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sábado, 25 de noviembre de 2017

SALAMANCA, PLAZA MAYOR DEL SABER


Salamanca es, junto a Alcalá de Henares, la universidad histórica de España. Niña mimada de reyes y pontífices, la universidad salmantina, como la ciudad misma, vivió su mayor momento de gloria entre 1480 y 1580.

La cultura, en aquella época, salía a borbotones de sus cátedras y las calles eran un amasijo democrático donde entre la turbamulta escolar podían encontrarse futuros inquisidores y arzobispos, sabios humanistas y hombres de leyes, aventureros listos para zarpar al Nuevo Mundo y capitanes de Flandes, profundos teólogos y poetas de pose clásica, busconas y pícaros doctorados en la truhanería de los bajos fondos. 

El plateresco es el principal sello de Salamanca y marca tan singularmente su fisonomía que ni siquiera la casa de Doña María la Brava, vestigio del medievalismo nobiliario, la mole gigantesca de la Clerecía, el neoclásico palacio de Anaya o la barroca Plaza Mayor desvirtúan el equilibrio del conjunto.

Quedan muchas huellas de los próceres que, en algún momento habitaron Salamanca. Son las de Colón y fray Diego de Deza debatiendo planes de navegación en el convento dominico de San Esteban, que casi compite con la Universidad en abolengo cultural, las de Fernando de Rojas paseando por las Tenerías, donde trascurre la acción de La Celestina cuyas páginas destilan por cada uno de sus poros el más genuino erasmismo español, las de Ignacio de Loyola yendo preso a los calabozos del Santo Oficio. Son las de fray Luis de León escribiendo la Noche serena o traduciendo en secreto el Cantar de los Cantares y las de Salinas, el músico ciego, vistiendo el aire de serenidad y hermosura… Es el estremecimiento cultural del que nos hablan Cervantes, Lope de Vega y tantos otros.

Salamanca fue, en ese tiempo, una de las principales turbinas del pensamiento europeo. Son los años de la conquista de América y de las resonantes victorias de los tercios en Europa, y en las cátedras de la universidad salmantina se discute de lo divino y de lo humano, tratando de dar explicación a los problemas de toda índole suscitados por las empresas de la monarquía o la Reforma luterana.

Plaza Mayor del saber, madre de todas las ciencias, Salamanca podía estar segura de contar con los mejores intelectuales. Francisco de Vitoria, Domingo de Soto, Melchor Cano, Fray Luis, Diego de Sotomayor, Francisco Suárez, Covarrubias, Martín de Azpilcueta, Tomás de Mercado, Juan de Mariana, El Pinciano… 


Qué pléyade de hombres ilustres! ¡Que exhibición de talento y sabiduría! Cuando por todo el viejo continente se halagan los oídos reales con argumentos divinos del poder coronado, la intelectualidad española, con el dominico Francisco de Vitoria al frente, frustra el festejo monárquico abriendo camino, sin embargo, al desarrollo del derecho internacional. Y, en pleno proceso europeo de fortalecimiento del absolutismo regio, el jesuita Juan de Mariana, defiende la existencia de leyes emanadas del pueblo, cuya modificación sólo era posible con el consentimiento de la comunidad si la monarquía no deseaba degenerar en tiranía contra la que existía el derecho de resistencia mediante la revuelta popular o el tiranicidio. Al mismo tiempo nuestro Tácito español empujaba el ardor patriótico de sus lectores con su Historia general de España.

El Concilio de Trento fue obra, en parte, de la llamada Escuela Salamanca, cuyos sabios defendieron con brillantez la libertad del hombre frente al determinismo protestante. La gran mayoría de los españoles lo desconoce, pero no hay Escuela en el mundo que pueda compararse por su influencia internacional a la de Salamanca en cuanto a la definición de un pensamiento recio de derivaciones científicas, jurídicas, económicas y sociológicas, las más de las veces propagadas por pensadores extranjeros. Habría que dirigir la mirada a la Academia de Atenas fundada por Platón y considerada un antecedente de las universidades para medir el alcance de la Escuela de Salamanca.

Con la estatua de Fray Luis de León en el centro, el patio de las Escuelas Menores es uno de los grandes iconos salmantinos. Y la vieja fachada plateresca de la Universidad que da a él, tal vez, el rincón más renombrado de la ciudad. Se trata de una portada hermosísima, un poema renacentista hecho piedra. A quien sabe leerlo, le dice lo que era Salamanca en tiempos de los Reyes Católicos, cuyos bustos pueden verse en sendos medallones. “Los reyes a la Universidad y ésta a los Reyes”, reza una altiva inscripción que recuerda la importancia de este lugar para la Corona y el Estado. Toda esta obra de arte, como Salamanca entera, hecha con la piedra arenisca de Villamayor, piedra dorada por la que aún habla el espíritu de la ciudad teológica, imperial y humanista. Piedra del color de la miel.

Pero ni el Patio de las Escuelas Menores, ni el edificio de la Universidad – tan espléndido que no se explica muy bien cómo se puede estudiar allí en medio de tanta belleza– son sólo fachada. Ambos conjuntos guardan en su interior importantísimos tesoros del arte y de la ciencia. En las Escuelas Menores, destaca la extraordinaria pintura mural realizada por Fernando Gallego a finales del siglo XV, El cielo de Salamanca, conservada sólo en una tercera parte.

