"Si nos sabemos queridos por Dios, respondemos también con nuestro cariño y oración a esa llamada de Dios, sabiendo aceptarnos a nosotros mismos pese a nuestras limitaciones, fallos e incluso pecados, llegando así a la autoestima, la confianza y la seguridad personal."
Pedro Trevijano
Ante la problemática que nos plantea la
educación laicista, en la que Dios no cuenta para nada, podemos
preguntarnos si es adecuada una educación laicista, una educación en la
que Dios no esté. Es indiscutible que antes de optar por Dios o contra
Él, ateos y creyentes podemos encontrarnos colaborando juntos en defensa
de la dignidad humana y en la tarea de transformar el mundo. Pero antes
o después tendremos que plantearnos el problema del último porqué y de
la existencia o no de un sentido final. Quien no acepta a Dios y la
existencia de una verdad universal tiene que escoger como valores
supremos realidades como el dinero, el placer, el poder, valores que en
modo alguno pueden identificarse con Dios, cosa que no sucede con
aquellos que escogen como meta de su vida a Dios, la Verdad, la Justicia
o el Amor, que son valores supremos que sí pueden identificarse con
Dios.
En 1937, en su encíclica Mit brennender Sorge contra el nazismo, Pío XI escribía: “34. Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión. No se percatan, o no quieren percatarse, de que, el desterrar de las escuelas y de la educación la enseñanza confesional, o sea, la noción clara y precisa del cristianismo, impidiéndole contribuir a la formación de la sociedad y de la vida pública, es caminar al empobrecimiento y decadencia moral. Ningún poder coercitivo del Estado, ningún ideal puramente terreno, por grande y noble que en sí sea, podrá sustituir por mucho tiempo a los estímulos tan profundos y decisivos que provienen de la fe en Dios y en Jesucristo”.
Pío XI desde luego tenía razón. La decadencia moral de que hablaba se ha concretado en los genocidios marxista y nazi, así como el genocidio actual del aborto, consecuencia directa del laicismo y de la ideología de género. Pero como empeorar siempre es posible, dentro de poco seguramente tendremos que añadir la eutanasia a la lista de crímenes en masa.
Aunque algunos afirmen otra cosa, no existen ni una enseñanza ni una educación neutra, pues siempre hay en juego una serie de valores explícitos o implícitos, que eso sí, pueden ser positivos o negativos. Mucho me temo que unos padres o educadores que pasan de Dios sólo pueden educar a sus educandos en valores puramente materiales. La educación está al servicio de la verdad, enseñando ante todo qué es lo que está bien y qué es lo que está mal y tiene como objetivo un proceso de maduración o de crecimiento y construcción de la personalidad, y como lo que da sentido a la vida es el amor, educar es transmitir lo mejor que uno ha adquirido a lo largo de la vida, lo que supone fundamentalmente enseñar a amar. Educar es, ya desde la infancia, sembrar ideales, formar criterios y fortalecer la voluntad, pues todo aprender supone un esfuerzo. La educación ha de ser integral, es decir, afecta a todas las dimensiones humanas, como lo racional y afectivo, lo intelectual, lo religioso y moral, lo temporal y lo trascendente.
La función de la educación no es sólo instruir o transmitir unos conocimientos, sino formar el carácter capacitando para el sacrificio, así como enseñar los valores y comportamientos, inculcando el sentido del deber, del honor, del respeto, convenciendo y persuadiendo gracias a un diálogo abierto y permanente, mejor que imponiendo. “La educación consiste en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más” (San Juan Pablo II, discurso en la Unesco, 1980). Educar es tener una idea precisa del modelo de persona que se persigue, es decir enseñar el significado de la vida, el porqué y para qué vivir, lo que propicia el desarrollo de la persona.
La pregunta que podemos por tanto hacernos es: ¿qué papel juega Dios en nuestra educación? Ante todo recordemos que, como nos dice San Juan: “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8 y 16), siendo la más importante manifestación del amor de Dios hacia nosotros la venida de Jesucristo al mundo para redimirnos y salvarnos. La fe nos enseña no sólo que la vida tiene sentido, sino cuál es ese sentido.
