Este 3 de octubre el escritor publica ‘Sabotaje’ (Alfaguara), la novela
que cierra la serie de espionaje protagonizada por Lorenzo Falcó. Desde
París, la ciudad donde se ambienta la historia, Pérez-Reverte habla de
esta nueva entrega de la Europa de entreguerras
Falcó tendrá que destruir el Guernica, el cuadro que el gobierno de la República ha encargado a Picasso para el pabellón español en la Exposición Internacional
Si en el primer volumen de la saga, que comenzó en 2016, Lorenzo Falcó debía rescatar a Primo de Rivera de la cárcel de Alicante y en Eva, la segunda novela del ciclo,
tenía que traer de vuelta el oro del Banco de España que permanecía en
un barco de la República fondeado en Tánger, en esta ocasión la misión
será doble. Falcó tendrá que tender una trampa al intelectual francés
leal a la República, Leo Bayard, y destruir el Guernica, el cuadro que el gobierno de Negrín le ha encargado a Picasso para el pabellón español en la Exposición Universal.
Todo ocurre en la primavera de 1937,
en el París de las vanguardias, una ciudad en la que se mezclan
escritores, intelectuales y no pocos artistas comprometidos, o que dicen
estarlo, junto a una potente red de espías en la que se solapan agentes
de la Alemania Nazi con británicos, soviéticos, falangistas y
republicanos.En estas páginas aparecen desde reporteros y escritores
como Gatewood, trasunto del norteamericano Ernest Hemingway –a
quien Falcó propina una buena paliza en los baños de un cabaret de
Pigalle- hasta figuras que hicieron de la militancia una pose artística.
Esta novela es, en toda regla, un retrato demoledor de los falsos
compromisos o incluso del papel que jugaron el arte y la literatura como
modalidades de propaganda. En Sabotaje el lector se topa con André Malraux, Peggy Guggenheim o Pablo Picasso, pero también con Marlene Dietrich y los habitantes de aquel mundo en el que glamour, militancia y cultura formaban una extraña encrucijada.

“Lo más importante de esta novela era retratar el París
de los años treinta. Es una ciudad que conozco muy bien, pero a la que
quería recuperar. Revivir el París de las lecturas, el de Hemingway y
Fitzgerald. Quise hacerlo sacándola de los tópicos. Ese era el desafío
topográfico: retratar esa Francia cobarde que se encamina hacia la
Segunda Guerra mundial. Aquí están Hemingway,
Peggy Guggenheim o Malraux, sólo que aparecen de otra forma. Los
nombres reales me condicionaban tanto, que no me permitían actuar con la
libertad del novelista. A diferencia de la historia, la novela necesita
un rigor distinto, el que te permite situar un barco en determinado
lugar o tiempo al mismo tiempo que te permite manipular otros hechos. Lo
divertido es poder hacer cosas como ésa: que Falcó le pegue una paliza a
Hemingway en los servicios y luego se bese con Marlene Dietrich. Eso no puedo hacerlo con la historia, pero sí con la novela”.
Arturo Pérez-Reverte
contesta a las preguntas de un grupo de periodistas que han viajado
desde Madrid para conocer los escenarios de la novela. Sentado en una
de las sillas que presiden la pared acristalada de Les Deux Magot,
Pérez-Reverte tiene a su lado una fotografía del autor de Adiós a las armas,
Ernest Hemingway, un habitual de este café de Saint-Germain-des-Prés,
lugar de encuentro del París intelectual de finales del siglo XIX hasta
mediados del XX y que aún mantiene sus puertas abiertas. Hemingway vivió
en aquel ambiente de entreguerras. El corresponsal era un habitual de
aquellas terrazas y bares por donde paseaba presumiendo de sus
incursiones en las trincheras de la Guerra Civil española. Era, pues, un
imprescindible en este libro. Y si algo no cabe duda es que tanto Falcó como Pérez-Reverte se han quedado a gusto con el Big Papa.
