Luis Pereira, el chef de la Tasca Do Ze Tuga, un coqueto restaurante adosado a la muralla de la ciudadela de Braganza, frente a la hermosa torre del homenaje de su castillo, se mostraba exultante y resacoso la mañana del domingo 14 de mayo mientras atendía a su clientela. La noche anterior, Portugal había ganado por primera vez el concurso de Eurovisión, y la fiesta se había prolongado hasta bien entrada la madrugada por las calles de la capital de Trás-os-Montes, sin olvidar que a mediodía de ese mismo sábado el papa Francisco había abandonado el país tras una visita de dos días para canonizar a los pastorcillos de Fátima. Unos meses antes, 12 de diciembre, la ONU había elegido a un portugués, António Guterres, como nuevo secretario general, ello cuando aún no se habían apagado los ecos del triunfo de su selección de fútbol en la Eurocopa de Francia. El Portugal del fado y la saudade está de moda. Portugal crece. Portugal sonríe. Portugal ha salido de la depresión. Económica y sentimental.
Hace unos días, lunes 22 de mayo, la Comisión Europea decidió excluir a Lisboa del Procedimiento de Déficit Excesivo, después de que el Gobierno presidido por el socialista Antonio Costa lograra cerrar el ejercicio 2016 con un déficit en las cuentas públicas del 2% del PIB, un esfuerzo descomunal si se compara con el 4,4% registrado a finales de 2015, guarismo que llevó a la CE hace justamente un año a amenazar a Portugal con fuertes sanciones, ante la perspectiva de la llegada al poder de un tripartito de izquierdas que no hizo sino disparar la preocupación de los mercados. Pero el milagro se ha producido. Según las previsiones comunitarias, Portugal logrará situar su déficit público este año en el 1,8% y en el 1,9% en 2018. Ni qué decir tiene que nuestros vecinos se han ganado a pulso la admiración de todos los organismos europeos. Para el comisario de Asuntos Económicos, Pierre Moscovici, se trata de “una muy buena noticia para Portugal”.
Tras ser golpeado con dureza por la crisis de la deuda, un Portugal al borde de la quiebra se vio obligado en 2011 a aplicar duras medidas de ajuste a cambio de un préstamo de 78.000 millones acordado con la UE y el FMI. El viento de cola de la recuperación económica global ha ayudado lo suyo. Portugal ha comenzado a exportar y a recibir turistas a raudales, en proceso muy parecido al español. La alianza de izquierdas que preside Costa ha aliviado algunas de las penurias de los más desfavorecidos con la subida del salario mínimo (557 euros), la recuperación de los recortes aplicados a los funcionarios y el aumento de algunos subsidios. El consumo se ha animado. El resultado es que en el primer trimestre de este año la economía registró un crecimiento muy notable, lo que hace prever que el PIB podría cerrar el año por encima del 2% (1,8% de previsión oficial). Con una tasa de paro por debajo de 10%, Portugal ha cumplido con creces, y a partir de ahora puede presumir de figurar en el pelotón de los países virtuosos de la zona euro en materia fiscal.
El milagro tiene nombre propio y se llama Antonio Costa, un socialista moderado alejado de todo sectarismo, además de un tipo optimista -como ha podido comprobar estos días nuestro triste Mariano navegando con él por aguas del Duero-, cuya capacidad de gestión quedó probada durante sus años como alcalde de Lisboa y cuya estrella polar en este año largo de Gobierno ha girado en torno a esa política de consolidación fiscal destinada a rescatar a Portugal de las garras de Bruselas. Lo ha conseguido y antes de tiempo. Tras las elecciones de noviembre de 2015, Costa preside un Ejecutivo monocolor que se apoya parlamentariamente en los 86 diputados del PS, los 19 del Bloco de Esquerda (BE) –nuestro Podemos- y los 17 del Partido Comunista (PCP), suma que arroja un total de 123 diputados, mayoría absoluta en una Asamblea de la República formada por un total de 230.
