Un movimiento político de naturaleza tan dañina ha de ser derrotado en
democracia mediante el sometimiento despiadado de sus postulados y de
sus consecuencias al análisis objetivo riesgo-beneficio.
Psicología del separatismo.
EFE
Desde que inicié mi actividad política en primera línea
al ser elegido diputado en el Parlamento de Cataluña en 1988 tuve que
enfrentarme a los nacionalistas de raíz identitaria,
es decir, a gente que sitúa contingencias como la lengua, la raza, el
folklore o el paisaje por encima de valores trascendentes como la
libertad, la igualdad, el imperio de la ley, la dignidad intrínseca de
cada ser humano o la justicia. En este combate de ideas he escrito miles
de páginas, pronunciado centenares de conferencias y discursos,
participado en innumerables debates en radio y televisión, soportado
todo tipo de agresiones verbales y en ocasiones físicas de los supremacistas catalanes y recibido curiosamente intensas y repetidas descargas de fuego supuestamente amigo.
Luchar contra un enemigo tan formidable, motivado y pertinaz como el tribalismo fanático es una tarea ingente
De hecho, una de las sorpresas que me ha deparado este
largo periplo de servicio público ha sido el considerable esfuerzo de
las sucesivas cúpulas de los dos grandes partidos nacionales para
acallar, marginar y al final condenar al ostracismo a aquellos que en
sus filas nos oponíamos con mayor vigor y convicción a los
particularismos divisivos y excluyentes. Habrá de reconocerse que luchar
contra un enemigo tan formidable, motivado y pertinaz como el tribalismo fanático
es una tarea ingente que, si va acompañada del permanente sabotaje de
los que -por lo menos teóricamente- están situados en tu mismo bando,
deviene imposible por titánica.
Dado que los nacionalismos catalán y vasco son desde hace más de un siglo el peor enemigo interior que tiene España como Nación
que intenta con variable fortuna ser cívica, próspera e ilustrada,
siempre me he empeñado en entender sus causas y, sobre todo, los
mecanismos emocionales y mentales que hacen que tanta gente quede
prendida en sus siniestras redes. En efecto, una doctrina que coloca en
la cúspide de la escala axiológica elementos tan accidentales como el
lugar en el que uno nace, el idioma que habla, el color de la piel, un
pasado imaginado o una serie de costumbres perfectamente prescindibles,
no resiste un análisis racional. Lluis Llach
tiene una canción cuyo verso central enuncia con un trémolo dramático
“Som d´aquí”. La pregunta que surge de inmediato en cualquier cabeza
sensata es “¿Y qué?”. Si a eso se añade que el nacionalismo ofrece un
balance de guerras, barbarie, destrucción y ruina auténticamente
escalofriante, cuesta entender de entrada que cuente con tantos adeptos.
La comprensión de tan extraño fenómeno emerge indispensable a la hora
de su neutralización.
La obsesión narcisista que constituye la base movilizadora del nacionalismo de identidad es tan potente para ganar adhesiones acríticas porque apela a instintos muy arraigados
Mi conclusión es que la obsesión narcisista que
constituye la base movilizadora del nacionalismo de identidad es tan
potente para ganar adhesiones acríticas
porque apela a instintos muy arraigados y profundos en la evolución que
ha dado lugar a nuestra especie: el instinto territorial, el instinto grupal
y el rechazo preventivo al extraño y diferente. Nuestros antepasados
prehistóricos guardaban celosamente el reducido hábitat que les
proporcionaba el sustento, se sentían totalmente inmersos en la pequeña
colectividad homogénea que les aseguraba protección, calor, alimento y
acceso a las funciones reproductoras, y reaccionaban con automática
hostilidad si aparecía en el horizonte un humano de otro clan y no
digamos de otra morfología. Todas estas pulsiones sepultadas en nuestra
arqueología cerebral operan con asombrosa eficacia debidamente
manipuladas por los demagogos nacionalistas. Por eso hace tiempo definí
el nacionalismo como la utilización racional de lo irracional al
servicio de la conquista del poder político. Cuando en las grandes
concentraciones de los que anhelan un estado propio para su tinglado
localista se agitan banderas, se derraman lágrimas al son de las
melodías rituales, se queman fotografías del Rey como sustitución
simbólica de su eliminación física, se profieren injuriosas consignas
contra el imaginario enemigo centralista y se exhiben pancartas con
eslóganes directamente dirigidos al sistema límbico, no puedo evitar ver
a una horda de neandertales emitiendo sonidos guturales en las
inmensidades heladas del Pleistoceno.
Un movimiento
político de naturaleza tan dañina ha de ser derrotado en democracia
mediante el sometimiento despiadado de sus postulados y de sus
consecuencias al análisis objetivo riesgo-beneficio, combinado con el
recurso a emociones, instintos y sentimientos que, a diferencia de los
que inspiran al nacionalismo, despierten los registros más nobles,
altruistas y benéficos que todo hombre y toda mujer alberga en sus
circuitos neuronales.
La patología identitaria ha de
ser curada con la razón, pero no sólo con la razón, como pretende el
Gobierno isotérmico que disfrutamos. Hay que descender sin temor a los
abismos tenebrosos y húmedos de los que se alimenta su épica impregnada
de odio para iluminarlos con el fulgor de lo que nos hace humanos, la
capacidad de individualizarnos sin olvidar que vamos todos en un mismo
barco, cuya boga en común es indispensable para convivir en paz,
armonía, orden y bienestar.
ALEJO VIDAL-QUADRAS Vía VOZ PÓPULI
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