"Yo he hecho más guerras que Hemingway, así que sé lo que es ir a la guerra. Por eso sé que es un fanfarrón"
"Lo que más placer me ha dado al escribir esta novela ha
sido la paliza a Hemingway” dice Pérez-Reverte riendo. No hace falta
pincharlo demasiado para que se desquite, aunque no sin matizar antes, y
con cierta cortesía: "Me parece un novelista formidable. Adiós a las armas es muy buena. Por quién doblan las campanas es mejor todavía. Sus cuentos son formidables. Creo que su mejor libro es París era una fiesta,
sus memorias, sus falsas memorias parisienses –añade, no sin
intención-. Son magníficas. Pero él era un fanfarrón. A ver, no vayáis a
titular por ahí, porque tampoco se trata de eso, pero yo he hecho más
guerras que Hemingway, así que conozco lo
que es ir a la guerra. Por eso sé que es un fanfarrón y esa parte suya,
de presumir de cómo se comía las balas sin pelar, de cómo ayudaba y
enseñaba a los soldados americanos a manejar el fusil, no me gusta. Como
no me caía bien Hemingway como persona, decidí que en esta novela Falcó
le diese una paliza en los lavabos de un cabaret de Pigalle. Tenía mis
cuentas pendientes con él”, zanja el escritor. Sobre la mesa, junto a
los micrófonos y grabadoras de los periodistas, ha quedado un ejemplar
del menú del local. Hay un Petit Dejeuner dedicado a Hemingway y otro a Sartre. Curioso, excepto por el yogurt, apenas y se distinguen.
Si
para Arturo Pérez-Reverte Hemingway nunca pisó una guerra, queda más
que claro que Picasso tampoco. “El Guernica es una alegoría, pero hay
mucha más guerra en pintores anónimos del siglo XX. Esa pintura tiene
una carga simbólica espectacular que la ha hecho importante.Pero como
cuadro de guerra no es de mis favoritos”, contesta Pérez-Reverte a las
muchas preguntas sobre el mordaz perfil que hace del artista, que en
estas páginas sí aparece con su identidad real, hasta el punto de llegar
a retratar a Falcó, quien, haciéndose pasar por un multimillonario
coleccionista, merodea el número siete de la Rue des Grands-Augustins,
el lugar donde Picasso pintó el Guernica y vivió durante casi veinte
años: desde el inicio de la Guerra Civil, en 1936, hasta 1955, un
periodo que incluye no sólo la derrota y caída de la República, sino
también los largos y oscuros días de la ocupación nazi durante la
Segunda Guerra Mundial, un tiempo en el que Picasso se jactaba de su
exilio, al mismo tiempo que guardaba silencio ante la invasión.

“Yo no critico a los intelectuales de aquella época. Lo hacen mis personajes”, aclara Pérez-Reverte
mientras se ajusta los puños de la camisa blanca. El académico y
escritor lleva su acostumbrado corte de cabello al ras, pantalones de
pinza, americana oscura y un delgado plumas a manera de chaleco –en
París hace rato que el verano se ha marchado-. “Hubo intelectuales que
no pisaron el frente nada más que para hacerse fotos. Se pasearon con
pistolas por los bares y los cafés. Eso ocurrió en los dos bandos. Que
si Alberti, que si Miguel Hernández. No
todos ellos estuvieron luchando o pegando tiros, estuvieron en otros
sitios. El problema que tiene toda guerra, y las civiles más, es que al
final se la apropian otros. Ocurrió. En una guerra como la española
protagonizada por la gente o los desgraciados (el campesino, la gente
inculta, la que pelea en un bando porque le ha tocado ahí), una vez
pasado el conflicto, es el intelectual quien se adueñó de eso, porque
quien pasa a la memoria histórica son sus rostros y no los rostros de
los que combatieron en El Ebro. Quedan los Alberti, Sánchez Mazas o La
Pasionaria, pero no el soldadito con su fusil de asalto. Y ahí hay una
injusticia”.
A lo largo de los 18 capítulos de Sabotaje, Arturo Pérez-Reverte
pinta la Francia gobernada por el Frente Popular encabezado por Léon
Blum, que desaparecería al poco tiempo tras la ocupación nazi hasta
transformarse en la República de Vichy. “La Francia de esa época era muy
fascista, hasta tal punto que se dejó vencer por el fascismo y que
luego quiso justificarse con la ficción de la resistencia a los
alemanes”, asegura Pérez-Reverte para dar luces sobre ese París que
protagoniza este libro y donde coinciden espías británicos del M16, los
servicios de inteligencia rusos, los agentes nacionales y republicanos
españoles, así como las mentes oscuras de movimientos nacionalistas y de
ultraderecha. Huele a guerra, cada vez más cerca, en esta novela y sin
embargo todo parece una fiesta. El mundo de estos personajes se va a
acabar, pero ellos parecen no saberlo.