Antonio Costa y las manos libres para gobernar
El acierto de Costa consistió en unir al PCP y al BE a una serie de acuerdos bilaterales firmados por cada uno de ellos con el PS y entre ellos mismos, en torno a un programa de mínimos con capacidad de durar toda la legislatura. Costa tiene así las manos libres para operar a su gusto desde un Ejecutivo del que no forman parte ni populistas ni comunistas, gente que en esta fiesta pinta más bien poco pero que parece disfrutar cómodamente de las sinecuras que, aquí y allá, proporciona la cercanía al poder. El componedor del milagro se llama Pedro Nuno Santos, secretario de Estado de Asuntos Parlamentarios, acostumbrado a tener diariamente con sus socios las reuniones que sean precisas, siempre uno contra uno, nunca dos contra uno. Hoy Costa y el PS –recuperado del desastre que significó el sinvergüenza de José Sócrates, secretario general del PS y primer ministro entre 2005 y 2011- ganaría con comodidad unas elecciones portuguesas. Sus socios parlamentarios también parecen convencidos de poder mejorar sus resultados. Todos contentos.
El hombre de confianza de Costa se llama Mário Centeno, un gran ministro de Finanzas situado bastante a la derecha de Cristóbal Montoro. Por encima de todos ellos, un presidente de la República (desde marzo de 2016) que ha resultado una bendición para Portugal: Marcelo Rebelo de Sousa, exmiembro del PSD y muy amigo de Pinto Balsemão, durante años director de Expresso, es un tipo serio, inteligente y optimista, que ha sabido llegar al corazón de la gente hasta el punto de que durante la campaña a las presidenciales, que se pagó de su bolsillo, renunció a hacer mítines: prefirió salir a la calle para hablar con los ciudadanos y reconfortarlos. “El pueblo es más sabio de lo que creen los políticos; sabe que la vida es dura y que los políticos tampoco podemos hacer gran cosa para mejorar la situación, pero por lo menos podemos consolar y eso lo agradecen”. La “política de afectos” de Rebelo de Sousa barrió en las elecciones. La cohabitación con Costa está funcionando casi a la perfección.
En el paisaje color de rosa que hoy algunos pintan sobre un Portugal que ha recuperado su autoestima tras años de sufrimiento se yerguen, sin embargo, enormes nubarrones. Hablamos de un país con una deuda pública que el año pasado alcanzó los 241.000 millones, un 130,4% del PIB, la tercera en importancia de la zona euro. Un país cuyo sistema financiero (la mitad en manos españolas) sigue registrando una debilidad crónica, ello después de que, tras rescates varios, el Estado se haya visto obligado a inyectar 3.900 millones este mismo año en el banco público Caixa Geral de Depositos. Un país donde casi el 40% de los nuevos contratos laborales cobran el salario mínimo, y en el que, en palabras del ministro Centeno, “quien gana más de 2.000 euros brutos es un privilegiado”. Un país con una tasa de ahorro de apenas el 5% y con una parte importante de su gente, la más joven, la mejor preparada, trabajando en el extranjero, amenazado, además, por una pérdida constante de población.
El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, dice haberse fijado en la solución portuguesa para España. Las diferencias entre ambos países son tan grandes que resulta difícil para cualquier político juicioso español mirarse en ese espejo. Costa sacó a sus socios de extrema izquierda más de 12 puntos en las elecciones de 2015; en las últimas generales españolas del 26 de junio de 2016, la ventaja de Sánchez sobre Podemos fue de menos de dos puntos. El primer ministro portugués ha logrado una cómoda mayoría parlamentaria apoyándose exclusivamente en el Bloco y en el PC; la suma de PSOE y Podemos nunca le permitiría gobernar en España, necesitado como estaría del apoyo de otros partidos. De modo que Sánchez ha viajado a Portugal para estudiar el caso portugués, pero no parece haber aprendido nada. Las diferencias son muchas. La primera y principal es que Costa no es ningún cretino, ningún botarate, ningún veleta dispuesto a cambiar de opinión a tenor de lo que opine el último que pase por su despacho. Sánchez necesita volver a Portugal y estudiarse en serio la lección.
JESÚS CACHO Vía VOZ PÓPULI
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