegará. El postureo de lanzar al aire propuestas impracticables para quedar bien con alguna clientela es incompatible con un final feliz.
Con buen criterio, el documento se centra en la reforma del modelo territorial, que es la parte más dura y también la más perentoria. Y hace varias aportaciones interesantes:
No cae en la tentación de poner nombre a las cosas antes de haberlas creado. Sugiere que se incorporen la “técnicas del federalismo”, llámese como se llame el producto resultante. “Lo decisivo no es configurar un Estado federal sino aprovechar las técnicas y soluciones instrumentales ensayadas en los federalismos europeos para mejorar el funcionamiento de nuestras instituciones”.
Identifica
que uno de los factores que más han deteriorado el modelo autonómico es
la permanente conflictividad entre el Estado y las comunidades
autónomas, que ha convertido en la práctica al Tribunal Constitucional
en campo de batalla y repartidor de competencias, y ha dejado
demasiadas cosas al albur de negociaciones políticas de coyuntura. Todas
la propuestas del documento buscan reducir al mínimo las zonas de roce, llenando
los múltiples vacíos que quedaron en el texto del 78 y clarificando las
zonas oscuras del sistema: una especie de 'ley de claridad'
constitucional para el funcionamiento del modelo.
Dibuja con precisión las cinco cuestiones nucleares de la reforma necesaria: la naturaleza de los estatutos de autonomía, la atribución de competencias, la participación de todos en las decisiones que afectan a todos, los mecanismos de colaboración y la financiación. Mientras todo eso no esté constitucionalmente definido —hoy no lo está—, el sistema seguirá renqueando y produciendo no solo ineficiencia, sino también agravios comparativos y desigualdades lacerantes entre territorios que terminan siéndolo entre ciudadanos (¿o es que hoy es lo mismo estudiar o ponerse enfermo en el País Vasco que en Andalucía? Digo yo que será más importante ocuparse de eso que de quién es nación y quién no).
Por último, los profesores ponen el dedo en la llaga cuando admiten —al fin lo hace alguien— que la solución general al problema del modelo territorial de España no coincide con la solución específica al problema de Cataluña dentro de España; es más, que en muchos aspectos divergen entre sí, y esta es la contradicción de mayor calado en el momento actual.
“Cualquier solución aceptable para Cataluña debe serlo para las demás comunidades”. Este es, a mi juicio, el punto crucial del documento. Se acepta la necesidad de un entendimiento bilateral entre el Estado y Cataluña basado en la singularidad de esta, porque otra cosa ya no satisfaría al catalanismo (me refiero al que es leal a la ley democrática, no al independentismo insurgente). Pero se reconoce también que cualquier pacto bilateral será insostenible e impracticable si las otras comunidades no lo respaldan.
Aquí es donde el documento camina más a tientas. El intento de sustentar los hechos diferenciales en justificaciones objetivas, como la lengua, conduce a sus autores a reconocer, con honestidad intelectual, que las asimetrías reconocidas a Cataluña no pueden ser negadas a las que tienen las mismas características (la lengua en Galicia, Baleares o la Comunidad Valenciana) y no podrían suponer un trato económico no equitativo. Pero en ese momento la solución dejaría de serlo, porque la demanda esencial del nacionalismo no es un trato justo, sino un trato único.
En todo caso, se agradece la aportación sustantiva de los profesores a un debate hasta ahora estéril y plagado de retórica vacua por un lado y de pretextos dilatorios por el otro. Que los llamen a la comisión.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
El PSOE no cesa de reclamar la reforma como remedio universal para todos los males del país, como si fuera el bálsamo de Fierabrás. Los socialistas celebraron con gran alborozo la formación de la comisión parlamentaria que Rajoy concedió a Sánchez para ayudarle a digerir la píldora del 155; ahora descubren indignados que en realidad Rajoy no se comprometió a nada sustancial.
Pero el problema de los socialistas a este respecto no es que el PP arrastre los pies, sino que nadie conoce, más allá de consignas vaporosas, de qué hablan ellos cuando hablan —y no paran— de reforma constitucional. Aún esperamos oírles decir: quiero modificar tal artículo para sustituirlo por este texto, y pretendo hacerlo por este procedimiento y con esta mayoría. Nada de eso. Vienen usando la reforma constitucional más como fetiche enmascarador de su confusión que como propuesta operativa.
El PP pincha la burbuja de la reforma constitucional comprometida con Sánchez
El PP hace resistencia pasiva, pero tampoco explica cómo pretende solucionar los agujeros inocultables del sistema. Se refugia en la inconcreción de las propuestas ajenas (como si no fuera tarea del primer partido del país presentar sus propias propuestas) y en la falta de una masa crítica de consenso que incluya —como en el 78— a todas las fuerzas políticas.
Por este camino, el debate se ha instalado en el círculo ritual de banalidades solemnes que tanto gusta a los políticos y tanto tedio produce en la sociedad.