Dentro de la Universidad sobresalen dos lugares: el aula de Fray Luis de León, que está exactamente igual a como el poeta la conoció, desnuda, fría, con los toscos bancos en los que aparecen marcados los nombres de quienes se sentaban a escuchar las lecciones; y la biblioteca, fundada por Alfonso X en el siglo XIII y, sin duda, el testimonio más elocuente de los siglos de esplendor de Salamanca, con libros y manuscritos de los maestros y alumnos de su notabilísima Escuela.

El Tormes lame por su cara bonita a Salamanca, la arrulla, la sirve de espejo. La imagen de la vieja y apacible urbe, con el río delante y el puente romano que lo atraviesa, es parte fundamental del equipaje sentimental de todos cuantos hemos estudiado en su Universidad. Las dos catedrales -hasta en esto es singular Salamanca-, de tan cerca, casi se miran en el agua. Por aquí nació el Lazarillo: “Y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tómole el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido del río”. Y aquí, en la entrada o en la salida del puente, según de donde se venga, está el verraco contra el que estampó su cabeza el endiablado ciego. Tal fue la cátedra del pícaro.

Quien llega a Salamanca va a parar, sin remedio, a la Plaza Mayor. Se trata – y no es exageración – de uno de los espacios arquitectónicos más hermosos del mundo. Felipe V, quieto en su medallón, ha visto pasar aquí todas las historias de nuestra historia desde que Alberto de Churriguera firmara el proyecto en 1729. Pero lo que hoy importa es que la plaza, apaisada, de armonía irregular, con soportales repletos de cafés, bares y restaurantes, llena de aire y de luz, sigue siendo una cazuela que bulle. “La plaza gira, zumba y canta”, dijo de ella Ilya Ehrenburg en 1931. Y aún es cierto. Sólo tiene unas pocas horas de silencio muy de mañana. Hay que aprovecharlas. Suenan las esquilas de las iglesias y el reloj municipal saluda el día con sus campanadas burocráticas. El amplio cuadrilátero está casi vacío. El sol dora los pináculos y las cornisas provocando profundas sombras. El Novalty – el café centenario desde donde Torrente Ballester observaba la vida que pasa, - espera todavía a su clientela…

Y siempre, siempre… Salamanca es el recuerdo imborrable de Miguel de Unamuno, cuya casa-museo guarda las notas apresuradas que fueron la génesis de aquellas frases legendarias pronunciadas el doce de octubre de 1936 en la Universidad: “el venceréis, pero no convenceréis” del filósofo y el “¡viva la muerte! ¡muera la inteligencia” de Millán Astray, fundador de la Legión. Después del exabrupto del Paraninfo, a Unamuno solo le quedaba tratar de llegar a un buen morir, a una decente marcha de aquella España a la que había entregado incluso una penúltima y extraviada pasión, corregida por su estremecedora amonestación final. 


La muerte, en efecto, no se hizo esperar, y dos meses y medio más tarde el bilbaíno enamorado de Castilla entregaba su alma a Dios, a quien durante cuarenta años había dedicado un interrogante fervor intelectual y literario, solo alcanzado por las mejores páginas de la mística del Siglo de Oro. Y para que nunca hubiera duda ni de su apasionada existencia ni del camino último que quería recorrer, eligió como epitafio de su nicho en el cementerio de Salamanca los versos finales de su Salmo III:

Méteme, Padre eterno, en tu pecho,
misterioso hogar,
dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar…

Desde mis tiempos de estudiante universitario, siempre me reencuentro con Salamanca en este lugar del reposo postrero Y también yo, como mi paisano Unamuno, atormentado por la guerra civil, me digo hoy a mí mismo, en esta hora grave de la patria: “Dios no puede abandonar a España”. Últimas palabras del contradictorio pensador español.

MI SALAMANCA

Si como decía el poeta Rilke “mi patria es mi infancia” yo deberé reconocer en Salamanca a mi patria universitaria. A esta hermosísima ciudad le dediqué en mi Breve historia de la cultura en España mi aliento más poético. Allí, de siglo en siglo, me llegó España en su belleza y comprendí que la defensa de la realidad de su existencia nacional se encontraba también en la creación de los teólogos y poetas, en la laboriosa exactitud de las palabras, en lo adelantado de su pensamiento, en la conmovedora humanidad de su esplendor. Era el fundamento de un patriotismo cultural, inspirador de la cohesión de los ciudadanos y asentado en un patrimonio del que pudieran sentirse orgullosos.

En la Universidad salmantina fui alumno de Miguel Artola, cuyos Textos fundamentales para la Historia, nacidos de su asignatura de Histori
a Universal definen una inquietud por los aspectos esenciales del pasado, por ir al grano, por las síntesis que marcaron desde el comienzo mi actividad como historiador. 

También allí pude disfrutar del magisterio del filólogo Fernando Lázaro Carreter, que todas las semanas imponía a sus alumnos un ejercicio de redacción, que luego era leído en público – ¡día del escarnio! – y comentado con los dardos de sus palabras. Mi preocupación literaria, mi voluntad de estilo, que también he procurado inculcar a mis numerosos alumnos, arrancan de aquella época. Y como me costaba separarme de Salamanca, años más tarde me doctoré en su Universidad Pontificia.



                                    FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR  Vía EL CORREO

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