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domingo, 7 de mayo de 2017

La victoria de Macron alivia a Europa, pero no disipa su crisis

/REUTERS

No por esperado el triunfo de Emmanuel Macron en las presidenciales de Francia ha causado menos alegría y alivio en el conjunto de la UE. El temor a que la ola de populismo que nos sacude, con expresiones tan inesperadas como la victoria del Brexit en el referéndum británico o de Trump en EEUU, mantenía sin respiración a las cancillerías comunitarias, temerosas de que la ultraderechista Marine Le Penacabara derrotando a los sondeos. Por fortuna, el sistema electoral galo a doble vuelta aún funciona como una vacuna eficaz contra los extremismos. Y la opción más sensata, representada en este caso por el centrista liberal Macron, ha arrastrado tras de sí a la gran mayoría de los ciudadanos con clara rotundidad.
Francia está viviendo un hito político histórico. Desde la fundación de la V República en 1958, estos comicios han sido los primeros en que ninguno de los dos grandes partidos tradicionales -gaullistas y socialistas- había logrado el pase a la segunda ronda presidencial. Y tanto la victoria de Macron como el muy preocupante resultado del Frente Nacional cabe interpretarlos como una enmienda a la totalidad al establishment. El fenómeno lo estamos viendo en buena parte de las democracias occidentales. Los partidos clásicos sufren un fuerte menoscabo y se muestran incapaces de conectar con amplias capas sociales que los ven como parte de sus problemas, no como la solución. En Francia se ha disparado el porcentaje de ciudadanos que se sienten desfavorecidos por el sistema y la globalización. Las causas del malestar son muchas, aunque la sacudida de la crisis económica es la espita de esta ola de indignación.
El populismo capitaliza muy bien el descontento. Y mientras la ultraderecha del Frente Nacional, en un extremo ideológico, o la izquierda radical de Mélenchon, en el otro, se convertían en altavoz de aquéllos temerosos por el estancamiento económico, la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial o el terrorismo islámico -recordemos que Francia está en estado de emergencia desde los atentados de París de 2015-, el partido conservador y el socialista se han visto arrastrados por el descrédito del sistema mismo.
La virtualidad de Macron ha sido presentarse en el momento justo como un hombre nuevo que deja atrás a la desprestigiada élite de París. Porque, aunque haya sido ministro de Economía de Hollande, a sus 39 años es prácticamente un neófito político. Llega al Elíseo sin haber concurrido antes a otros cargos electos. Y lo hace sin un partido, aupado tan solo por ese movimiento ¡En Marcha! con el que ha prometido la regeneración de la vida pública que tanto desean los franceses.
Claro está que, por todo lo dicho, Macron es hoy por hoy una verdadera incógnita. Más allá de sus promesas electorales, el presidente electo, como primer e inmediato reto, tiene que demostrar talento y capacidad para asumir las cinchas del poder. Porque, dicho de forma gráfica, las presidenciales francesas en esta ocasión se juegan en realidad a tres rondas. Yes que el próximo mes de junio se celebran los comicios legislativos en los que todos los partidos se disputarán de verdad el espacio político. Macron debe transformar su movimiento en un verdadero partido y tener un buen resultado en esas elecciones, algo nada sencillo en tan poco tiempo. De lo contrario, no sólo se producirá un escenario de cohabitación, sino que el liberal podría acabar viéndose en la tesitura de presidir Francia, sin gobernarla realmente.
La proximidad de esas legislativas ha contaminado toda la campaña presidencial. Y ha debilitado al tradicional frente republicano de todos los partidos para frenar a la ultraderecha. Los apoyos a Macron desde las formaciones de derecha a izquierda han sido un tanto de perfil, ya que nadie quería pegarse demasiado al ganador, cuando éste se convierte desde hoy mismo en el rival a batir en junio.
Le Pen ha tenido un buen resultado, aunque por debajo del 40% que se había marcado como un éxito. En todo caso, ese resultado tan inquietante supone antes que nada un baño de realidad para el vencedor, que tiene la tarea titánica de ilusionar a un país tan polarizado. Debe afrontar ya el bajo crecimiento económico, la inseguridad o incluso a la melancolía casi crónica de los franceses por no acabar de ver el encaje de su país en la mundialización.
Por su parte, Bruselas vuelve a ganar tiempo, igual que hizo tras las legislativas holandesas. Pero si la UE de verdad quiere ahuyentar el fantasma del populismo y salir de su crisis existencial, está obligada a actuar de una vez, dar la vuelta al relato y tomar medidas efectivas que sirvan para que la ciudadanía visualice a la Unión como una casa común que merece la pena habitar.

                                                                                              EDITORIAL de EL MUNDO

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