Nuestra educación en la fe ha de partir de la vida, de modo que podamos participar plenamente en la comunidad eclesial y sepamos asumir consciente y cristianamente nuestro compromiso temporal. N
En 1937, en su encíclica Mit brennender Sorge contra el nazismo, Pío XI escribía: “34. Sobre la fe en Dios, genuina y pura, se funda la moralidad del género humano. Todos los intentos de separar la doctrina del orden moral de la base granítica de la fe, para reconstruirla sobre la arena movediza de normas humanas, conducen, pronto o tarde, a los individuos y a las naciones a la decadencia moral. El necio que dice en su corazón: No hay Dios, se encamina a la corrupción moral (Sal 13[14],1). Y estos necios, que presumen separar la moral de la religión, constituyen hoy legión. No se percatan, o no quieren percatarse, de que, el desterrar de las escuelas y de la educación la enseñanza confesional, o sea, la noción clara y precisa del cristianismo, impidiéndole contribuir a la formación de la sociedad y de la vida pública, es caminar al empobrecimiento y decadencia moral. Ningún poder coercitivo del Estado, ningún ideal puramente terreno, por grande y noble que en sí sea, podrá sustituir por mucho tiempo a los estímulos tan profundos y decisivos que provienen de la fe en Dios y en Jesucristo”.
Pío XI desde luego tenía razón. La decadencia moral de que hablaba se ha concretado en los genocidios marxista y nazi, así como el genocidio actual del aborto, consecuencia directa del laicismo y de la ideología de género. Pero como empeorar siempre es posible, dentro de poco seguramente tendremos que añadir la eutanasia a la lista de crímenes en masa.
Aunque algunos afirmen otra cosa, no existen ni una enseñanza ni una educación neutra, pues siempre hay en juego una serie de valores explícitos o implícitos, que eso sí, pueden ser positivos o negativos. Mucho me temo que unos padres o educadores que pasan de Dios sólo pueden educar a sus educandos en valores puramente materiales. La educación está al servicio de la verdad, enseñando ante todo qué es lo que está bien y qué es lo que está mal y tiene como objetivo un proceso de maduración o de crecimiento y construcción de la personalidad, y como lo que da sentido a la vida es el amor, educar es transmitir lo mejor que uno ha adquirido a lo largo de la vida, lo que supone fundamentalmente enseñar a amar. Educar es, ya desde la infancia, sembrar ideales, formar criterios y fortalecer la voluntad, pues todo aprender supone un esfuerzo. La educación ha de ser integral, es decir, afecta a todas las dimensiones humanas, como lo racional y afectivo, lo intelectual, lo religioso y moral, lo temporal y lo trascendente.
La función de la educación no es sólo instruir o transmitir unos conocimientos, sino formar el carácter capacitando para el sacrificio, así como enseñar los valores y comportamientos, inculcando el sentido del deber, del honor, del respeto, convenciendo y persuadiendo gracias a un diálogo abierto y permanente, mejor que imponiendo. “La educación consiste en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más” (San Juan Pablo II, discurso en la Unesco, 1980). Educar es tener una idea precisa del modelo de persona que se persigue, es decir enseñar el significado de la vida, el porqué y para qué vivir, lo que propicia el desarrollo de la persona.
La pregunta que podemos por tanto hacernos es: ¿qué papel juega Dios en nuestra educación? Ante todo recordemos que, como nos dice San Juan: “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8 y 16), siendo la más importante manifestación del amor de Dios hacia nosotros la venida de Jesucristo al mundo para redimirnos y salvarnos. La fe nos enseña no sólo que la vida tiene sentido, sino cuál es ese sentido.
Nuestra educación en la fe ha de partir de la vida, de modo que podamos participar plenamente en la comunidad eclesial y sepamos asumir consciente y cristianamente nuestro compromiso temporal. N
ecesitamos
una visión de la vida llena de significado, en la que la fe, el amor y
la entrega a los demás tengan sentido. El proyecto de vida cristiano
supone ante todo el convencimiento que lo que Dios quiere y pretende de
nosotros es nuestra propia realización y perfección humana, que es
además el paso necesario para iniciar una transformación positiva del
mundo. Ello se consigue por la apertura a la generosidad y a la
trascendencia y como la gracia se edifica sobre la naturaleza, si nos
sabemos queridos por Dios, respondemos también con nuestro cariño y
oración a esa llamada de Dios, sabiendo aceptarnos a nosotros mismos
pese a nuestras limitaciones, fallos e incluso pecados, llegando así a
la autoestima, la confianza y la seguridad personal.
PEDRO TREVIJANO Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
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