Las banderas española y catalana ondean ondean en la fachada del edificio de la Generalitat de Catalunya
EFE
España acaba de salvar el match ball
más peligroso de su reciente historia. El de un nacionalismo que hemos
financiado con cargo a los PGE y que ha permitido a la derecha catalana
apoyada en el quicio de la mancebía de Jordi Pujol disponer de casi 40 años para, ante la desaparición del Estado en la región, crear un Estadito
clientelar basado en la corrupción y en la ocupación sectaria de todos
los ámbitos de la vida política, económica, social y cultural de Cataluña.
Con una deslealtad evidente a esa Constitución que consagra su
autogobierno, el secesionismo ha pretendido romper uno de los Estados
más antiguos del mundo, un Estado que, tras no pocas dudas, se ha
defendido simplemente aplicando la ley y con los instrumentos que al
Gobierno otorga la ley. A estas alturas, el diagnóstico de lo ocurrido
está claro: los culpables del envite, traidores al pacto constituyente,
son los nacionalistas, pero los responsables de que hayamos llegado a
este punto hay que buscarlos en los sucesivos inquilinos de la Moncloa,
los Gobiernos del PSOE y del PP, desde la entrada en vigor de la
Constitución de 1978 hasta nuestros días.
En el perfil agónico del final de la Transición,
estaba claro que el frágil equilibrio entre el Estado y los
nacionalismos periféricos podía saltar por los aires en cuanto explotara
la burbuja inmobiliaria y financiera. El golpe de estado del
nacionalismo catalán hubiera sido inimaginable sin la crisis surgida a
partir de 2008. Como ocurriera en los años 30 del siglo pasado, el
nacionalismo se rebela contra España en el momento de mayor debilidad de
España, en el punto más bajo de España como nación, cuando la crisis
galopante difumina los perfiles de una sociedad que ha perdido el rumbo y
de una clase política formada por tipos mediocres y oportunistas,
profesionales del pasteleo ayunos de patriotismo, fieles únicamente al
líder supremo que confecciona las listas electorales. Artur Mas se sube
en marcha al tren secesionista en septiembre de 2012, en lo más duro de
la crisis, cuando España está a punto de verse obligada a pedir un
rescate país a la griega o portuguesa. Con lógica perversa, el
nacionalismo catalán piensa entonces que aquello era su “ahora o nunca”.
Curioso, el nacionalismo pierde la
batalla mucho antes de lo que cree. La pierde cuando la Economía empieza
a recuperarse de la crisis y a crecer a buen ritmo, creando empleo. La
pierde el secesionismo y la pierde ese populismo, aliado coyuntural del
nacionalismo, empeñado en destruir el Régimen del 78 para edificar sobre
sus cascotes una solución neocomunista a la venezolana. El partido, con
todo, está lejos de haber terminado. Y no lo está porque España ha
superado la crisis económica, pero sigue inmersa en una aguda crisis
política que dura ya casi una década, y cuya expresión más certera ha
sido precisamente la rebelión nacionalista. Se trata de una crisis de
agotamiento del sistema que ya estaba presente entre los síntomas que
acompañaron la de 1992/1993, con el final del felipismo y sus casos de
corrupción y cuya solución aplazó el boom del
crecimiento que dio comienzo a partir de 1996. Y aquí entramos en el
meollo del asunto: el problema no es tanto la radical deslealtad del
nacionalismo catalán como la incapacidad, la debilidad y la impotencia
del Estado para hacer frente a ese desafío. Dicho de otra forma: el
problema no es Cataluña, sino la propia España. Barcelona es el reflejo
de un gran incendio cuya hoguera está radicada en Madrid.
"La solución al problema no puede consistir en que nos entre un súbito ataque de comprensión a los sentimientos nacionalistas, ni en un aumento de la financiación autonómica"
La solución al problema de los nacionalismos no
puede consistir, por eso, en que a todos nos entre un súbito ataque de
comprensión a los sentimientos nacionalistas, ni en un aumento de la
financiación autonómica (al nacionalismo no se le sacia con dinero), ni
mucho menos en la cesión de más y más competencias (como pretenden los Icetas
de turno) si es que quedara alguna por transferir. No hay que arreglar
Cataluña: hay que arreglar España. No se podrá curar a Cataluña sin
antes sanar a España. Hay que darle una salida de futuro, un proyecto de
futuro integrador a un país que se debate en el callejón sin salida en
el que le han situado los dos grandes partidos del turno corroídos por
la corrupción y cuyo único objetivo es el monopolio del poder por el
poder, el quítate tú que me pongo yo, en el convencimiento de que los
problemas de la democracia se arreglan con más democracia.
Abrir un nuevo periodo histórico
Ese
proyecto pasa por mejorar radicalmente la calidad de nuestra
democracia, lo cual seguramente pasa por enviar al PP a la oposición
durante unos cuantos años, para obligarle a una regeneración radical
tanto de líderes como de ideas. Caminamos uncidos al yugo de un Gobierno
que transita con una mano atada a la espalda por culpa de la corrupción
del partido que lo sostiene, lo que le resta legitimidad a la hora de
aplicar la ley, algo que ha hecho tan difícil la solución a la crisis
catalana. Es la corrupción de los “partidos del turno” lo que coloca al
Estado a la defensiva ante la arrogancia nacionalista. Y es esa falta de
legitimidad, más los tradicionales complejos de tanto demócrata
sobrevenido, lo que explica que, a pesar de haber quedado demostrado que
la aplicación de la Ley es el ungüento mágico capaz de hacer aterrizar
en la realidad a los golpistas, el Ejecutivo Rajoy
haya sido incapaz de impedir, mediante el uso legítimo de la fuerza, la
huelga general política que una escuálida minoría impuso a la inmensa
mayoría de los catalanes el pasado 3 de octubre.
