Con un año de retraso, o sea, con cierta
diligencia, ha llegado a nuestras librerías una pequeña obra de
Catherine Nixey, de la que han informado
con profusión los medios de este país, pero sin ninguna referencia a
las voluminosas críticas que recibió cuando vio la luz por primera vez
en lengua inglesa. Después de leerlas, a uno le quedaba la impresión que
más que un trabajo histórico lo que escribió Nixey fue un panfleto que
se inspiraba en la lejana cristianofobia de Edward Gibbon.
Esta
edición en español es una buena ocasión para revisar someramente como
el cristianismo, que en este caso es casi sinónimo de la Iglesia,
desarrolló la cultura en el mejor sentido de la expresión y nos
trasmitió el legado de los clásicos de Roma y Grecia, en contra de las
tesis de Nixey que, a la búsqueda del sensacionalismo, no tiene empacho en comparar literalmente a los cristianos con los miembros del Estado Islámico.
Porque, en primer lugar, por ser lo más evidente, se debe destacar la trasmisión de la cultura greco-romana
(1), que además el cristianismo desarrolla. En este sentido, vale la
pena precisar que, si bien el islam trasmitió parte del legado
filosófico griego a Europa, lo hizo solo hasta el siglo XIII, porque a
partir de esa fecha llega a la conclusión de que su fe religiosa es
incompatible con la filosofía y acaba con ella. El libro del sufí
Algacel “La destrucción de los Filósofos” señala el fin. Una obra de Sylvain Gouguenheim, Aristóteles y el Islam,
explica este escenario y sobre todo como, a su vez, aquel mundo
musulmán todavía ilustrado en el sentido clásico del término, no hizo
otra cosa que asumir el patrimonio que le aportó el cristianismo
siriaco, el heredero real del mundo griego y bizantino. Esto solo
también desvirtúa el “cortar y pegar” de Nixey, pero hay mucho más que
decir.
El cristianismo aportó una concepción de
la religión y del ser humano sustancialmente distinta a la del mundo
clásico; de hecho, significó una revolución, de cuyos réditos cada vez
más dilapidados, todavía vivimos: (2) Nos ha aportado el sentido de la interioridad y la conciencia, por encima del rito externo y la ley.
Esta interioridad surge de la apelación a la conciencia del ser humano,
y significa la aportación de un factor fundamental para el desarrollo
de la humanidad, junto con otras dos ideas básicas estrechamente
relacionadas: el concepto de laicidad (3) y la separación entre iglesia y estado (4).
Ambas solo surgen en Occidente latino, el del catolicismo, y son
extrañas al mundo romano y griego, donde tal división no existía. El
“dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César” surge con
Jesús.
También el sentido histórico del progreso (5),
una categoría ausente del pensamiento helénico, centrado en una visión
circular de la historia y propio de la concepción mesiánica del
judaísmo, que el cristianismo asume y desarrolla y que, pasado por el
tamiz de la laicidad, nos conduce al sentido del progreso. Y esa
concepción se traduce más tarde en la propia visión de la evolución de
la naturaleza a partir de creación inicial. El padre Teilhard de Chardin
lo desarrolló en unos términos fascinantes en El Fenómeno Humano y elevó a sus últimas consecuencias esta visión, lo que le comportó inicialmente la descalificación de Roma, (por ejemplo un monitum del
Santo Ofició en el pontificado de Juan XXIII), que se trasformó en
aceptación y elogio con el papa Pablo VI, que se refiere a Teilhard como
un científico que pudo «encontrar el espíritu», de manera que su
explicación del cosmos manifiesta «la presencia de Dios en el universo
en el principio inteligente y Creador». Juan Pablo II, valoró la figura
y las ideas de Teilhard. En 1981, el cardenal Agostino Casaroli, en
nombre de Juan Pablo II, escribe en la primera página del periódico del
Vaticano, L’Osservatore Romano:
¡Lo
que nuestros contemporáneos, sin duda, recordarán (del padre Teilhard
de Chardin) más allá de las dificultades de concepción y deficiencias de
expresión en este audaz intento de llegar a una síntesis, es el
testimonio de la vida coherente de un hombre poseído por Cristo en lo
más profundo de su alma! Estaba preocupado por honrar tanto la fe como
la razón, y anticipó la respuesta al llamamiento de Juan Pablo II: «No
tengáis miedo, abrid, abrid de par en par las puertas de los inmensos
ámbitos de la cultura, la civilización y el progreso a Cristo»
La idea de trascendencia (6)
de la relación personal con Dios a través del propio yo, que no surge
tanto del cumplimiento de la Ley como del reconocimiento de la
encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo y su carácter
salvífico, y que da lugar a ese salir, transcender de uno mismo, para
darse. San Pablo y su Epístola a los Romanos, no solo construye una
pieza religiosa monumental, sino la matriz cultural de muchas dinámicas
posteriores. No existiría la filosofía europea sin este sentido de
ascender de ir a un más allá. Kant, Husserl, Jaspers, entre otros,
manejan distintos sentidos de trascendencia para construir su filosofía.
La trascendencia en el plano social, económico, político, por
consiguiente, antropológico, es el contrapeso del individualismo al que
necesariamente conduce la interiorización a la que antes me refería. En
el cristianismo la relación entre individualización fruto de la
interioridad, y el trascender de uno mismo, forjó un equilibrio fructífero, en tiempos recientes alterados por el individualismo, y su falso remedió, el colectivismo.
EDITORIAL de FORUM LIBERTAS
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