/BIEL ALIÑO /EL MUNDO
Podríamos decir que la detención de Eduardo Zaplana clausura un turbio ciclo de la política española si no fuera porque nadie se atreve a asegurar qué político recién caído será el último. A Zaplana se le había vinculado a la trama Púnica, se le citaba en las grabaciones de Ignacio González en el marco de la operación Lezoy fue responsabilizado por Francisco Camps de la introducción en Valencia de las empresas de la Gürtel. Pero hasta ahora había salido indemne de toda investigación y él mismo presumía de limpieza. El Juzgado de Instrucción número 8 de Valencia ordenó ayer su detención a la Guardia Civil por un presunto delito de blanqueo de capitales y otro de cohecho. La investigación le acusa de cobrar comisiones -hasta 10,5 millones habría acumulado en Luxemburgo- siendo presidente autonómico, hace dos décadas. Aunque esos pagos estarían prescritos, no sería el caso de las recientes operaciones que Zaplana habría llevado a cabo con dinero oculto en paraísos fiscales procedente de los supuestos sobornos y que habría estado repatriando a España en los últimos años.
La operación Erial, aún abierta, se ha saldado con media docena de detenciones y numerosos registros. Entre ellos el de la Consejería de Economía, donde los agentes buscaban los expedientes de adjudicaciones presuntamente amañadas, en concreto las del Plan Eólico Valenciano -otorgadas a dos empresarios de la familia Cotino, también detenidos- y las concesiones de ITV.
En cuanto se conoció el arresto, Telefónica anunció la rescisión de su relación laboral con Zaplana, que era asesor, y el PP le suspendió de militancia por la «gravedad de los hechos». La rápida reacción de Génova en esta ocasión contrasta con su tibieza de antaño, pero la caída de Eduardo Zaplana trasciende las meras consecuencias penales para abundar en las políticas. Alcalde de Benidorm, presidente de la Comunidad Valenciana, portavoz parlamentario y ministro de Trabajo, Zaplana fue una figura fundamental del PP y su caída solo admite parangón con la de Rodrigo Rato. Uno de esos iconos de buena gestión que el PP ofrecía como ejemplo y que hoy solo encarnan la alargada sombra de la corrupción que corroe las expectativas electorales de un partido incapaz de regenerarse a tiempo y por propia voluntad.
Cada caso de corrupción imputado al partido del Gobierno ha caído como un lastre sobre su iniciativa política, lo que sumado a su minoría parlamentaria ha deparado una legislatura más bien estéril. La estrategia marianista de separar Génova de Moncloa -desatendiendo los problemas de la primera- no ha surtido efecto, pues los escándalos que afectan al partido han acabado siempre por repercutir en el Ejecutivo, minando su credibilidad y erosionando su capacidad de acuerdo cuando no paralizando su acción política. Por eso es importante la regeneración. Resulta difícil no advertir, en la imagen de un Zaplana transportado en el coche policial, el epítome de una época cleptocrática que explica lo mismo el populismo de Podemos que la explosión de Ciudadanos.
EDITORIAL de EL MUNDO
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