Fachada del Tribunal Constitucional
EFE
La activación del tristemente célebre artículo 155 de la Constitución
no es la defunción del Estado autonómico, ni un golpe a la democracia,
ni la liquidación del autogobierno catalán, ni el mayor atropello
perpetrado por el Estado español contra Cataluña
desde la supresión de la Generalidad en 1939. Por el contrario es la
legítima reacción del Estado de Derecho para sofocar el estallido de una
revolución separatista emprendida para destruir el fundamento mismo de
la Constitución.
El proceso soberanista ha sumido a Cataluña en
una crisis sin precedentes. Ha fracturado la sociedad catalana en dos
mitades. Unos odian a España y sueñan con dejar de ser españoles. Otros
no están dispuestos a renunciar ni a su catalanidad ni a su españolidad.
No estamos ante un conflicto entre Cataluña y España, sino en primer
lugar entre catalanes.
Lo peor es que esto
sucede en una de las Comunidades más prósperas de España. La revolución
separatista no lucha por una sociedad más libre, más justa, más
igualitaria, más solidaria. No ha enarbolado la bandera de los
desheredados ni de los marginados como en las revoluciones del siglo XX.
Parece más bien una revolución de un grupo de inconscientes pequeño
burgueses dispuestos a recibir con alegría el abrazo del oso de los
anarquistas y de los anticapitalistas, enemigos declarados del sistema
democrático y de la economía de mercado. Justo el marco en el que
Cataluña ha progresado en paz y en libertad.
La rebelión de las instituciones catalanas se sustenta en grandes mitos y falsedades históricas, como si Cataluña fuera desde hace quinientos años una colonia de España y padeciera una insoportable opresión
La rebelión de las instituciones catalanas se
sustenta en grandes mitos y falsedades históricas, como si Cataluña
fuera desde hace quinientos años una colonia de España y padeciera una
insoportable opresión. La República catalana se convertiría así en el
último episodio de su larga lucha por la liberación nacional. Tan
profunda es la interiorización de esta mentira que los separatistas no
atienden a razones. No les importa frenar en seco el desarrollo
económico de Cataluña. Ni la masiva huida de empresas, a la que podría
seguir la deslocalización de sus centros productivos. Ni la congelación
de las inversiones Ni la ruina de sus empresas exportadoras al quedar
fuera del mercado español y europeo. Ni el empobrecimiento galopante de
la sociedad catalana. Ni el negro futuro de sus pensionistas. Ni la
salida de Europa, con la consiguiente irrelevancia internacional. Ni
siquiera les importa sacrificar al Barcelona,
“más que un club”. Han pisoteado las más elementales reglas del juego
parlamentario para convocar un referéndum ilegal, celebrado sin ninguna
garantía democrática, y aprobar un engendro legislativo para dar los
primeros pasos de la non nata República catalana. Han desafiado al Tribunal Constitucional
y llamado a la ciudadanía a defender la sedición en la calle. No sólo
han violado la Constitución –votada con entusiasmo por una aplastante
mayoría de ciudadanos de Cataluña en 1978– sino su propio Estatuto, que
por cierto en 2006 obtuvo un escuálido respaldo popular. Y ahora el
prófugo Puigdemont busca refugio en Bruselas
para eludir la acción de la Justicia, después de perder su legitimidad
pues una elección democrática no da patente de corso para violar la ley.
Tal vez la Constitución necesite algunas reformas, pero sería un error vincularlas a la solución de la crisis catalana. En 1978
hubo una asombrosa voluntad de conciliación. A nadie se le preguntó de
dónde venía sino a dónde quería ir. Así se fraguó el consenso, con el
único objetivo de alcanzar una democracia plena, donde todos los
derechos fundamentales fueran reconocidos y respetadas todas las
ideologías pacíficas, pacifistas y contrarias a la imposición de
regímenes totalitarios. Se establecieron las bases de nuestro actual
Estado social y democrático de Derecho, cuyos valores superiores son la
libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Se consagró
la separación de poderes y se dio legitimidad a la Monarquía
parlamentaria. Por último, se reconoció el derecho a la autonomía de las
nacionalidades y regiones.
