El catalanismo es el Mal. Sí, con mayúscula.
Lo primero que procede hacer si se quiere
resolver un problema es leer con suma atención el enunciado. Si no se
obra de ese modo, se correrá el riesgo de dar con la respuesta correcta a
la pregunta equivocada. Sin ir más lejos, eso es lo que le pasa al
Madrid con mando en plaza cada vez que ya no le queda más remedio que
sacar la cabeza de debajo del ala y mirar de frente el problema catalán.
Y es que el Madrid de los despachos oficiales no ha sabido leer nunca
el genuino enunciado de la querella catalana. De ahí que siempre se le
ocurran soluciones para el problema que no es.
Porque en Madrid creen, y desde siempre, que el problema es el separatismo. Pero resulta que el problema, el verdadero problema, no es el separatismo. El separatismo, como la fiebre y los vómitos en los pacientes aquejados de muy graves patologías orgánicas, supone apenas el síntoma externo de una afección más profunda. Virulento y estridente, sí, pero solo síntoma. Bien al contrario, el origen del mal, la fuente primera de todas las desgracias que Cataluña proyecta sobre sí misma y por extensión sobre el resto de España, remite a algo que en la capital se tiende a considerar, aun sin saber muy bien de qué se trata en realidad, como algo en el fondo inofensivo. Porque la fuente germinal del mal es el catalanismo. El catalanismo, ese peaje obligatorio que todo el mundo tiene que pagar si quiere que su presencia en la vida política de las cuatro provincias sea aceptada como legítima a ojos de las fuerzas vivas de la plaza.
A fin de cuentas, el separatismo nunca ha logrado ser mayoritario. Nunca, ahora tampoco. Sin embargo, el catalanismo constituye una indiscutida fuente doctrinal compartida no sólo por los partidos separatistas, sino por todos los demás. Un todos que incluso alcanza, si bien con acusados matices, al actual Ciudadanos y a la delegación local del Partido Popular. Y lo que de entrada conviene saber sobre esa ideología política, la del llamado catalanismo, es que es justamente eso: una ideología política. No hablamos de ningún sentimiento espontáneo, de afectos particularmente intensos y exaltados hacia el terruño. Olvídese de una vez esa confusión interesada que siempre pugnan por traer a colación los nacionalistas. El catalanismo es una ideología, la transversal, hegemónica e indiscutida hoy en Cataluña, que se asienta, y desde hace ya más de cien años, sobre dos pilares básicos. El primero, obra de Valentí Almirall, parte de distorsionar los principios conceptuales del federalismo para reformularlo hasta hacerlo del todo irreconocible. Pues pasaría a ser concebido no como lo que es, un pacto entre los individuos que son titulares de la soberanía de una nación, sino como un acuerdo suscrito por los distintos territorios donde esas personas habitan. Por los territorios, no por las personas.
Así, cuando Miquel Iceta o Xavier Domènech hablan de suscribir un "nuevo pacto" constitucional entre Cataluña y España es la jerga falsaria de Almirall lo que asoma a sus labios. El segundo rasgo nodal de esa doctrina, otra edulcorada fórmula retórica para encubrir un pensamiento profundamente antieuropeo, antiliberal y reaccionario, es la apelación al famoso "hecho diferencial". El catalanismo es en gran medida un interminable ejercicio de onanismo teórico en torno a esa obviedad de Perogrullo, la de las acusadas peculiaridades locales que todo viajero que cruce la península podrá observar a su paso. Una simpleza que, al haber sido transformada en obsesión crónica por los doctrinarios catalanistas, pone hoy en grave riesgo la aplicación de los principios del Estado liberal y democrático en ese territorio. En la medida en que esos principios se basan en la libertad de las personas y en la no interferencia de los poderes públicos para tratar determinar o condicionar su sentimiento de identidad individual. Pues en las democracias liberales de Europa, a diferencia de lo que sucede en la Cataluña actual, la única obligación de un miembro de la polis es cumplir las leyes. Cumplir las leyes, punto. En ningún caso asimilarse, integrarse, alinearse, diluirse, normalizarse o evaporarse. El catalanismo es el Mal. Sí, con mayúscula.
