Sin poder dilatar su cita con el destino, Europa ha de enfrentarse con decisión a los grandes retos que determinarán su papel en el siglo XXI.
La supervivencia de una moneda común de la que hoy dependen los endeudados países del sur, la pretensión socialdemócrata de elevar la utopía de la igualdad -que Hannah Arendt llamó la cuestión social- a materia constituyente en lugar de garantizar la libertad en procura de la prosperidad, la seguridad común o la integración de la inmigración en el acervo de valores y derechos fundamentales que caracteriza la cultura occidental son algunas cuestiones perentorias cuya resolución marcará definitivamente el rumbo secular del continente. Debido a su trascendencia, es preciso que las decisiones se produzcan habiendo intelectualizado el contexto de transformación que ha generado la globalización y definido qué tipo de Unión se persigue; si ha de primar la ciudadanía europea, la libertad de los mercados o la soberanía de los Estados.
El tiempo rajoyesco de espera ha terminado. La espada de Damocles de la confrontación entre naciones que el auge del populismo ha colocado sobre la cabeza de Europa exige decidir con rapidez si se está dispuesto a compatibilizar el orden todavía vigente nacido en Westfalia con los nuevos parámetros que un mundo híper conectado demanda para lograr la independencia de la Unión que, por paradójico que parezca, la recuperación total de la soberanía por parte de los Estados europeos negaría de raíz.
El debate del próximo siglo será analizar la condición humana y garantizar la libertad política de todos los ciudadanos
Apremia saber, por lo tanto, qué forma política desea establecer Europa y qué régimen de poder está dispuesta a constituir. Si Monnet, Schuman o De Gasperi sembraron la semilla de la Unión Europea sobre la base de la paz y la cooperación, hoy no vendría mal recordar a los padres constituyentes de los Estados Unidos de América, Jefferson, Madison o Hamilton en su manera de aproximarse al poder, analizar la condición humana y garantizar la libertad política de sus conciudadanos. Éste debe ser el gran debate del próximo lustro.
Pese a haber unido su suerte a la de un continente cuya existencia se hace inexplicable sin nuestra aportación, España no se encuentra actualmente en condiciones de aportar soluciones a los problemas descritos. Pudiendo haber sido un contribuyente neto de experiencia, nuestro país adolece de las mismas adversidades de fondo: una acusada crisis de identidad y un régimen de poder oligárquico. La trágica diferencia es que, por un lado, mientras Europa como unidad política constituyente es sólo un proyecto, España es una realidad nacional con siglos de existencia. Y, por otro, que la oligarquía en la Unión Europea se concita entre Estados cuyos sistemas políticos, especialmente el francés, el alemán y el del Reino Unido que nos deja, son mucho más representativos de la sociedad civil que el español. España debe superar estos dos enormes escollos que el optimismo de la Transición anegó y que el paso del tiempo ha hecho emerger de modo permanente. Sortear el primero implica sanear la base sobre la que se asientan nuestras libertades. Esquivar el segundo es un requisito sine qua non para erradicar la corrupción como forma sistémica de gobierno y eliminar el déficit crónico del Estado.
Sólo rechazaremos la impostura del derecho a decidir definiendo la nación como un hecho objetivo formado por la historia
En pleno relativismo posmoderno, disponer de una clara conciencia de nuestra unidad política que sea capaz de desestimar el error que supondría el federalismo y de rechazar la impostura del derecho a decidir sólo puede hacerse definiendo la nación como un hecho objetivo conformado por la historia y no como el resultado de una subjetividad reflejada en un proyecto, tal y como lo expuso Ortega y Gasset en su España invertebrada, fuente de la que sigue bebiendo la derecha nacional. Tirando del hilo de la subjetividad uno puede terminar coherentemente en la República independiente de su casa. Es lo que hacen las ambiciones de poder nacionalistas.
La reciente oferta del gobierno de la nación al separatismo para acudir al Congreso a debatir sobre el derecho de autodeterminación de Cataluña es una muestra más del grave error que supone apoyar el concepto subjetivo de nación. Invitar a Puigdemont implica aceptar que si los diputados aprobasen que Cataluña puede celebrar un referéndum para decidir su independencia de la histórica nación española, no habría inconveniente alguno en convocarlo, previa reforma constitucional. La independencia, de producirse en algún momento, constituiría un hecho, pero nunca habría estado fundamentada en un derecho legítimo, al menos para quienes diferenciamos entre la constitución formal y la constitución material de una nación. ¿Acaso si votásemos unánimemente convertirnos en marcianos dejaríamos a un lado nuestra condición humana?Las naciones no se votan. Rescatando el término de Sánchez Albornoz, su “contextura vital” sólo puede ser forjada por la historia.
España no resolverá sus graves problemas mientras la clase política no dependa directamente de los ciudadanos
Por último, resulta imprescindible comprender la estrecha relación de causalidad existente entre la libertad política de una nación y la prosperidad de sus gentes. España no resolverá sus graves problemas sociales y económicos mientras los ciudadanos no dispongan de la potestad de poner y deponer a sus representantes, que es lo mismo que decir, mientras la clase política no dependa directamente de ellos. Abordando la naturaleza íntima del poder y analizando la condición humana, no resulta difícil concluir que es preceptivo establecer una serie de cauciones y precauciones respecto al mismo que garanticen la democracia. Además de la cuestión esencial de la separación de poderes, la figura del diputado de distrito uninominal juega un papel fundamental, al eliminar el instrumento que convierte a las cúpulas de los partidos políticos en los verdaderos titulares de la soberanía: el poder de hacer las listas electorales. Es lo que he intentado explicar en mi nuevo ensayo Desconfianza. Principios políticos para un cambio de régimen.
Mucho más allá de mi humilde aportación, en España no nos faltan cabezas brillantes capaces de emprender esta titánica labor a favor de la libertad y de servir al mismo tiempo de faro al eclipse europeo. Si anteriormente decía que España no estaba en condiciones de aportar luz, lo hacía bajo el convencimiento de que la mediocridad partitocrática opacará su luz.
LORENZO ABADÍA*** Vía EL ESPAÑOL
*** Lorenzo Abadía es analista político, doctor en Derecho y autor del ensayo 'Desconfianza. Principios políticos para un cambio de régimen' (Unión Editorial).
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