No podrá negarse a la alegre muchachada de nuestro populismo local su capacidad para acuñar un nuevo vocabulario, como corresponde a toda ambición política y a toda voluntad de control social que se precie.
De lo que se trata, para esos deslenguados, es de hacernos olvidar el inmenso esfuerzo realizado para oponer la complejidad a la simplificación, el argumento a la consigna, el diálogo a la provocación. Gracias a la ciudadanía solvente y madura, España ha soportado lo indecible en sufrimiento social, crisis de liderazgo y erosión de representaciones políticas sin que este país se fuera a pique.
La tenaz decisión de vivir juntos, de unirnos en torno a una trama de derechos y valores nos ha salvado de hundirnos en la insignificancia. Ese era el peligro, siempre acompañado de que España fuera pasto de actitudes excluyentes y trasnochadas, como está ocurriendo en tantas democracias que se consideraban más fuertes que la nuestra.
Recordemos, por si hace falta, que más de siete de cada diez españoles no está dando su voto a populismo alguno. Recordemos que, con la que ha llegado a caer en esta nación, cuyos fundamentos culturales y territoriales han sido atacados con notable acidez, un setenta y cinco por ciento de quienes han depositado su papeleta en una urna lo han hecho a favor de la continuidad reformista del sistema político construido en 1978.
No obstante, la demagogia y la palabra gruesa encuentran confortables espacios en los medios de comunicación. Sin tener un programa realizable ni una mayoría social e institucional, los populistas disponen de portadas y escenarios de máxima audiencia. Y, ellos, han logrado normalizar la insultante idea de que el pueblo español es una masa inconsciente, una turba con el civismo a media asta, una pandilla de seres sin personalidad ni vigor moral, que se deja seducir por unos cuantos villanos capaces de aprovecharse de la indigencia mental de los ciudadanos.
Ahí están ellos para
redimir a un pueblo que apenas se lo merece, ya que durante cuarenta
años ha aguantado un sistema político y un orden social que solo aceptan
quienes no tienen ni el valor individual ni la decencia colectiva para
quitárselos de encima. Estos curiosos héroes de nuestro tiempo, que se
desmelenan en roñosas cruzadas anticlericales siempre orientando su
laicismo contra la Iglesia católica; estos abanderados de un estado del
bienestar construido por un pacto entre culturas políticas que insultan a
diario; estos paladines de la enseñanza pública que sostienen el más
empobrecedor de los sectarismos culturales, han empezado a usar una
palabra a la que habrá de darse nuevo sentido: el saqueo.
Saben lo que hacen. Porque la presunción de delitos es aterradora, pero corresponde a sujetos que nuestro sistema político habrá de depurar, según los trámites de la justicia y en procesos disciplinarios en cada uno de los partidos implicados. Pero la palabra “saqueo” contiene una vibración propia, una onda expansiva de dimensiones estremecedoras. Su sentido literal pasa a olvidarse por la fuerza metafórica de sus alusiones. Es el triunfo de Nietzsche sobre Kant. Es la victoria de la estética sobre la moral. Es la derrota de la claridad cartesiana a manos de la embadurnada marea del romanticismo.
Un robo no es un saqueo. Un acto delictivo, perseguido y castigado por las autoridades judiciales, no es un saqueo. Las personas inculpadas no se enfrentan a la acusación de saqueo. La palabra “saqueo” ha sido acordada en la sala de máquinas de una organización, una de cuyas funciones principales es elaborar un nuevo lenguaje. No es el lenguaje de la templanza, porque esos jóvenes no han venido a tranquilizar a los españoles con el sosiego de una profunda convicción.
Saben lo que hacen. Porque la presunción de delitos es aterradora, pero corresponde a sujetos que nuestro sistema político habrá de depurar, según los trámites de la justicia y en procesos disciplinarios en cada uno de los partidos implicados. Pero la palabra “saqueo” contiene una vibración propia, una onda expansiva de dimensiones estremecedoras. Su sentido literal pasa a olvidarse por la fuerza metafórica de sus alusiones. Es el triunfo de Nietzsche sobre Kant. Es la victoria de la estética sobre la moral. Es la derrota de la claridad cartesiana a manos de la embadurnada marea del romanticismo.
Un robo no es un saqueo. Un acto delictivo, perseguido y castigado por las autoridades judiciales, no es un saqueo. Las personas inculpadas no se enfrentan a la acusación de saqueo. La palabra “saqueo” ha sido acordada en la sala de máquinas de una organización, una de cuyas funciones principales es elaborar un nuevo lenguaje. No es el lenguaje de la templanza, porque esos jóvenes no han venido a tranquilizar a los españoles con el sosiego de una profunda convicción.
Han venido a
exasperarlos, aprovechando el dolor, y la ansiedad social de los
tiempos de crisis. Nada tienen que ver con la tradición de una cultura
obrera, capaz de movilizarse y negociar fuerte para proclamar su
identidad de clase y lo bastante segura de sí misma como para organizar
un escenario pragmático de grandes consensos nacionales.