La
Transición ha muerto. Acabó en junio de 2014 con la abdicación de Juan
Carlos I, máximo exponente de las luces (el fenomenal desarrollo
experimentado por España en las últimas décadas) y sombras (su
intolerable corrupción) del periodo. La crisis catalana ha venido a
certificar esa defunción. España necesita abrir un nuevo periodo
histórico capaz de transportar a las nuevas generaciones en un proyecto
de vida colectivo para los próximos 40 o 50 años. Resulta difícil
imaginar a PP y a PSOE como muletas capaces de soportar esa travesía. Un
nuevo proyecto histórico que debe comenzar por una puesta al día de la
Constitución del 78, no para otorgar nuevas canonjías, no para proseguir
con el vaciado de competencias del Estado, no para hacer nuevas
concesiones a unas Autonomías que ya tienen competencias sobradas, sino
para corregir los defectos del diseño territorial plasmados en dicha
Constitución, para arreglar lo que se hizo mal y lo que la experiencia
ha demostrado que funciona mal. Para devolver al Estado algunas de esas
competencias que jamás debió perder, caso de la Educación, o para
devolver el Estado a algunas Comunidades de las que jamás debió salir.
Se trata de una visión de España que a no dudar contará con la oposición
frontal del establishment político, de derechas y
de izquierdas, del centro y de las periferias, pero que ineludiblemente
habría que someter a consulta de los españoles.
Este martes, una decena de catedráticos de Derecho Constitucional y Administrativo, comandados por Santiago Muñoz Machado,
dieron a conocer un “paper” (“Ideas para una reforma de la
Constitución”) que propone abordarla “en la línea de los sistemas
federales” vigentes en países de nuestros entorno. Con un lenguaje
deliberadamente críptico, los firmantes proponen incorporar a la
Constitución una nueva Disposición Adicional que establezca un “régimen
jurídico singular” para Cataluña y una “relación bilateral” con el
Estado, eso sí, dentro de la Constitución. Aunque se trata de un
documento más de los muchos que a partir de ahora van a ver la luz,
porque estamos ante el tema por antonomasia del inmediato futuro, parece
que Muñoz Machado y sus copains no se han enterado
de nada. No se han enterado de lo que ha ocurrido en los dos últimos
meses, desde luego no de las dos gigantescas manifestaciones que el 8 y
el 29 de octubre inundaron las calles de Barcelona para decir basta al
secesionismo. O si se han enterado, siguen dispuestos a ofrecer la otra
mejilla a ese nacionalismo supremacista y xenófobo ante el que tanta
gente acomplejada se ha hincado de hinojos en la última década. Tal que José Luis Ábalos, secretario de Organización del PSOE, quien ayer mismo aseguraba que Inés Arrimadas
no puede ser presidenta de Cataluña porque “no comprende el hecho
singular catalán”. Los lacayos del nacionalismo en Madrid tienen que
enterarse de una vez de que no hemos llegado hasta aquí para terminar
comprando la moto de esa “singularidad” catalana que algunos quieren
vendernos.
El pozo negro de la financiación de los partidos
Reforma
de la Constitución que debería llevar aparejada, dentro o fuera de la
misma, algunas otras cuestiones imprescindibles para esa mejora de la
calidad de la democracia española, tal que la definitiva separación de
poderes (devolver la independencia a la Justicia), una reforma de la Ley
Electoral, una nueva y efectiva Ley de Financiación de los partidos
(verdadero pozo negro de la corrupción política), etc., etc. Se trata,
en definitiva, de hacer un país más justo, más rico, más liberal, menos
corrupto, más eficiente, más volcado en la Educación y las nuevas
tecnologías, más dado al mérito y al esfuerzo que a los privilegios, más
proclive a las vocaciones empresariales, más centrado en facilitar la
vida a las empresas, en lugar de pretender esquilmarlas, porque ellas
son las llamadas a crear riqueza y asegurar el futuro de nuestro Estado
del bienestar. Un país de hombres libres e iguales ante la ley.
Repito,
el problema no es Cataluña: el problema es España, y esa incógnita se
despeja convocando a la ciudadanía a un nuevo gran pacto colectivo llamado a convertirla en lo que realmente ya es: el mejor país del
mundo para vivir una vida. Solo en la medida en que España sea fuerte,
cuente con un proyecto sólido de país, los nacionalismos serán débiles,
porque una España fuerte es la mejor garantía de nuestras libertades y
derechos. Pequemos de optimismo. La crisis catalana ha hecho aflorar
realidades que son garantía de futuro y con las que hace apenas unos
meses no contábamos: contamos con un Rey joven que, al contrario que su
padre, ha sabido estar a la altura de las circunstancias; contamos con
un partido de nuevo cuño y marchamo liberal, Ciudadanos, no contaminado
por la corrupción y con un proyecto para España; contamos también con
una Justicia (ahí está la juez Lamela o el fallecido Maza)
que parece haber superado la fase más aguda de su crisis (solo el
Periodismo sigue hozando en el barro), y, por encima de todo, contamos
con un gran pueblo, con esa mayoría silenciosa que ha despertado sin
necesidad de convocatoria de partido alguno, la España ciudadana que ha
redescubierto su bandera y ha desempolvado un cierto orgullo democrático
en ser español, en Barcelona y en Madrid. La España que, en el momento
de máximo peligro, ha sabido movilizarse para impedir que nadie le
arrebate su futuro.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
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