Cristian Campos
Lo que sorprende de Pablo Iglesias e Irene Montero, líder y lideresa de las mareas multicolores y polifónicas, glorificadores de la santa revolución de la mugre como única higiene posible de España,
es lo convencionales que han salido. ¿Pues no van y se compran un
chalet de doscientos sesenta y ocho metros cuadrados con piscina, jardín
de dos mil metros cuadrados e inodoro con forma de coco gigante en la sierra de Madrid? No se veía un ataque tan salvaje al neoliberalismo desde que Donald Trump construyó la Trump Tower de la Quinta Avenida.
¡Y con hipoteca a treinta años concedida por la Caja
de Ingenieros, para más inri! Ya saben, la misma cooperativa de crédito
en la que Òmnium Cultural y la ANC depositaron la llamada "caja de solidaridad" con la que se han pagado las fianzas de los líderes del procés independentista.
Una caja con sólo tres oficinas en Madrid y doce raquíticos millones de
beneficio neto en 2017 pero que, Secreto de la Misteriosa Equidistancia
mediante, ha sido bendecida con un cliente de esos que te solucionan las cuentas del año entero con una sola hipoteca. Pero ese es tema para otra columna.
Yo, que ando leyendo Por favor mátame. La historia oral del punk de Legs McNeil y Gillian McCain, esperaba más de Iglesias y Montero.
Por ejemplo, un apartamento en una zona industrial decadente "llena de
polis y tarados, con un ambiente muy turco, con todo en el suelo,
abalorios, un hachís estupendo, gente de la calle entrando y pillando, y música drone sonando".
Un apartamento en el que fueras asaltado nada más entrar por
un funcionario del Ministerio de Agricultura y Pesca puesto de
metanfetamina y un marinero desaliñado parloteando chorradas petulantes con un macaco rabioso al hombro.
O una casa medio derruida "con docenas de
dormitorios y una prensa, un estudio de dibujo y salas de revelado en el
sótano" habitada por zombis de piel pálida que sólo emergerían del subsuelo, Libro Rojo de Mao en mano, atraídos por el olor de los festines de carne
que cocinarían mujeres silenciosas, con vestidos largos y nombres como
Trans-Love, Eche-Pop y Maestre-12. El tipo de habitáculo tragicómico,
bello y anárquico en el que, en fin, jamás te cruzarías con Pablo Casado o Begoña Villacís.
Comprendan entonces mi decepción tras confirmar con
desazón que las aspiraciones vitales de la vanguardia política, cultural
e intelectual de este país no difieren en nada de las de cualquier adicto a los retiros espirituales del Emaús: chaletazo, jardín, piscina y parejita criada a cuantos más kilómetros de la metrópolis, ese gatera de deficiencias y desviaciones abarrotada de chusma engorrosa y metomentodo, mejor.
Eso sí. Los pequeños, a La Navata, una ecoescuela
pública con sistema de enseñanza alternativo. Sin libros, sin exámenes y
sin presiones. A falta de libros, ya ven qué cosa más burguesa, los
mellizos al menos catarán la fantasía de la desescolarización escolarizada en pleno campo.
Es decir, lo que los Iglesias-Montero entienden por "campo" y que no es más que la idealización de lo rural de las pijas de yoga y batido de avena del barrio de Salamanca: una cosa con césped y sin mosquitos, humedad, calor, frío, polvo u otros seres vivos que no sean los cachorros de Lulú Pomerania que duermen día y noche en el Cinephile de Roche Bobois.
¡Con la de pueblos abandonados que hay a apenas unos kilómetros de
Madrid en los que poder catar el campo en toda su urticante gloria!
Qué beata nos ha salido la radicalidad, oigan. Pero sobre todo, qué aburrida.
CRISTIAN CAMPOS Vía EL ESPAÑOL
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