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ Vía LIBERTAD DIGITAL
Porque en Madrid creen, y desde siempre, que el problema es el separatismo. Pero resulta que el problema, el verdadero problema, no es el separatismo. El separatismo, como la fiebre y los vómitos en los pacientes aquejados de muy graves patologías orgánicas, supone apenas el síntoma externo de una afección más profunda. Virulento y estridente, sí, pero solo síntoma. Bien al contrario, el origen del mal, la fuente primera de todas las desgracias que Cataluña proyecta sobre sí misma y por extensión sobre el resto de España, remite a algo que en la capital se tiende a considerar, aun sin saber muy bien de qué se trata en realidad, como algo en el fondo inofensivo. Porque la fuente germinal del mal es el catalanismo. El catalanismo, ese peaje obligatorio que todo el mundo tiene que pagar si quiere que su presencia en la vida política de las cuatro provincias sea aceptada como legítima a ojos de las fuerzas vivas de la plaza.
A fin de cuentas, el separatismo nunca ha logrado ser mayoritario. Nunca, ahora tampoco. Sin embargo, el catalanismo constituye una indiscutida fuente doctrinal compartida no sólo por los partidos separatistas, sino por todos los demás. Un todos que incluso alcanza, si bien con acusados matices, al actual Ciudadanos y a la delegación local del Partido Popular. Y lo que de entrada conviene saber sobre esa ideología política, la del llamado catalanismo, es que es justamente eso: una ideología política. No hablamos de ningún sentimiento espontáneo, de afectos particularmente intensos y exaltados hacia el terruño. Olvídese de una vez esa confusión interesada que siempre pugnan por traer a colación los nacionalistas. El catalanismo es una ideología, la transversal, hegemónica e indiscutida hoy en Cataluña, que se asienta, y desde hace ya más de cien años, sobre dos pilares básicos. El primero, obra de Valentí Almirall, parte de distorsionar los principios conceptuales del federalismo para reformularlo hasta hacerlo del todo irreconocible. Pues pasaría a ser concebido no como lo que es, un pacto entre los individuos que son titulares de la soberanía de una nación, sino como un acuerdo suscrito por los distintos territorios donde esas personas habitan. Por los territorios, no por las personas.
Así, cuando Miquel Iceta o Xavier Domènech hablan de suscribir un "nuevo pacto" constitucional entre Cataluña y España es la jerga falsaria de Almirall lo que asoma a sus labios. El segundo rasgo nodal de esa doctrina, otra edulcorada fórmula retórica para encubrir un pensamiento profundamente antieuropeo, antiliberal y reaccionario, es la apelación al famoso "hecho diferencial". El catalanismo es en gran medida un interminable ejercicio de onanismo teórico en torno a esa obviedad de Perogrullo, la de las acusadas peculiaridades locales que todo viajero que cruce la península podrá observar a su paso. Una simpleza que, al haber sido transformada en obsesión crónica por los doctrinarios catalanistas, pone hoy en grave riesgo la aplicación de los principios del Estado liberal y democrático en ese territorio. En la medida en que esos principios se basan en la libertad de las personas y en la no interferencia de los poderes públicos para tratar determinar o condicionar su sentimiento de identidad individual. Pues en las democracias liberales de Europa, a diferencia de lo que sucede en la Cataluña actual, la única obligación de un miembro de la polis es cumplir las leyes. Cumplir las leyes, punto. En ningún caso asimilarse, integrarse, alinearse, diluirse, normalizarse o evaporarse. El catalanismo es el Mal. Sí, con mayúscula.
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ Vía LIBERTAD DIGITAL
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