Vista desde ahora, con el artículo 155 triunfante, la autonomía intervenida, Puigdemont fugado
(y pelado) y la cúpula soberanista procesada o en la cárcel, cuesta
creer que la revolución catalana de octubre llegase a parecer tan
inquietante. Siempre quedará la duda de si el colapso que amenazó la
democracia constitucional, con una gravedad que obligó a la salida en
tromba del propio Rey Felipe, se debió a que la respuesta correcta del
Estado llegó tarde. El procés no tenía ni media bofetada, y su actual
desplome obliga a preguntarse cómo fue posible aquel momento crítico en
que la estabilidad de España zozobró bajo la presión del separatismo en las calles.
Todo
eso sucedió, sin embargo, y con severos daños colaterales; y acaso
hubiese ido a mayores de no haber cometido los independentistas unos
errores tan flagrantes. El principal, como ha quedado patente, su
tendencia narcisista a autosobrevalorarse. Sabiendo que les faltaba masa
crítica y un plan de fondo más allá del ataque, se lanzaron en picado
sin pensar en el aterrizaje. Se obcecaron con la declaración de ruptura
creyendo que la propia dinámica de la insurrección tendería a solucionar
sus carencias estructurales. Su célebre hoja de ruta estaba mal
calculada: al minusvalorar la energía del Estado no tuvo en cuenta que la DUI no era el principio sino el final del viaje.
Esta
deflación del nacionalismo, que ahora no sabe cómo reformular sus
objetivos, responde a una orfandad política e intelectual manifiesta
tras el desengaño de su gran mito. La proclamación de independencia no
ha servido para nada salvo para disparar en una salva la bala decisiva y
dejarles a sus propios promotores una penosa sensación de proyecto
fallido. Fue un desahogo, una efusión calenturienta, un éxtasis
autocomplaciente de efectos mínimos. O máximos, según se mire, pero en
su contra: ahora tienen el autogobierno suspendido, a sus partidarios en
estado de shock y la cárcel como expectativa para ellos mismos. Aún
pueden ganar las elecciones, sí, pero ya no les sirven de plebiscito. Y
además han movilizado en Cataluña a una sociedad civil replegada y han
despertado en el resto de España una oleada inédita de patriotismo. Su
mejor horizonte es el de mantenerse en una especie de empate infinito.
Todas esas
equivocaciones -y las de Podemos, que también se ha confundido- han
acabado por fortalecer al sistema en vez de destruirlo; no hay acierto más eficaz que los fallos del enemigo.
Pero eso no quiere decir que haya desaparecido el peligro del
nacionalpopulismo; sólo que ha tropezado con su propia mitología y se ha
metido solo en un laberinto. Ese fracaso abre una oportunidad de oro
para el constitucionalismo español, si no cae en la debilidad, en el
apaciguamiento apocado o en el complejo remordido. Una ocasión, y una
responsabilidad histórica, de enfriar el recalentado proceso catalán
durante otro cuarto de siglo.
IGNACIO CMACHO Vía ABC
No hay comentarios:
Publicar un comentario