Es falso que el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre el Estatuto de 2006 rompiera el pacto constitucional entre Cataluña y España. Nunca hubo tal pacto
No comparto la idea de que los sucesos de
Cataluña suponen el jaque mate del Estado autonómico y mucho menos de la
Constitución. Es falso que el Tribunal Constitucional en su sentencia
sobre el Estatuto de 2006 rompiera el pacto constitucional entre
Cataluña y España. Nunca hubo tal pacto. La Minoría catalana estuvo
presente en la ponencia constitucional, pero no representaba a toda
Cataluña al obtener sólo 11 escaños de 47. Lo que sí ha saltado por los
aires es el solemne asumido por Jordi Pujol el 21 de julio de 1978 ante
el Congreso al justificar el pleno respaldo de su grupo a la
Constitución: “Muchas veces –dijo- en España se ha fracasado. La
historia de los dos últimos siglos... es la historia de los fracasos,
del intento de estructurar, de construir, de estabilizar, de poner las
bases para el progreso del país, de todo el país. Nosotros esta vez no
queremos fracasar. Desde nuestra perspectiva catalana, desde la cual a
veces hemos fracasado doblemente, doblemente en nuestra condición de
españoles y, además, porque hemos fracasado en aquello que nos afectaba
directamente como catalanes, desde esta perspectiva... nosotros
aportamos aquí, por una parte, nuestra firme decisión de no fracasar
esta vez, y nuestra aportación para que, entre todos, consigamos eso que
la Constitución nos va a permitir; un país en el que la democracia, el
reconocimiento de las identidades colectivas, la justicia y la equidad
sean una realidad”.
Su compañero Miquel Roca
no se había quedado a la zaga al formular durante el debate en el
Congreso una sugestiva tesis sobre la compatibilidad entre el concepto
de nación española y la existencia en su seno de nacionalidades. La
Constitución “al lado de definir esta nación española, nación-estado,
define aquellas otras nacionalidades que son aquellas identidades
históricas y culturales... que vienen a configurar la realidad de la
resultante en una España-nación, una nación española que en este sentido
cobra su dignidad”. Las nacionalidades son, a su juicio, territorios
españoles dotados de una identidad histórica y cultural, que configuran
la realidad de la nación española. “Nación de naciones –concluyó– es un
concepto nuevo, es un concepto, se dice, que no figura en otros Estados o
que no figura en otras realidades; quizás sí, pero es que, señorías,
ayer ya se decía que nosotros tendremos que innovar”. Pues bien, con
independencia de que podamos o no compartir la idea de España como
nación de naciones, es evidente que esas pretendidas “naciones” forman
parte inseparable de una nación superior, España, cuya unidad
indisoluble e indivisible constituye el fundamento mismo de la
Constitución y en la que la soberanía reside en el pueblo español.
El independentismo no ha surgido en España después de la Constitución, pues ya había hecho su aparición en las postrimerías del siglo XIX
Es ingenuo pensar que un Estado federal y la
previa conversión en naciones de las actuales comunidades autónomas
(denominación que el autor de este artículo sugirió con éxito a los
ponentes de UCD para sustituir a la
expresión “territorios autónomos” que figuraba en el anteproyecto de la
ponencia), son la solución para resolver la cuestión catalana. El
independentismo no ha surgido en España después de la Constitución, pues
ya había hecho su aparición en las postrimerías del siglo XIX. Otra
cosa es que el Estado autonómico haya proporcionado al nacionalismo
catalán –y no sólo a él– herramientas muy poderosas para debilitar la
idea nacional de España. Es el caso, por ejemplo, del artículo 150,2,
utilizado de forma nefasta para vaciar al Estado de buena parte de sus
competencias exclusivas y expulsarlo de hecho y de derecho de Cataluña.
Sin olvidar el desistimiento del Gobierno de España a ejercer algunas
de ellas, como ocurre en el terreno educativo. La única reforma
constitucional capaz de dar satisfacción a las aspiraciones
secesionistas sería el reconocimiento del derecho a la
autodeterminación, algo muy difícil de aceptar por el titular del poder
constituyente que no es otro que el pueblo español.
JAIME IGNACIO DEL BURGO* Vía VOZ PÓPULI
*Jaime Ignacio del Burgo fue presidente de la Diputación-Gobierno de Navarra, senador constituyente y diputado.
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