(Ilustración: Javier Olivares)
El inicio de los trabajos en la subcomisión parlamentaria que va a ocuparse de posibles reformas territoriales es buena ocasión para reflexionar sobre ese empeño y hacerlo, al modo que nos enseñó Tácito, sine ira et studio.
No es fácil porque España atraviesa una época convulsa en la que se han roto muchos pactos que sirven de base a la convivencia y, con ellos, los elementos de integración que son fundamentales para pensar en alterar esta o aquella pieza del edificio constitucional.
No hay más que ver qué ha ocurrido con su composición a la que ya han renunciado a asistir tres de los siete grupos políticos.
Una muestra dolorosa que pone de manifiesto la inexistencia de una comunidad políticamente vertebrada. Porque la creencia en unos valores comunes que todos comparten es el fundamento de ese artilugio que llamamos Estado y la Constitución, ordenación jurídica de ese Estado, es el receptáculo que recoge los esfuerzos sociales y los anhelos de esa comunidad. De ahí que la legitimidad de la Constitución sea un problema en buena medida de fe en esos atributos compartidos e intereses comunes que permiten al grupo vivir juntos y constituirse en Estado.
Pues bien, nuestra tesis es que las fracturas sociales y emotivas que alimentan, de un lado, los populismos y, de otro, los nacionalismos separatistas conforman el ejemplo de manual de una Constitución carente de esos elementos de integración indispensables para hacer posible su vigencia ordenada y fructífera. Mientras tales populismos y nacionalismos, el 28% de la representación parlamentaria -¡ahí es nada!-, sigan defendiendo concepciones dirigidas a destruir el patrimonio comúnque supone la existencia de un Estado que ha de ser indiscutido hogar común carece de sentido pensar en la alteración de este o de aquel artículo de la Constitución.
Dicho de otro modo, mientras no nos pongamos de acuerdo en un credo compartido y libremente asumido, en un prontuario de cuestiones básicas, entre ellas, obviamente, la existencia misma de ese Estado, pensar que diseñar una nueva distribución de competencias puede servir de algo es fantasear.
¿Debe esta amarga circunstancia de nuestro presente conducirnos a la parálisis?
No y explicaremos la razón: con todas las dificultades descritas se debe intentar al menos para que las fuerzas políticas constitucionalistas dispongan de un plan que ha de ser pedagógico en el presente y también para que las generaciones venideras no puedan acusar a sus mayores de falta de esfuerzo, de estímulo creativo y de un compromiso integrador seriamente urdido con el futuro.
Para este fin, lo adecuado sería confiar los trabajos de preparación de cualquier reforma a expertos. ¿Por qué? Porque los tales expertos son personas que han estudiado en los mismos libros, bebido en las mismas fuentes y apaciguado sus ansias de saber en las ideas nuevas que están en los textos viejos. Así equipados pueden contribuir a sosegar el ambiente, relajarlo y mantenerlo alejado de los excesos partidarios o sectarios. Luego ya vendrá la hora de los políticos y después del pueblo cuyos movimientos a veces son tan impredecibles como los de la mar.
Seamos prudentes y sepamos que a los cambios, como a las revoluciones, hay que cogerles el pulso desbocado y restaurarlo en su ritmo adecuado con el fármaco del razonamiento técnico que serena, refresca y templa.
Cuando hablamos de expertos no nos referimos exclusivamente a juristas especializados en derecho público o hacendistas (inevitables en todo caso) y ello porque, si queremos reflexionar seriamente sobre la reforma del Estado autonómico, es preciso, como tarea prioritaria, analizar qué ha funcionado bien y qué, ay, ha resultado un fracaso en los decenios de su vigencia y por ello procede corregir.
Se oye hablar insistentemente de elevar "los techos", de "aumentar el autogobierno" y ese es un método desacertado por atrevido metodológicamente y además porque, a la postre, resulta estrecho y raquítico. Ampliar el ángulo de visión exige que personas expertas expliquen cómo se han observado las transferencias realizadas a las comunidades autónomas en materias como las infraestructuras regionales, la gestión de los montes tras tantos incendios forestales, la calidad y depuración de las aguas, el cuidado del patrimonio cultural, el resultado de la Educación en sus distintos niveles, de la investigación, de la Justicia, de la atención sanitaria y de la dependencia... Sólo entonces podremos llegar a conclusiones fundadas. Y, a partir de ellas, valoraremos si debemos ratificar la validez del sistema instaurado hace años o es conveniente rectificarlo en este o en aquel asunto. Con el resultado de que tan plausible sería engordar la descentralización por un lado como someterla a una dieta de adelgazamiento por otro.
Porque importa mucho que nos metamos en la cabeza que el Estado descentralizado se ha de justificar ante los ojos de los ciudadanos por su solidaridad y por su eficacia, siendo al cabo todos nosotros los llamados a valorarlo como usuarios de la amplia oferta de servicios públicos que las comunidades autónomas prestan.
Y para conformar nuestro juicio será determinante la situación en que nos encontremos el hospital donde nos atienden, las instalaciones educativas, las viviendas de protección oficial, la periodicidad y regularidad del transporte público... Digámoslo claramente: el elevado coste de un Estado descentralizado, con sus parlamentos y sus gobiernos propios, no puede acreditarse ante el contribuyente más que si advierte que la cercanía ayuda a gestionar mejor los asuntos que determinan su vida diaria.
Esta labor que proponemos nunca se ha hecho y, lo que es peor, no parece echarse de menos. Por eso creemos que confiar a un grupo de diputados el esfuerzo de proyectar nuevas reformas sin contar con esos estudios previos técnicos es sencillamente un desatino, por bien aparejadas que sean las intenciones de nuestros representantes de las que nadie duda.
Nuestro consejo es calma. Vamos a recabar dictámenes de los gestores del agua, de los servicios sanitarios, de los centros docentes, de las denuncias ambientales de las instituciones europeas, del uso de las subvenciones públicas y de tantas otras cuestiones antes de cambiar una coma y embarcarnos en idear soluciones originales.
Políticos a la violeta: abstenerse.
Por último, cualquier corrección que se practique nunca ha de ser para que los nacionalistas catalanes "se sientan cómodos", como de nuevo ha deslizado imprudentemente un ministro del actual Gobierno, bendiciendo el error mayúsculo cometido durante toda la Transición. No se trata de aparejar una oferta mobiliaria con más confortables cojines o un escabel lindamente tapizado para poner los pies sino de que los ciudadanos libres e iguales de un Estado de las autonomías eficaz y solidario, los ciudadanos de Barcelona, de Cuenca, de Almería, de Astorga, de Baeza, de Teruel y de tantos y tantos pequeños municipiosse sientan bien representados por sus instituciones democráticas y satisfechos con los servicios que reciben financiados a través de sus impuestos.
En este momento, en el que se ha visto el embeleco, el gigantesco trampantojo que había tras la oferta separatista, es momento de enfatizar esta perspectiva y no perderla de vista ya nunca. Después de financiar los gobernantes catalanes, durante años, tantísimos estudios para cimentar técnicamente las aspiraciones de dominación feudal de su parcela territorial, después de haber llegado a emplear un lenguaje de olímpico magisterio frente al resto de los españoles, lo cierto es que todo ha quedado en un temblor claudicante ante las puñetas de un magistrado del Tribunal Supremo. Con las palabras del soneto cervantino "caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada".
En achaques catalanes, la notación de la partitura a tocar es bien sencilla: hacer justo lo contrario de lo que se ha hecho hasta ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario