/BERNARDO DÍAZ
Creían los antiguos griegos que nuestros designios los determina el capricho de la diosa Fortuna. Pero, por si acaso, se cuidaban de aprovechar toda oportunidad para ayudar a la veleidosa deidad. Pedro Sánchez, que presumiblemente hoy se convertirá en el primer presidente del Gobierno de nuestro país que llega a La Moncloa a través de una moción de censura, no ha dejado escapar la ocasión que la publicación de la primera sentencia del caso Gürtel le brindaba en bandeja, colmando así su ambición personal. Pero ya advertía Maquiavelo que, para acariciar el éxito, un gobernante necesita tanta fortuna como virtud. Y nada tiene de virtuoso la formación de un Gobierno fruto del abrazo del oso que el PSOE ha recibido de populistas e independentistas.
¿Dónde queda el interés general? ¿Quién defiende hoy el bienestar de los españoles? Los cálculos partidistas se han adueñado una vez más de la acción política y la sensatez no tiene quien la defienda entre nuestra irresponsable clase dirigente. Empezando por Mariano Rajoy, cuyo empecinamiento en no dimitir nos aboca a una situación de extraordinaria inestabilidad, en un momento en el que España afronta nada menos que el golpe rupturista del independentismo catalán, que desde ayer se frota las manos sin disimulo.
No cabe sino apelar al sentido de Estado del líder del Partido Popular, quien, siquiera como último servicio a la nación y por patriotismo -un valor tan en desuso como digno de los mejores servidores públicos-, debiera haber asumido que este tiempo político ha concluido y haber presentado la renuncia a su cargo. Se hubiera desactivado así la votación con la que este mediodía concluye la moción de censura, en la que Podemos y las formaciones soberanistas ya han anunciado que respaldarán a Sánchez. Y estaríamos en un escenario que nos conduciría antes que después a unas elecciones, hoy más necesarias que nunca.
Este periódico ha defendido desde que se conoció el fallo judicial de Gürtel que la única forma de desatascar esta gravísima crisis es permitiendo que los españoles se pronuncien en las urnas. Y es la opción que, lamentablemente, Rajoy ha desperdiciado. No entender que la acción de un gobernante se debe adecuar a las circunstancias precisas de cada momento y que la asunción de responsabilidades políticas no puede ser confundida con una deshonesta derrota, contribuye en este caso a que España se deslice por la pendiente de la inestabilidad más impredecible. Se hace difícil creer que se pueda estar dispuesto a dejar tal legado que ensombrecerá toda su gestión al frente del país.
Se ha apresurado la secretaria general de los populares, Dolores de Cospedal, a cortar el paso a esta salida con una interpretación que demuestra que el partido ha perdido la brújula, diciendo que la dimisión "no garantizaría que el PP siga en el Gobierno". Como si fuera eso lo que se dirime en esta crítica hora para España. La renuncia del presidente, insistimos, se acabaría traduciendo casi con seguridad en lo que el país necesita: un final ordenado de la legislatura y elecciones en un horizonte cercano. Durante el debate, el propio Sánchez, acobardado por el Gobierno temerario que va a encabezar, reclamó una y otra vez al presidente que haga uso de ese cartucho. Por esa responsabilidad a la que todos los políticos apelaron ayer en el Hemiciclo, Rajoy debiera rectificar. No puede pretender el dislate de ejercer a partir de ahora como líder de la oposición.
Los acontecimientos políticos de esta semana componen ya una página de nuestra historia surrealista. No otra cosa ha sido una moción de censura que, por su naturaleza, debe ser constructiva y que obliga a quien aspira a liderar un nuevo Gobierno a presentar un programa para ello. Sánchez, en cambio, está a un paso de llegar a La Moncloa sin desvelar ni qué pretende hacer ni qué "concesiones", como le reclamó sin rubor el portavoz del PNV, va a otorgar a los independentistas. Sólo un gesto de cordura este viernes nos evitaría un viaje hacia ninguna parte.
EDITORIAL de EL MUNDO
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