Testamentos de soldados españoles desvelan que miles de ellos se casaron con flamencas. /JOSEFERRE CLAUZEL
- Puigdemont ha ido a Flandes buscando a los seguidores de la vieja leyenda, que dice que allí no quieren a los españoles.
- Hay quienes aún nos consideran "enemigos" cuando la historia fue, en verdad, diferente.
- El autor explica las razones de ese 'odio' y las raíces de una guerra de 80 años que no se olvida.
La fórmula «poner una pica en Flandes» expresa comúnmente hacer algo con gran dificultad. Por lo general se acepta que la frase viene del primer tercio del siglo XVII, cuando la guerra de España en los Países Bajos se puso muy cuesta arriba. La pica -una larga y sólida lanza- era el arma común del soldado de infantería, y Flandes era, evidentemente, el territorio del mismo nombre. Con toda Europa enfrente y unos problemas logísticos morrocotudos, «poner una pica en Flandes» se hizo francamente complicado. Y se hizo, sin embargo.
Flandes fue algo así como el Vietnam del imperio español. Y no, ciertamente, porque nosotros quisiéramos enredarnos allí los 80 años que duró aquella pesadilla. Para entender la guerra de Flandes hay que deshacer unos cuantos tópicos y otros tantos malentendidos. Lo primero: qué es el Flandes del que hablan nuestros libros. Se trata de 17 provincias históricas que abarcan, aproximadamente, los actuales territorios de Holanda, Bélgica y Luxemburgo y una pequeña porción del noreste de Francia. Esas provincias procedían del antiguo condado de Flandes, que data del siglo IX. Después de varias vicisitudes, toda la zona pasó a los duques de Borgoña en el XIV. En 1477, por enlaces matrimoniales, fue heredada por la casa de Habsburgo, los Austrias. Así Flandes termina bajo la soberanía de Carlos I de España y V de Alemania.
De hecho, Carlos había nacido allí, en Gante, en la actual Bélgica, y su primer título, con sólo 15 años, fue el de Duque de Borgoña, soberano en Flandes. Cuando es proclamado rey de España, a partir de 1516, la acumulación de territorios bajo su corona es impresionante: España (Castilla, Aragón, Navarra, Granada), las Indias, Sicilia (con Córcega y Cerdeña), Nápoles, el Franco Condado (una rica región del oeste de Francia, junto a Suiza, también herencia de Borgoña) y, por supuesto, Flandes. Después, en 1519, será proclamado emperador, lo cual añade a sus títulos todo el viejo imperio romano-germánico. Todo eso ha de mantenerlo un país, España, cuya población era la mitad que la francesa. Primer dato importante: no es que España hubiera invadido Flandes, sino que Flandes formaba parte de la Corona.
Flandes era muy rica y, en torno a esa riqueza, habían crecido poderosas élites locales que querían hacer valer sus privilegios. Al mismo tiempo, el territorio representaba un vector geopolítico de primera importancia para el equilibrio de poder en Europa. Vale la pena coger un mapa y señalar las tres grandes potencias del momento en Occidente: España, Francia, Inglaterra. Con Flandes bajo su soberanía, España encerraba a Francia, con la que hacíamos frontera tanto por el sur como por el este, y además amenazábamos a Inglaterra, porque la corta distancia entre las costas inglesas y las flamencas hacían perfectamente factible un desembarco. Ahora bien, a partir de la reforma protestante, con las consiguientes guerras de religión, la lucha por el poder en Europa había conocido un recrudecimiento. Hacia 1540 el calvinismo se había extendido por Flandes. Buena parte de aquellas élites locales habían encontrado en el protestantismo una forma de expresar su propia afirmación de poder, en consonancia con los intereses de Inglaterra y Francia. Así se fueron preparando los elementos de la tragedia.
Mientras gobernó Carlos, Flandes apenas planteó problemas. Los flamencos consideraban que era su rey natural, cosa que efectivamente era. Hubo tumultos protagonizados por los calvinistas, pero Carlos los reprimió sin mayores consecuencias. Todo cambió cuando Carlos abdicó en Felipe II, su hijo, en 1556. Felipe heredó Flandes, pero no el amor de los flamencos. Y aquí empezaron los problemas, porque la agitación soterrada durante los años anteriores comenzó a salir a la luz.
Contra lo que comúnmente se cree, la actitud inicial de Felipe II ante estos problemas no fue de dureza, sino de flexibilidad. El Gobierno de Flandes se le había encomendado a Margarita de Parma, hija natural de Carlos V, hermanastra de Felipe, asistida por el cardenal Granvela. Ambos, Margarita y Granvela, tenían que lidiar con los estados generales, que eran el órgano de representación de la nobleza y la burguesía flamencas. Cuando los flamencos se pusieron tales, Felipe no dudó en sacrificar a Granvela para calmar las cosas. Cedió lo que pudo ante la nobleza, pero Felipe no iba a renunciar a su convicción: él era el guardián del catolicismo en Europa, como lo había sido su padre. En 1560 empiezan los problemas. El descontento crece. Seis años después, en 1566, tendrá lugar la primera revuelta. Es la «rebelión de los iconoclastas», que fue lo que motivó la llamada de Felipe II al Duque de Alba, el traslado de un ejército y la consiguiente apertura del Camino Español. El comienzo del drama.
Detrás de la agitación calvinista se forma ya el frente antiespañol. La cabeza de la rebelión es un personaje decisivo: Guillermo de Orange, llamado el Taciturno, en cuya figura se concentran todas las expectativas, frustraciones y ambiciones de la burguesía flamenca. Junto a él aparecen dos nobles que habían prestado buenos servicios a España: los condes de Egmont y de Hornes. Guillermo era el noble más poderoso de los Países Bajos; aunque de formación protestante, tanto Carlos como Felipe confiaban en él para que representara a la Corona en Flandes. Pero Guillermo tenía sus propios planes y terminará convirtiéndose en el peor enemigo de España. Con ayuda de los protestantes alemanes y en concierto con la Corona inglesa, convierte los Países Bajos en un avispero. La guerra será, en muchos aspectos, una guerra civil.
Guerra civil, sí: flamencos católicos contra flamencos protestantes, valones contra flamencos, flamencos contra holandeses (los de las provincias del norte), unas ciudades contra otras (y cambiando de bando con verdadero ahínco)... Añádase que enseguida entrarán en liza ejércitos mercenarios ingleses, muchedumbres de soldados alemanes, contingentes franceses... Nunca fue una guerra de españoles contra flamencos. En las filas de la Corona española formaban millares de valones, flamencos, italianos, alemanes y hasta jinetes croatas. Por los testamentos de los soldados españoles sabemos que miles de ellos se casaron con mujeres flamencas. Pero el remoquete del «enemigo español» hizo fortuna gracias a la excelente propaganda de guerra de los calvinistas holandeses, y aún la haría más siglos después, cuando Holanda primero, y Bélgica después, se conformen como naciones. Hoy el flamenco común ve al español como a un enemigo ancestral. No le han contado que, muy probablemente, algún tatarabuelo suyo era de Tomelloso.
JOSÉ JAVIER ESPARZA Vía EL MUNDO
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