"Hubo intelectuales que no pisaron el frente nada más que para hacerse fotos. Se pasearon con pistolas por los bares y los cafés"
Mientras unos beben champagne y hacen su propia
revolución en restaurante Le Dôme, en Montparnasse, se mueven por detrás
personajes oscuros. Los fascismos, el comunismo y las revueltas son una
realidad en España y el resto de Europa. Los vascos urden planes de
nacionalismo entre San Sebastián y Hendaya –el carlismo, de fondo- y
los catalanes se cobran su propia carnicería, mientras los Nacionales y
Republicanos se desangran en una contienda que apenas cumple el primero
de sus tres años. Stalin perpetra sanguinarias purgas entre trotskistas
y anarquistas y Alemania ensaya su arsenal en una España que libra una
cruenta guerra, ésa que servirá de laboratorio en el bombardeo en la
localidad de Guernica, en abril de 1937.
“Me
interesaba mucho remarcar esa falsa seguridad que se respiraba entonces.
Lo que venía era muy gordo y no todos lo pudieron ver, excepto aquellos
lúcidos como Falcó”, explica Arturo Pérez-Reverte.
“Entre el París del año 37 y la Europa del 2018 he querido establecer
algunos vínculos. Entonces, como ahora, pensamos que estábamos a salvo.
Que los alemanes iban a parar, que no pasaría nada. Nos equivocábamos.
Siempre pasa. Con eso no pretendo cambiar la percepción de nadie. En
mis novelas y en ésta en especial, intento recuperar la naturalidad del
horror como un elemento natural. Parece que lo tenemos muy lejos de
aquí, de este café, les Deux Magots. Pero de pronto llega un yihadista,
pega cuatro tiros y lo veremos”. Las palabras de Arturo Pérez-Reverte sobre esta última entrega de Lorenzo Falcó dejan muy claro cuál ha sido su propósito al momento de crearlo.

Además de una recreación histórica que cuida cada detalle, en Sabotaje
el lector se topa con un Falcó más violento, más cínico. Hay más sexo,
pero también más velocidad e incluso humor. No falta violencia e
incorreción al protagonista. “Falcó siempre fue cruel.
Lo que ocurre es que el lector ya se ha acostumbrado. Le voy subiendo
la dosis, sexual, de violencia, de amoralidad, de crueldad. Porque puedo
jugar con su complicidad.Quería conseguir que el lector tragara con
algo así y tragó”. Por si queda alguna duda, el escritor añade: “Yo
quería hacer a un perfecto hijo de puta y para eso lo doté de los
elementos que lo definirían como tal. Lo introduje en el bando fascista
para que fuese completo. El truco fue no hacerlo ideológicamente
fascista. Falcó trabaja para ellos, pero no es de ellos. Es un hombre
que hace su propia guerra. Es un mercenario y puede cambiar de bando en
cualquier momento. Lo que ocurre es que ahora todos los héroes son
republicanos, demócratas, feministas avant la lettre, moralistas y buenos”.
En la obra de Arturo Pérez-Reverte
los personajes lo son todo. Se trata de hombres y mujeres cuyas fisuras
y zonas oscuras han terminado por convertir los apellidos del escritor
en un atributo: lo perez-revertiano, ese territorio
construido a partir de los grandes relatos de las pasiones y miserias
humanas. Él las conoce, de primera mano. Fue reportero de guerra durante
21 años, desde 1973 hasta 1994. Buena parte de esas experiencia irrigan
su obra, desde su primera novela El húsar (1986) y a la que siguieron El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990), El club Dumas (1993) o El pintor de batallas (2006), hasta El tango de la Guardia Vieja (2012) u Hombres buenos (2015). A esas se suman las siete novelas de Las aventuras del capitán Alatriste, serie dedicada al soldado español de los tercios de Flandes Diego Alatriste, una segunda serie a la que se suma Lorenzo Falcó, una
criatura incómoda de la Europa de entreguerras que Arturo Pérez-Reverte
ha dejado suelto, acaso para que hacer saltar de su sillón a más de un
lector del siglo XXI.

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