Las primeras cosas interesantes y potencialmente productivas que he leído están en el documento que 10 profesores de derecho —cinco de ellos de universidades catalanas— presentaron el lunes en Madrid. Un texto que, aparte de la consistencia jurídica que se le presupone, aporta una buena dosis de sentido político y práctico.
Órdago reformista: los estatutos como constituciones y no leyes orgánicas
Puestos a buscar caminos transitables, los profesores abordan la cuestión de la mayoría necesaria. No se trata, dicen, de un proceso constituyente, sino de una reforma parcial. Las únicas cifras vinculantes las marca la propia Constitución: tres quintos de ambas cámaras para unos artículos y dos tercios para otros. En las actuales circunstancias, poner por delante exigencias mayores es un pretexto para bloquear.
Ellos no lo dicen, pero en la práctica esta reflexión abre el camino a una reforma sostenida por un acuerdo inicial entre el PP, el PSOE y Ciudadanos (254 diputados), sin reclamar como indispensable el consentimiento previo de partidos que, como Podemos y los independentistas, no están interesados en modificar la Constitución sino en extinguirla.
¿Cómo se construye ese consenso? Pues poco a poco, claro. No tiene sentido exigir un acuerdo completo y acabado antes de comenzar, pero tampoco echar a andar en el vacío. Para iniciar lo que llaman “el tiempo de la reforma”, se necesita un temario viable: ir moldeando los acuerdos, pero excluir de saque las cosas sobre las que se sabe de antemano que el acuerdo no llegará. El postureo de lanzar al aire propuestas impracticables para quedar bien con alguna clientela es incompatible con un final feliz.
Se
necesita un temario viable: ir moldeando los acuerdos, pero excluir de
saque las cosas sobre las que se sabe de antemano que el acuerdo no
llegará
Con buen criterio, el documento se centra en la reforma del modelo territorial, que es la parte más dura y también la más perentoria. Y hace varias aportaciones interesantes:
No cae en la tentación de poner nombre a las cosas antes de haberlas creado. Sugiere que se incorporen la “técnicas del federalismo”, llámese como se llame el producto resultante. “Lo decisivo no es configurar un Estado federal sino aprovechar las técnicas y soluciones instrumentales ensayadas en los federalismos europeos para mejorar el funcionamiento de nuestras instituciones”.
Las
propuestas buscan reducir las zonas de roce llenando los vacíos que
quedaron en el texto del 78 y clarificando las zonas oscuras del sistema
Dibuja con precisión las cinco cuestiones nucleares de la reforma necesaria: la naturaleza de los estatutos de autonomía, la atribución de competencias, la participación de todos en las decisiones que afectan a todos, los mecanismos de colaboración y la financiación. Mientras todo eso no esté constitucionalmente definido —hoy no lo está—, el sistema seguirá renqueando y produciendo no solo ineficiencia, sino también agravios comparativos y desigualdades lacerantes entre territorios que terminan siéndolo entre ciudadanos (¿o es que hoy es lo mismo estudiar o ponerse enfermo en el País Vasco que en Andalucía? Digo yo que será más importante ocuparse de eso que de quién es nación y quién no).
Por último, los profesores ponen el dedo en la llaga cuando admiten —al fin lo hace alguien— que la solución general al problema del modelo territorial de España no coincide con la solución específica al problema de Cataluña dentro de España; es más, que en muchos aspectos divergen entre sí, y esta es la contradicción de mayor calado en el momento actual.
Admiten
que la solución general al problema del modelo territorial de España no
coincide con la solución al problema de Cataluña dentro de España
“Cualquier solución aceptable para Cataluña debe serlo para las demás comunidades”. Este es, a mi juicio, el punto crucial del documento. Se acepta la necesidad de un entendimiento bilateral entre el Estado y Cataluña basado en la singularidad de esta, porque otra cosa ya no satisfaría al catalanismo (me refiero al que es leal a la ley democrática, no al independentismo insurgente). Pero se reconoce también que cualquier pacto bilateral será insostenible e impracticable si las otras comunidades no lo respaldan.
Aquí es donde el documento camina más a tientas. El intento de sustentar los hechos diferenciales en justificaciones objetivas, como la lengua, conduce a sus autores a reconocer, con honestidad intelectual, que las asimetrías reconocidas a Cataluña no pueden ser negadas a las que tienen las mismas características (la lengua en Galicia, Baleares o la Comunidad Valenciana) y no podrían suponer un trato económico no equitativo. Pero en ese momento la solución dejaría de serlo, porque la demanda esencial del nacionalismo no es un trato justo, sino un trato único.
En todo caso, se agradece la aportación sustantiva de los profesores a un debate hasta ahora estéril y plagado de retórica vacua por un lado y de pretextos dilatorios por el otro. Que los llamen a la comisión.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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