La palabra “saqueo” tiene la anchura y la velocidad de una evocación poética: sobrevuela el paisaje de las instituciones legítimas para descargar una espesa lluvia de sospechas sobre cada acto administrativo, cada grupo parlamentario, cada núcleo de gobierno. Lo importante no es concretar dónde están las responsabilidades, sino dispersar la fuerza destructiva de un recelo permanente, la desconfianza sobre todo el sistema representativo del que nos hemos dotado en estos años.
La palabra “saqueo” tiene la anchura y la velocidad de una evocación poética: sobrevuela el paisaje de las instituciones legítimas para descargar una espesa lluvia de sospechas sobre cada acto administrativo, cada grupo parlamentario, cada núcleo de gobierno. Lo importante no es concretar dónde están las responsabilidades, sino dispersar la fuerza destructiva de un recelo permanente, la desconfianza sobre todo el sistema representativo del que nos hemos dotado en estos años.
Ellos, que vienen a
darle a todo la vuelta, que se creen destinados a hundir en un pasado
inmundo lo que denominan el régimen de la Transición; ellos son los que
se permiten utilizar una palabra desmesurada, hambrienta, seca y letal:
saqueo. Bajo esa palabra se abriga la imagen de un país devastado por
una cuadrilla de delincuentes, arrojados sobre una nación indefensa y
adormecida. Con esa palabra se fabrica un concepto de rápida difusión,
de intención efectista y de resultados propicios para todo aquel que
confunde la pedagogía con la propaganda.
Quienes se refieren a la aparición de lamentables actos como los que se investigan en la comunidad de Madrid, saben que estamos ante una brutal, penosa y punible excepción. Que la norma es la manera honesta en que se ha servido al pueblo por quienes representan opiniones políticas que a ellos les parecen deleznables, especialmente si obtienen mayores apoyos electorales que los suyos.
Quienes se refieren a la aparición de lamentables actos como los que se investigan en la comunidad de Madrid, saben que estamos ante una brutal, penosa y punible excepción. Que la norma es la manera honesta en que se ha servido al pueblo por quienes representan opiniones políticas que a ellos les parecen deleznables, especialmente si obtienen mayores apoyos electorales que los suyos.
Pero pretenden hacernos
creer que, hasta la llegada de sus huestes libertadoras, la nuestra era
una vida indigna, incívica, resignada a dejarse robar por pura
indolencia. Se nos dice que los mismos ciudadanos que tuvimos la fuerza
moral y la inteligencia política para hacer pasar a España de la
dictadura a la democracia, del guerracivilismo a la reconciliación, del
estado de excepción al estado de derecho, necesitamos que una vanguardia
de predicadores nos pase a limpio el significado de nuestra conciencia.
Ese es el verdadero saqueo que nos amenaza. Unos líderes llegados desde el exterior del acuerdo que nos ha permitido vivir como una nación libre y unida, imperfecta y emprendedora durante cuarenta años, incluyendo los diez que ya cumple nuestra crisis, aturden nuestra voz y entumecen nuestros actos. Una sarta de pedantes que se adjudica la representación del pueblo solo parece sentir compasión elitista por quienes no les votamos. Y saquean el prestigio de nuestra inteligencia, de nuestro valor, del saber social, de nuestra capacidad para medir el mal que causan unos pocos al edificio construido por la inmensa mayoría.
Ese es el verdadero saqueo que nos amenaza. Unos líderes llegados desde el exterior del acuerdo que nos ha permitido vivir como una nación libre y unida, imperfecta y emprendedora durante cuarenta años, incluyendo los diez que ya cumple nuestra crisis, aturden nuestra voz y entumecen nuestros actos. Una sarta de pedantes que se adjudica la representación del pueblo solo parece sentir compasión elitista por quienes no les votamos. Y saquean el prestigio de nuestra inteligencia, de nuestro valor, del saber social, de nuestra capacidad para medir el mal que causan unos pocos al edificio construido por la inmensa mayoría.
Saquean nuestra
habilidad para analizar, adiestrada en circunstancias difíciles que han
dado lucidez y veteranía a nuestro civismo. Saquean el espacio de
encuentro en el que todos hemos sido
capaces de vivir hasta ahora. Porque el pueblo existía; porque la
defensa de las libertades existía; porque la lucha por los derechos
sociales existía; porque existía incluso la denuncia y la batalla
contra la corrupción antes de que estos jóvenes entraran en escena. Lo
que empezó con ellos no fue la realidad de nuestra nación y de nuestra
ciudadanía limpia y exigente. Lo que empezó con ellos fue algo de lo que
parecíamos habernos librado para siempre: la intolerancia y la
incapacidad de construir un futuro juntos. Y desde luego la mala
educación.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
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